11

Leon se había ido a vivir a uno de esos horribles bloques de pisos con aspecto de colmena en los que es imposible conseguir algo de intimidad y prácticamente imposible recibir un poco de sol. El edificio tenía una zona verde en el frente, pero con señales de prohibido pisar el césped, y los niños jugaban sobre el asfalto, justo delante del aparcamiento, lo cual no parecía estar prohibido. Jessica, que se encontraba en el sendero de losas que conducía a la entrada, tuvo que apoyar la cabeza en la nuca para lograr ver hasta el último piso. Sobre el tejado plano, el cielo se veía muy azul, lo cual aportaba una pizca de encanto a la anodina y seca construcción de hormigón. Cuando hiciera mal tiempo debía de resultar de lo más desalentadora.

«En fin, quizá sea lo que Leon necesita —pensó—. Una incursión en el anonimato, la reducción del concepto “hogar” a un lugar para dormir y un techo que proteja de la lluvia. La reducción de la vida a su punto cero para así empezar de nuevo».

Eran las seis y media de la tarde. El aire era suave y había mucha luz. Tras pasarse todo el día en la consulta, ordenando papeles y preparando la apertura de la semana siguiente, Jessica habría preferido estar ahora en su jardín. Pero había prometido a Leon pasar a ver su piso, y no tenía sentido seguir aplazando la visita. De todos modos, había dejado a Barney en casa. Así tendría una excusa para marcharse cuando fuese hora de sacarlo a dar su paseo.

Leon contestó al timbre de inmediato, como si hubiese estado esperándola junto al interfono. Estaba solo. Había perdido a su familia.

—Estoy en el cuarto piso —dijo—. Te aconsejo que cojas el ascensor.

Cuando llegó al cuarto lo encontró esperando en el rellano. Se había afeitado, por fin, e incluso parecía haber ido a la peluquería. Llevaba tejanos, camisa blanca y zapatillas blancas. No parecía haber estado bebiendo, y tenía tan buen aspecto que Jessica pensó que no seguiría solo mucho tiempo. «Las mujeres se volverán locas por él —se dijo—, y en cuanto haya superado el luto encontrará a alguien».

Él la abrazó y le dijo cuánto se alegraba de verla. Parecía feliz, la verdad, y Jessica sintió algo de vergüenza al recordar la pereza con que había acudido a la cita. «Leon era uno de los mejores amigos de Alexander. Mi marido habría querido que me ocupara de él», pensó.

La hizo pasar y ella le dio la botella de vino que había traído.

—No es muy original, pero me he pasado todo el día en la consulta y no he tenido tiempo para…

—No importa, me encanta este vino. Y sobre todo me encanta que estés aquí. ¿Has vuelto a trabajar? ¡Me parece perfecto! —Tomó aire y continuó—: Bueno, aquí tienes mi nuevo imperio.

El piso debía de ser idéntico al resto de pisos de una habitación del edificio, con la diferencia de que éste estaba lleno de cajas por abrir y desempaquetar. Había una sala separada de la cocina por una pequeña barra americana, y una minúscula y oscura habitación con ventana encarada al norte y en la que se intuía el espacio justo para una cama y un armario.

—Aquí es donde duermo —dijo Leon—, y… bueno, en el resto de la casa es donde vivo.

Se había deshecho de casi todos sus antiguos muebles. En la sala había una mesa recién comprada en Ikea, con las sillas a juego («Nuestra antigua mesa habría ocupado casi toda la habitación», comentó Leon), y en la esquina dos sillones que se habían salvado de la quema y una mesilla que Jessica también recordaba de la otra casa, como complemento del mobiliario que Patricia había escogido para el precioso invernadero. Reconoció asimismo una lámpara de pie, dos cuadros en las paredes y un jarrón en el alféizar de la ventana. En la barra de la cocina había unas figuritas de plastilina, probablemente modeladas por Diane y Sophie en el colegio, la única muestra física de que aquel hombre había tenido una vez una familia.

A un lado de la barra había una puerta que daba al balcón. En él, una pequeña mesa lacada de blanco, dos sillas de plástico y una maceta con una extraña planta enredadera. El sol no se ponía por aquel lado, pero la vista de la ciudad no estaba mal y ya olía a brisa veraniega.

—Sudoeste —dijo Leon—. Durante el día tengo algo de sol, pero da igual porque casi no salgo al balcón. Siéntate. ¿Champán? —Trajo copas y una botella muy fría—. Tenemos algo por lo que brindar. He encontrado trabajo en un bufete. Empiezo el primero de agosto, y eso me dará un respiro económico.

—¡Me alegro! —dijo Jessica, encantada y también aliviada—. Desde luego es un buen motivo para brindar.

Entrechocaron las copas. Ella apenas podía creer la energía que irradiaba Leon y lo rejuvenecido que se veía.

—Parece que el trabajo nuevo te ha dado alas —le dijo.

—Sí, y también el piso. Estas últimas semanas lo he pasado fatal. Bueno, ya me viste. Me costó una barbaridad vaciar la casa. Fue un infierno. —Meneó la cabeza y se pasó la mano por la cara—. Empezaba los días con alcohol y los terminaba con alcohol. Sólo de ese modo logré superar esa etapa negra.

—Es normal. Tú…

—Pero ahora estoy mejor —enfatizó—. Ahora que me he librado de la casa estoy mucho mejor. Me siento como si volviera a tener veinte años y regresara al punto en que dejé de tomar mis propias decisiones. Se me ha concedido una segunda oportunidad.

Ella bebió un sorbo de su copa y sintió un leve escalofrío, pero lo disimuló. No quería que la cosa fuera a más.

—Pues tienes mucho mejor aspecto —observó.

—Lo dicho —comenzó él, pero Jessica lo interrumpió:

—Sí, lo sé, te sientes mucho mejor.

Hubo un breve silencio y Leon dijo:

—Ya no tengo arritmias.

—¿Las tenías?

—Cada vez más a menudo y más fuertes, durante los últimos años. La verdad, me preocupaba. Temía sufrir un infarto y morirme, y te aseguro que ese pensamiento no me hacía nada bien. Y menos teniendo en cuenta que siempre he llevado una vida de lo más sana: no tengo problemas de peso, no fumo y, cuando no acaban de cargarse a toda mi familia, tampoco suelo beber. Pero el estrés… —Respiró hondo—. Lo padecí desde que me casé con Patricia… Fue un matrimonio infeliz, una presión que no dejaba de atormentarme. Ahora me siento como si me hubieran quitado ese peso y mi corazón volviese a latir con normalidad.

Jessica le puso la mano en el brazo y le dijo:

—Te comprendo. —Pero no era del todo cierto, y sintió que el escalofrío de antes crecía en su interior—. Te comprendo, pero creo que… que no deberías hablar así con nadie más.

—¿Por qué no?

—Porque… porque suena extraño. Tu mujer y tus hijas han sido brutalmente asesinadas y tú pareces… no sé, aliviado. Yo puedo entenderte, pero… —No acabó la frase.

—Bueno, en realidad no hablo con nadie sobre estas cosas —dijo Leon—. Mis mejores amigos han muerto. No tengo a nadie con quien hablar.

—Perdona —le dijo Jessica.

Él se levantó y dijo:

—¿Qué tal si sigues con el champán y disfrutas del atardecer? Voy a preparar la cena.

—¿Cómo? ¡Por mí no hace falta que prepares nada!

—¡Pero si ya está todo listo! Vamos, ahora tienes que quedarte —dijo, y sonrió.

Antes de dirigirse a la cocina le dio un apretón en el hombro.

Jessica no tenía ni idea de que Leon supiese cocinar. Por lo que Patricia comentaba, era ella la que se ocupaba de alimentar sanamente a la familia, con esa disciplina suya tan propia: alimentos bajos en grasas, ricos en proteínas y siempre naturales… Ella nunca se quejaba de Leon, pero tampoco daba a entender que supiera arreglárselas en la cocina. Y ahí estaba ahora, sacando un manjar tras otro con la naturalidad y como quien no quiere la cosa, y Jessica, que con sus afanes en la consulta se había olvidado de la comida, se dio cuenta de que estaba hambrienta.

Comió con verdadera gula hasta quedar ahíta, y tras el postre se reclinó en la silla y lanzó un sonoro suspiro.

—Por Dios, Leon, estaba todo buenísimo. Si me haces probar un solo bocado más me pasaré tres días aletargada. ¿Por qué no dijiste nunca que eras tan buen cocinero?

—Vamos, aún queda algo de queso. ¡No puedes irte sin probarlo!

—¡Ten cuidado! —repuso ella entre risas—. ¡Al final ni siquiera tendré fuerzas para levantarme y no podrás librarte de mí!

Él también rió. Había puesto unas velas en la mesa del balcón y con aquella escasa luz Jessica no distinguía bien su cara, pero sí vio el brillo de sus ojos.

—¿Y por qué iba a querer librarme de ti? —replicó.

El tono de la pregunta la sorprendió un poco, pero se esforzó por responder como quien no quiere la cosa:

—Porque es un piso demasiado pequeño para que se quede a dormir alguien más. —Vio que él abría la boca y se apresuró a añadir—: Además, Barney está solo en casa y tengo que sacarlo a dar su paseo. No podré quedarme mucho más.

—Lo has dejado en casa a propósito, ¿verdad? Ya me lo temía. —Intentó servirle más vino, pero ella rehusó.

—¿Qué quieres decir con «a propósito»?

—Para no caer en la tentación de quedarte a pasar la noche aquí.

—Aunque lo hubiera traído no habría tenido esa tentación.

—¿No?

—No. —Cogió su bolso—. Creo que es hora de…

—¿Nunca te han dicho que es de mala educación marcharse de una casa justo después de comer?

—Leon, yo… —Quería irse.

De pronto tenía la sensación de que formaba parte de un plan perfectamente ideado: la invitación, la cena, las velas, el champán, aquel hombre tan atractivo que de pronto no tenía nada que ver con el Leon de antes. Un hombre que de pronto quería empezar otra vida, con demasiadas prisas, demasiado empeño, de un modo demasiado radical, aunque también con todo derecho, porque cada momento que pasara estancado en su antigua vida podía hacer tambalear los cimientos de la supervivencia que empezaba a construirse con gran esfuerzo.

—Jessica —dijo—. Deja que te sea sincero. Últimamente he pensado mucho en nosotros. Estamos unidos por el mismo destino. Perdimos a nuestros seres queridos de un modo terrible, y ahora tenemos que esforzarnos por levantar nuestras vidas a partir de esas cenizas. Somos demasiado jóvenes para pasar solos el resto de nuestras vidas, pero jamás lograremos encontrar a alguien que nos comprenda totalmente y que sepa lo duro que ha sido todo esto. Nos ha ocurrido algo absolutamente anormal. He intentado explicártelo en varias ocasiones, ¿recuerdas? Me refiero a que la gente normal puede tener problemas económicos, o conflictos con sus hijos o sus parejas, pero ¿a quién conoces que haya vivido un trauma semejante? En cierto modo, aquel macabro día en Stanbury nos colocó fuera de la sociedad. Ya no somos los que fuimos, y tampoco estamos en el mismo lugar que la gente corriente.

Ella sabía que Leon tenía parte de razón, pero se negaba a admitir todo lo que estaba dibujándole con sombríos trazos negros. El doctor Wilbert le había dicho que ella también era una víctima, pero Jessica sólo lo admitiría en caso de que no lograra reintegrarse a la vida normal. No tenía ninguna intención de considerarse inevitable y fatalmente distinta del resto de la humanidad. No sólo por el hijo que esperaba, sino también por ella misma, por su propia necesidad de sobrevivir.

Se levantó, y Leon la imitó, de tal modo que bloqueaba la puerta del balcón. Ella abrazó su bolso como una tímida estudiante que no sabe qué hacer con las manos.

—Creo que cada uno de nosotros tiene un modo diferente de enfrentarse a esto —le dijo—. No es que uno lo haga bien y el otro mal. Es sólo que somos distintos. No intentes convencerme con tus teorías, Leon, yo he de encontrar las mías.

—No pretendía convencerte de nada. Es sólo que… pensaba que se trataba de hechos, que yo los enunciaba y que de ahí surgían perspectivas para ambos; para… bueno, estoy diciendo tonterías, ¿no? —Sacudió la cabeza como si quisiera librarse de sus propios pensamientos—. Sólo quería decirte que me gustas mucho, Jessica, y que me agradaría andar a tu lado en esta nueva vida que hemos de empezar. ¿No podríamos intentarlo juntos?

La miró con ojos esperanzados, y el silencio de ambos se llenó también de una repentina calma en el resto del edificio; lo único que escuchaban era su propia respiración. Hasta que se oyó la voz de un hombre en algún piso, y luego la de otro. Alguien rió, un perro ladró, y la sensación de que estaban solos en el mundo se disolvió en el aire.

Jessica consideró que no podía marcharse sin decir algo.

—Mira, Leon, creo que estás precipitándote. Acabas de conseguir un trabajo, tienes piso nuevo y… y ahora piensas que también debes encontrar a toda prisa una nueva compañera. Pero sólo han pasado cuatro semanas desde que… Acabas de decir que me consideras la persona más adecuada para compartir tu vida, pero quizá sólo se deba a que no conoces a nadie más y de hecho no estás preparado para empezar nuevas relaciones. ¿No crees que…?

—No —la interrumpió él—; las cosas no son tan sencillas. Hace mucho tiempo que… Aun en vida de Patricia no podía evitar mirarte sin imaginarme cómo sería… —dudó.

«¡No lo digas, por favor, no lo digas!»

—… sin imaginarme cómo sería estar contigo. Acariciarte, abrazarte, besarte… —Levantó las manos como excusándose—. Bueno, ahora ya lo sabes. No ha sido necesario que Patricia y Alexander murieran para que yo sintiera todo esto por ti.

Jessica tuvo que hacer un esfuerzo para superar su perplejidad.

—Pero… pero yo nunca noté nada —musitó al fin, y pensó: «¡Qué comentario más idiota! ¡Esto no es lo que quería decir!»

—Claro, me esforcé muchísimo para que no lo notaras. Al fin y al cabo, no tenía la menor posibilidad de que mis deseos se hicieran realidad. Yo estaba casado y tú también. Y tu marido era uno de mis mejores amigos. No llevabais mucho tiempo juntos y todavía parecíais felices. Aunque me hubiera divorciado, ¿cómo iba a pretender que tú hicieras lo mismo por mí? ¿Cómo iba a atreverme a soñarlo siquiera?

—Patricia te hacía muy infeliz, ¿no?

—Ya te lo he dicho muchas veces.

—Sí, bueno, pero no pensaba que…

—Odiaba mi vida con ella —dijo Leon casi con indiferencia, como si estuviera constatando un hecho de lo más normal—. Odiaba cada minuto. Creo que hasta la odiaba a ella. Pero estaban las niñas, la vida de cada día. Me parecía imposible romper con todo. Al final siempre me las arreglaba para seguir adelante. Me consolaba diciéndome que la gente que me rodeaba tampoco era feliz en sus matrimonios. Sólo tenía que observar a mis amigos: Tim y Evelin eran un absoluto desastre, y Elena y Alexander no iban a durar. Así que lo mío con Patricia sólo era una chapuza más. Algo normal en nuestra sociedad.

—Entiendo —dijo Jessica. Quería pedirle que la dejara marchar, pero por alguna razón no encontraba las palabras adecuadas.

—Y entonces apareciste tú en la vida de Alexander. Una mujer diferente de las demás. No eras depresiva o neurótica como Evelin, ni perfeccionista y dominante como Patricia, ni mundana e impredecible como Elena. Eras… bueno, sencillamente tenías los pies en la tierra. Eras recta y sincera. Me pareces una persona extremadamente franca, bondadosa y abierta, además de muy independiente. Cuando te vi, pensé que Alexander había encontrado a la mujer ideal. Y envidié su suerte. —Hizo una pausa—. Y pensé que a tu lado yo también lo conseguiría —añadió.

—¿Conseguir qué? —preguntó ella impulsivamente, aunque en realidad quería que esa extraña conversación acabase de una vez.

—Vivir —contestó él—. Pensé que con una mujer como tú conseguiría vivir la vida. Volver a empezar. Trabajo. Familia. Todo.

—Leon, creo que estás idealizando…

—Además, me pareces muy atractiva. Mucho. En Stanbury me era imposible sentarme delante de ti sin… —La miró, esperando una reacción suya, pero Jessica sólo bajó la cabeza—. Bueno… sin pensar en cómo sería hacer el amor contigo —concluyó con un hilo de voz.

—Dios mío…

—Ya ves —dijo él.

Prefirió no mirarlo a la cara, temerosa de que Je leyese el pensamiento. La desconfianza que había empezado a sentir días atrás (o quizá semanas, no sabría precisarlo) se avivó como un fuego al que acaban de echarle combustible. Era la duda de siempre: ¿Hasta qué punto se había sentido Leon desesperado? ¿Qué grado de ansiedad había alcanzado? Y ahora se añadían más interrogantes: ¿Cuánto se había enamorado de la mujer de su amigo? ¿Con qué intensidad creía que con ella lograría enderezar su vida? ¿Había pensado alguna vez que su sueño sólo podría cumplirse si Patricia y Alexander desaparecían? ¿Podría haber llegado tan lejos como para también acabar con la vida de sus dos pequeñas, y de paso con la de Tim, a quien debía un dinero que quizá nunca habría podido devolver? De ser así, Evelin se había salvado de milagro; a menos que Leon hubiera planeado hacerla aparecer como culpable. Sin embargo, desde el primer momento achacaba los asesinatos a Phillip Bowen, y no había cambiado de opinión.

Suspiró, desconcertada y exhausta. ¿Por qué la policía tardaba tanto en encontrar al verdadero culpable? ¿Por qué no llegaban a una conclusión que acabara con la especulación y las sospechas? ¿Por qué tenía que salirle Leon con una declaración de amor? ¿Por qué tenía que ser todo cada vez más complicado y confuso?

—Quiero irme a casa —dijo—. Lo siento, Leon, pero esta noche no puedo contestarte. Estoy demasiado sorprendida y pienso que todo está yendo demasiado rápido… Todavía no estoy preparada para otra relación. Necesito tiempo.

—Claro, lo comprendo. —Pero en realidad no parecía comprenderlo, ni dispuesto a esperar a que ella tomase una decisión—. ¿Te parece bien si nos llamamos?

—Sí, claro. —Tuvo que rozar su cuerpo para volver a la sala—. Ya te llamaré yo.

Él forzó una sonrisa.

—Lo cual quiere decir básicamente que prefieres que no te llame, ¿no?

Despedirse de él con un apretón de manos habría sido una tontería, así que le plantó un beso en la mejilla, tan furtivo que era imposible malinterpretarlo.

—Dame tiempo, ¿quieres? ¡Y gracias por la cena!

Ni siquiera esperó al ascensor. Bajó la escalera a toda prisa y no respiró tranquila hasta que pisó la calle.

Sólo entonces recordó que le habría gustado volver a hablar de Marc.