3
Los dos jóvenes oficiales —Jessica calculó que aún no habían cumplido los treinta— llegaron a Stanbury House con una actitud escéptica respecto a la supuesta matanza, pero cambiaron radicalmente en cuanto vieron el cuerpo degollado de Patricia junto al viejo abrevadero. Uno de ellos tuvo que sentarse unos segundos en una roca cercana y pasarse un pañuelo por la frente para recuperarse. Después pidió refuerzos por radio y el envío inmediato de una ambulancia con personal médico.
El otro, más valiente, entró en la casa y se encontró con Jessica junto a la puerta del comedor, sentada en el suelo y acunando entre sus brazos a la pequeña Sophie. No se había atrevido a dejar sola a la niña y tampoco quería moverla, temerosa de empeorar su estado.
—¡Dios Santo! —exclamó el oficial—. ¿Está viva?
—Sí, pero malherida. Le han dado varias cuchilladas en el tórax. ¿Dónde está el médico?
El oficial se volvió y gritó a su compañero:
—¡Pide un médico inmediatamente! ¡Tenemos a una niña herida!
—¡Ya está de camino! —respondió el otro desde el jardín.
El policía se dirigió hacia Jessica.
—¿Es usted quien llamó?
—Sí.
—Vale, vale. —El pobre parecía superado por los acontecimientos—. Dijo que había varios muertos, ¿no?
—En la cocina hay otro, un hombre, y en el piso de arriba una niña. También hay una mujer en estado de shock. Ella también necesita un médico.
—Vale —repitió el oficial. Pensó un instante y añadió—: Voy a echar un vistazo. ¿Ha tocado usted algo?
—Moví el cuerpo de ahí fuera para comprobar si… No sabía que no… Y luego tomé el pulso de la niña que yace muerta arriba, en la cama. Nada más, aparte de los pomos de las puertas.
—Escuche, el médico está a punto de llegar. Quédese con la pequeña mientras yo echo un vistazo por la casa. ¿Cree que el asesino puede seguir por aquí?
—Yo no he visto a nadie.
—De acuerdo. Empezaré por la cocina.
Jessica añadió de repente:
—No he localizado a mi marido. Espero que no esté… —Dejó la frase sin acabar, negándose a pronunciar aquella palabra.
—Intente no pensar en lo peor —le aconsejó el policía, pero enseguida se dio cuenta de que, dadas las circunstancias, aquélla era una frase bastante absurda.
Encontraron a Alexander en un pequeño claro del bosque, sentado en un banco y con la cabeza extrañamente ladeada. Le habían cortado el cuello de un solo tajo, igual que a Patricia, Tim y Diane. Al parecer el asesino se le había acercado por la espalda, porque no había ningún indicio de que Alexander hubiera intentado defenderse. La única a la que habían atacado de modo diferente era Sophie: el agresor le había clavado varias veces un cuchillo en el tórax. Pero seguía viva, al menos de momento. Se la habían llevado en helicóptero a Leeds, donde permanecía ingresada en una UCI en estado crítico. El médico forense que examinó los cadáveres no había tenido tiempo de verla, pero se suponía que todos habían sido atacados con la misma arma. Desde luego, en el caso de los muertos era así. Los investigadores no tardaron en encontrar el cuchillo en la terraza de atrás. Un afilado cuchillo de cocina como los que colgaban sobre el fregadero. En la casa faltaba uno, efectivamente, y aquello llevó a pensar que el asesino lo había cogido de allí mismo. Lo encontraron entre las macetas que Patricia había plantado hacía apenas unas horas, y parecía que el autor —o los autores— ni siquiera se había esforzado en esconderlo. Los agentes de la policía científica lo metieron en una bolsa de pruebas y lo enviaron al laboratorio.
Las primeras investigaciones estuvieron dirigidas por el superintendente Norman, de la policía de Leeds, al que llamaron desde Stanbury en cuanto vieron que el caso superaba las posibilidades de la policía local, habituada a reyertas en los bares, robo de ganado o conductores borrachos, pero de ningún modo a un crimen de semejantes dimensiones.
Tenían cuatro degollados a sangre fría y una niña en estado muy grave. Y, para mayor complicación, resultaba que las víctimas eran extranjeras. Nadie se explicaba los móviles de la tragedia.
El superintendente Norman, bajo y gordo, tenía unos astutos ojos oscuros y dos cicatrices en la mejilla derecha que daban un toque peculiar a su rollizo rostro. Llevaba un traje oscuro y sudaba por todos los poros. En esos momentos estaba en el salón con Jessica. Al lado, en el comedor, un médico examinaba a Evelin mientras una agente intentaba obtener de ella algo de información. El médico había conseguido que bajase la escalera, pero lo había hecho como una autómata, sin darse cuenta de nada. Tenía la mirada perdida.
—Una historia increíble —dijo Norman—. Absolutamente increíble. ¿Cree que podrá relatarme otra vez lo que ha visto y vivido esta mañana, señora… esto… señora Wahlberg? —preguntó tras echar un vistazo a su libreta—. ¿Se siente con fuerzas?
Hacía veinte minutos que sabía que su marido había muerto. Una joven policía rubia se lo había comunicado con tacto. En cierto modo Jessica se lo esperaba, y reaccionó con calma y serenidad. Durante unos minutos su mente fue incapaz de asimilar lo que en verdad estaba sucediendo. No llegaba a captar la verdadera magnitud de aquel drama.
—Sí. Estoy bien.
—Perfecto. Pero no dude en decírmelo si en algún momento quiere dejarlo, o si cree que necesita un médico, ¿de acuerdo? No debe forzarse a nada.
—De acuerdo.
—Bien. Para empezar, y si no he entendido mal lo que me ha dicho mi compañero, en esta casa había nueve personas pasando sus vacaciones. Cuatro de ellas han sido… han sido asesinadas. Además hay una niña herida, una mujer en estado catatónico y usted misma. Así pues, faltan dos. ¿Quiénes son?
—Una es mi… hijastra, Ricarda. Hija de mi marido y de su primera mujer. Y…
—¿Cuántos años tiene su hijastra?
—Quince.
El hombre asintió, y ella continuó:
—Y también está Leon, el marido de Patricia. O sea, de la mujer que… de la primera que encontré.
—La que fue asesinada en el jardín delantero.
—Sí.
—¿Tiene idea de dónde están Ricarda y Leon?
—No. Falta un coche, así que imagino que Leon habrá salido a dar un paseo. Pero no sé adónde.
—¿Suele marcharse a menudo sin decir adónde va?
—La verdad es que no. —Jessica pensó que el superintendente no tenía ni idea de cuánto entrañaba aquella pregunta, de lo mucho que significaba en las relaciones entre los miembros del grupo. Nadie hacía nunca nada sin decírselo a los demás—. Pero quizá se lo dijo a su mujer —añadió entonces—. El problema es que no podemos saberlo.
—¿Y usted? Dice que esta mañana salió temprano de casa, ¿no?
—Sí, más o menos a las diez.
Él lo anotó en su libreta.
—¿Y qué hay de su hijastra? ¿A qué hora la vio por última vez?
—Anoche.
El policía enarcó una ceja.
—¿Y esta mañana?
Jessica comprendió que iba a ser complicado explicar al comisario la relación de Ricarda con el resto del grupo, y también lo absurdo que ahora parecía todo, pero sabía que no tenía sentido ocultar información a la policía.
—Esta mañana, al despertarnos, nos dimos cuenta de que Ricarda se había ido. —Y resumió en pocas palabras la historia del diario, aunque evitó mencionar las manifestaciones de odio de Ricarda, limitándose al noviazgo de la chica con un joven de la zona—. Se ha enamorado por primera vez y lo único que quiere es pasar el mayor tiempo posible con su chico. A mí me parecía normal, pero Patricia tenía otra opinión.
—Patricia Roth —dijo él, pensativo—. Era quien llevaba la voz cantante, ¿no?
—Bueno, Stanbury es… era su casa, y…
—Ya, pero Ricarda no era su hija. Me sorprende que se inmiscuyera en algo tan ajeno a su incumbencia.
—Ella era así. Todo le parecía de su incumbencia —dijo Jessica, horrorizada al darse cuenta de que estaban hablando en pasado. Hacía apenas unas horas había estado con ella, y ahora el es se había convertido en era.
—¿Quién es el joven enamorado?
—No lo conocemos.
El superintendente volvió a arquear una ceja.
—¿Ah, no?
—Las cosas se habían complicado. Tanto que ella se negó a revelarnos el nombre de su chico.
Norman la observó con sus astutos ojillos.
—Así que al fin y al cabo ustedes no eran un simple grupo de amigos que pasaban las vacaciones en feliz armonía, ¿no es así?
Ella se limitó a suspirar quedamente.
—¿Cree que Ricarda estará ahora con su novio?
—Sí, lo creo.
—Pues tendremos que encontrarlos. Tarde o temprano deberá saber que… —No concluyó la frase.
«Que su padre está muerto», pensó Jessica, y creyó que iba a desmayarse. Se sujetó al brazo del sillón.
El superintendente no le quitaba ojo.
—¿Se encuentra bien? ¿Quiere que avise al médico?
Ella logró recuperarse.
—No, gracias, ya estoy mejor.
—Se ha puesto usted blanca.
Ella se pasó la mano por la frente. Estaba empapada.
—Yo… todo este asunto…
Él la miró con verdadera amabilidad.
—Es terrible. Una pesadilla. Estoy admirado de cómo logra mantener usted la calma.
«No creo que pueda aguantar mucho más», pensó ella.
—Veamos —continuó Norman—. Dice que salió usted de casa hacia las diez, y que a esa hora Ricarda ya no estaba aquí. ¿Qué me dice del señor Roth, de Leon?
Ella intentó recordar.
—Hum… me temo que nada. La verdad es que no lo vi, pero no podría decirle si el coche aún estaba aquí o no. Lo lamento, no me fijé.
—A ver, ¿recuerda haber visto a alguien antes de salir? ¿Habló con alguien?
Había estado en el comedor hojeando las memorias de Kevin McGowan y luego, al disponerse a salir para dar su paseo, en el recibidor…
—Con Patricia —respondió—. Estaba en el recibidor cuando yo me marchaba. Hablaba con Steve, el jardinero que viene de vez en cuando.
—¿Cómo se apellida Steve?
No tenía ni idea. Steve era Steve, y punto.
Norman no le dio importancia.
—No pasa nada, ya me enteraré. El caso es que ese Steve ha venido aquí esta mañana para ocuparse del jardín, ¿no?
—Supongo que sí. Yo… —Miró por la ventana y reparó en cuánto había cambiado el jardín—. El césped —dijo entonces—. Detrás de la casa está perfectamente segado. Seguramente lo hizo Steve.
—Lo comprobaremos. Bueno, la señora Roth y Steve estaban en el recibidor. ¿Alguien más?
Ella tragó saliva. La última vez que lo había visto con vida.
—Mi marido bajaba la escalera en ese momento.
—¿Habló con él?
—Sí, por supuesto —contestó. Aquella última noche habían dormido separados por primera vez desde el día de su boda. Ella no sabía qué iba a pasar con su matrimonio; Alexander la había disgustado, contrariado, decepcionado. Y ella había preferido esquivarlo, no hablar con él. Ahora ya no podría hacerlo. «Lloraré. En algún momento romperé en llanto y no pararé. Pero ahora no. Por favor, todavía no», pensó—. Estaba preocupado por Ricarda. No sabía cómo actuar. Yo le dije que, después de lo ocurrido la noche anterior, ella debía de haberse escapado a ver a su novio. Le aconsejé que la dejara tranquila y que no fuera a buscarla. Que seguramente necesitaba estar sola.
—¿Y entonces? —la instó Norman al ver que se quedaba callada, y pudo ver la desesperación en sus ojos cuando respondió:
—Entonces me fui. El superintendente era un hombre sensible e intuitivo.
—¿Se habían enfadado por el asunto del diario?
—Bueno, yo me sentía más bien… disgustada —dijo Jessica—. Había descubierto una faceta de mi marido que desconocía y que no encajaba con la imagen que tenía de él hasta el momento. No me hacía a la idea. Quería estar sola.
—¿No comentaron nada más?
—No. Luego me fui y cuando volví… —Contuvo un sollozo.
—Estuvo mucho rato paseando, ¿no? —dijo Norman, haciendo cuentas—. Usted misma dijo que entre su llegada a la casa y su llamada a la policía no debió de pasar más de media hora, lo cual sitúa su vuelta hacia las dos de la tarde. Así pues, ¿se pasó cuatro horas paseando?
—Sí, en mi caso no es extraño. Suelo caminar varios kilómetros al día. Y si encima estoy alterada, como hoy… Bueno, quería pensar, calmarme. Y no reparé en el tiempo.
—Entiendo. ¿Con quién más habló usted esta mañana?
—Con Tim. El señor Burkhard. A primera hora.
—¿A qué hora?
—Pues… a las ocho y pico, más o menos.
—¿Dónde?
—Junto a la puerta del comedor, la que da al jardín. Yo volvía de dar un paseo y…
—¿Cómo? ¿A esas horas ya había dado otro paseo?
—Sí, por la mañana temprano. Con mi perro. No podía dormir.
Norman no pudo evitar pensar en su médico de cabecera: siempre le decía que pasear era muy sano, pero a él le aburría una barbaridad. Suspiró.
—De acuerdo. Se encontró con el señor Burkhard. ¿Y entonces?
—Tim estaba un poco… un poco molesto. Nadie había preparado el desayuno, y la mesa ni siquiera estaba puesta. Además, me dijo que había perdido unas notas. No, más bien unos textos que había escrito en el ordenador y luego impreso. Es… era psiquiatra, y pasaba muchas horas en su habitación, trabajando en su tesis doctoral.
—¿Estaba preocupado?
Ella se encogió de hombros.
—Estaba de mal humor, desde luego, pero yo lo dejé ahí plantado.
—¿No le gustaba el señor Burkhard?
—No.
—¿Por qué?
—Me parecía un impertinente. Quizá sólo fuera deformación profesional, pero se pasaba la vida analizándome, y a mí no me gustaba compartir mis problemas con él.
—¿Tiene usted problemas?
—Todos los tenemos, ¿no?
—¿Diría que su matrimonio iba bien?
—Sí.
—¿Y sus relaciones con el resto del grupo?
Dudó un poco antes de responder.
—Éramos amigos, aunque a veces tenía la sensación de que estábamos demasiado cerca unos de otros. Yo diría que nos faltaba un poco de aire y libertad. Pero en general nos llevábamos bien.
—¿Patricia Roth era su amiga?
—No.
Su respuesta sonó demasiado rápida y cortante.
—¿Le caía mal?
—Me resultaba agobiante. Le encantaba controlar todo lo que sucedía en la casa y no admitía que a algunos nos gustara pasar momentos a solas. A partir de ahí surgían los problemas. Pero tampoco puedo decir que me cayera mal.
—Hum… —El policía parecía desconcertado, y Jessica pensó que no era para menos.
—¿Se le ocurre quién puede haber hecho esto? —le preguntó tras una pausa.
—Pues…
Jessica tuvo la desagradable sensación de que Norman no iba a decirle toda la verdad.
—De momento ando un poco a tientas —respondió al fin—. Para serle sincero, nunca había tenido un caso tan extraño en toda mi vida profesional. Una carnicería… —añadió moviendo la cabeza.
—El asesino tiene que ser un demente —opinó Jessica—, porque está claro que no hay ningún motivo para hacer esto. Además, parece que no se han llevado nada. Es tan absurdo… Dos niñas pequeñas…
—Lo que a unos les parece absurdo puede tener mucha lógica para otros. Está claro que el asesino o asesina tenía un motivo.
—Por el amor de Dios, ¿qué puede haber motivado todo esto?
—Si lo supiera, señora, ya tendría al culpable.
—¿Hay por aquí algún manicomio? ¿O alguna cárcel? Quizá alguien se haya escapado y…
—Señora Wahlberg, no quisiera ponerla nerviosa pero… Admito que podemos encontrarnos ante un asesino que rompa todas las pautas, pero si algo he aprendido como policía es que, exceptuando los casos de mujeres violadas en los parques, o de los robos con homicidio cometidos en garajes, en la mayoría de los casos el asesino suele pertenecer a la familia de la víctima o a su círculo de amigos o conocidos. En este tipo de crímenes, las víctimas escogidas al azar pueden contarse con los dedos. Siempre hay una historia previa, y ése es el móvil que conduce a la tragedia.
A Jessica se le hizo un nudo en la garganta. Intentó hablar con voz normal pero apenas logró emitir un susurro.
—¿Está… está diciendo que fue uno de nosotros?
—Estoy intentando barajar todas las posibilidades. De ahí que no pueda excluir ninguna opción.
Jessica volvió a tener la sensación de que no estaba siéndole del todo sincero, pero se sentía demasiado cansada y deprimida para seguir preguntando. Además, tampoco le habría servido de mucho… Tenía la boca reseca y quería estar a solas, encerrarse en su habitación y meterse en la cama. Necesitaba tiempo para asimilar lo que había pasado. Necesitaba llorar.
—Como comprenderá, no puede usted quedarse en esta casa —le dijo Norman—. La policía científica tardará en tomar todas las huellas y marcharse de aquí, así que le buscaremos un hotel.
—Me gustaría volver a Alemania lo antes posible. Quiero que mi marido sea enterrado allí y…
—Lamento decirle que las cosas irán bastante lentas.
Ella arrugó el entrecejo.
—Estoy embarazada de tres meses —le dijo—. Necesito ver a mi ginecólogo, pasar por los controles habituales… ¡Tengo que volver a Alemania!
Los ojos del policía reflejaron compasión.
—La entiendo perfectamente —respondió—, pero al menos podrá quedarse el tiempo que tenía previsto para sus vacaciones, ¿no?
—Hasta finales de semana. Nuestro avión sale el domingo.
—Bien. Y ahora… —Titubeó un poco—. Tenemos que tomarle las huellas dactilares. Pura rutina —se apresuró a añadir—. Necesitamos las huellas de todos.
Ella asintió. Le daba igual. Le escocían los ojos y quería marcharse de una vez.
Llamaron a la puerta y se asomó la policía rubia que le había informado de la muerte de Alexander.
—Creo que ya puede hablar con la señora Burkhard, señor.
Norman se levantó de inmediato.
—Voy.
En ese mismo momento se oyó un repentino jaleo en el recibidor. Voces exaltadas y un policía que exigía a alguien que se identificara.
—¿Identificarme para entrar en mi propia casa? ¡Esto es el colmo!
Leon apartó a la policía rubia y entró en el comedor. Vio a Jessica y exclamó:
—¿Qué cojones está pasando? ¿Qué hace aquí toda esta gente?
Jessica se cubrió el rostro con las manos y se volvió. Que fuera el superintendente Norman quien respondiera sus preguntas.