5
Se llamaba Geraldine Roselaugh; un nombre que hasta ella misma consideraba teatral. Pero su físico lograba darle sentido y ponerla a la altura. Era imposible que alguien pasara por su lado sin darse la vuelta para admirarla. Tenía el pelo negro azabache, largo hasta la cintura, y unos brillantes ojos verdes algo caídos hacia los lados. Sus pómulos elevados conferían cierta ternura a su pálido rostro, y sus labios carnosos le daban un toque de sensualidad. Sus medidas eran perfectas, y su agenda, como el de toda modelo, estaba llena a rebosar. Tenía veinticinco años y sabía que podía salir cada tarde con un hombre diferente, interesante y rico, y beber champán y dejarse mimar.
La pregunta era por qué no podía librarse de las garras de Phillip Bowen y de la fatal atracción que sentía por él. Sobre todo teniendo en cuenta lo poco que él se esforzaba por cuidar su relación.
Phillip era el único culpable de que Geraldine estuviera allí aquella tarde de abril, poco antes de Semana Santa, en el pequeño bar del Fox and Lamb, un hotelito al oeste de Yorkshire, esperándolo. Últimamente no hacía otra cosa que esperar. A veces tenía la sensación de que —más allá del estrés que le provocaba su trabajo— su vida no consistía en otra cosa que esperar a Phillip Bowen.
Antes de aquel viaje ni siquiera había oído hablar del pueblo de Stanbury, y jamás había estado en el condado de Yorkshire. Su trabajo la había llevado a diferentes metrópolis europeas, incluso a Nueva York, y las vacaciones las pasaba siempre en el sur, en algún lugar con playas de arena blanca, palmeras y cielo azul. También había estado una vez en Escocia, que la enamoró por su magnificencia, y había descubierto muchos lugares de un romanticismo solitario y salvaje. Pero Yorkshire…
Stanbury, aquel pueblecito minúsculo, estaba a un tiro de piedra de Haworth, el lugar que se había hecho célebre por haber visto nacer a las hermanas Brontë. Los turistas podían visitar la casa donde vivieron, y, tal como aconsejaba la guía turística, dar un paseo junto al pantano que había cerca de allí y conducía hasta las ruinas del caserón Top Within, supuesta inspiración de la archifamosa Cumbres borrascosas. Geraldine tenía pensado dar aquel paseo esa misma tarde, y Phillip había prometido que la acompañaría. Hacía una hora que tenía que haber vuelto. Había querido ir una vez más a Stanbury House y, por supuesto, se retrasaba. Como siempre.
Ella, cansada de esperarlo en la habitación, había bajado al bar, donde al mediodía servían un bufete libre. En una mesa de la esquina había una familia: cuatro niños insoportables y sus pobres y desesperados padres, que intentaban olvidarse por unos segundos de sus hijos y decidir qué iban a pedir para comer, pero sin lograrlo. La madre, pálida y agotada, parecía dispuesta a vender su alma al diablo por volver a aquella etapa de su vida en que su marido y ella estaban solos y no habían sido bendecidos con aquella tropa de malvados retoños. Geraldine, en cambio, pensó que ella lo daría todo por encontrarse en la situación de aquella mujer.
Siempre había tenido claro que quería formar una familia. De hecho siempre había aspirado a llevar una vida de lo más aburguesada. Tenía dieciséis años cuando la descubrieron y lanzaron al mundo de la moda, pero ella nunca dejó de tener los pies en la tierra ni olvidó que sólo podría dedicarse a aquélla profesión durante unos años. La carrera de modelo es una de las más cortas que existen, y Geraldine siempre había pensado que al cumplir los treinta estaría casada y sería madre de dos niños. Pero a esas alturas parecía que nada iba a ser según lo previsto.
Bebió un trago del agua que había pedido, sin dejar de lanzar miradas hacia la puerta con la esperanza de que Phillip apareciera. Nada. El aroma que le llegaba del bufete era muy tentador, pero se esforzó en no pensar en la comida. Su cuerpo era su herramienta de trabajo, y, si lograba mantenerse firme durante el día, quizá aquella noche pudiera ir a cenar a algún sitio romántico con Phillip, e incluso beber un vaso de vino y hablar un poco sobre el futuro. Además, tenía pensado recordarle que había renunciado a una lucrativa oferta en Roma por ese viaje a Yorkshire, y que por su culpa se había peleado con su agente y…
Se interrumpió y esbozó una triste sonrisa. Si le dijera eso, Phillip podría responderle que él no le había pedido que lo acompañara. Lo cual era cierto. Había sido ella, y sólo ella, la que se había sentido incapaz de dejarlo marchar solo. Y esta vez Lucy, su amiga y agente, se había enfadado de verdad.
—¡No puedes permitírtelo! —había gritado, dando un golpe en la mesa con la palma de la mano—. No eres una estrella, ¿acaso tengo que recordártelo? No eres más que una modelo de fotos; bastante bien pagada, por cierto, pero eso es todo. ¡Y tienes veinticinco años! Ya has cruzado el ecuador de tu carrera, cariño. Tendrías que pasarte los próximos dos o tres años, en los que aún tendrás abierto el grifo de este trabajo, concentrada en conseguir un buen colchón económico para el futuro. ¡Claro que eso en tu caso parece imposible, porque eres tú quien mantiene a ese tío!
Lucy nunca le había hablado en aquel tono, pero era evidente que no estaba diciéndole nada nuevo. Geraldine sabía que su amiga tenía razón. Nunca había intentado engañarse a sí misma.
—Pero es que no puedo evitarlo, Lucy —había musitado—. Necesito estar cerca de él. Lo necesito. Es muy importante para mí.
—¡Pero es que no ha hecho más que decepcionarte desde que lo conoces!
—Algún día…
—¿… cambiará? ¡Eso no te lo crees ni tú! ¡Ya ha cumplido los cuarenta! No es un adolescente de esos que hacen el loco durante una etapa y después recuperan la cordura. Este tío es así, querida, está un poco tocado, ¡y seguirá estándolo!
Pese a todo, ella se marchó con él a Yorkshire, por supuesto, aunque sabía que era un error y en el fondo reconocía que Phillip era exactamente lo opuesto de lo que ella pedía al futuro, es decir, esa familia con cuatro hijos que estaba sentada a la mesa del rincón.
«Debería levantarme —pensó—, ir a la habitación, recoger mis cosas y volver a Londres. Vivir mi propia vida y olvidar a este hombre».
Justo en ese momento se abrió la puerta y Phillip entró en el local.
Su pelo oscuro estaba alborotado por el viento, y arrastraba consigo un olor a sol y tierra que le sentaba mejor que el de tabaco que solía acompañarlo a todas partes. Llevaba tejanos y un jersey azul marino de cuello alto, y Geraldine se sintió de pronto algo incómoda con su atrevido y elegante vestido de cuero.
Él echó una ojeada al bar, la vio y se dirigió hacia ella.
—Llego tarde. Lo siento. —Se sentó y señaló el vaso de agua—. ¿Ésta va a ser toda tu comida, otra vez?
—Comida y desayuno, sí.
—¡Pues ten cuidado, no vayas a engordar! —Miró hacia el bufete—. ¿Te molesta si tomo algo?
—Esperaba que saliéramos a cenar juntos.
—Una cosa no quita la otra. Es que me apetece picar algo.
Se levantó y se dirigió al bufete. Ella lo miró y se preguntó a qué podía deberse la fatal atracción que ejercía sobre ella. Al fin y al cabo, debía de haber algún motivo, ¿no? No podía ser sólo su físico, ya que en su profesión conocía continuamente a chicos guapos. Pero tampoco eran los clásicos valores espirituales y morales. Es decir, seguro que los tenía, pero no es que los manifestase demasiado. Solía comportarse con amabilidad, pero de una manera extraña e indiferente; sin implicarse. Sin complicarse. Geraldine sabía que él no había tenido una vida fácil, y a menudo intentaba convencerse de que ésa era la causa de su incapacidad para mantener una relación o establecer lazos de unión, pero ni ella misma se lo creía. Quizá fuera simplemente que Phillip era el amor de su vida, y en cambio ella no era el amor de la vida de Phillip. Que él estaba cómodo a su lado porque era guapa e inteligente y estaba dispuesta a hacerlo todo por él, pero que no la amaba.
Al final resultaría sencillamente que no la amaba.
—Quizá tú tampoco lo amas —le había dicho Lucy en una ocasión—. Quizá sólo dependas sexualmente de él.
Ella lo había negado categóricamente, descartando de plano aquella posibilidad.
—Tonterías. Yo no soy así. Ya me conoces. ¿Me imaginas alucinando por irme a la cama con alguien?
—No hace falta que alucines. Sólo que dependas sexualmente de él.
En lo más profundo de su ser, y pese a que se negaba a aceptarlo y hacía siempre lo imposible por convencerse de lo contrario, Geraldine sabía que Lucy tenía razón. Su relación con Phillip se basaba principalmente en la sexualidad. Era adicta a estar en la cama con él. Era adicta incluso a esa indiferencia con que él la amaba. Nunca le faltaba el respeto, pero tampoco prestaba demasiada atención a sus necesidades. Era un acto de amor en el que él estaba tan lejos de ella como durante el resto del día. A veces, en los brevísimos momentos en que se atrevía a admitirlo, se preguntaba desesperadamente cómo era posible que deseara tanto algo que no era bello ni emocionante ni le aportaba felicidad, sino que, más bien al contrario, la hacía sentirse pura y llanamente utilizada.
¡Esto no es lo que quiero, no es lo que quiero, no es lo que quiero!
Phillip volvió a la mesa con una jarra de cerveza en una mano y un plato de arroz al curry en la otra.
—Te he traído un tenedor —le dijo—, por si quieres picar un poco.
Aquel gesto era tan sumamente atento para lo que la tenía acostumbrada que ella no pudo evitar ponerse alerta. Seguro que enseguida le diría algo desagradable.
—¿Qué sucede? —le preguntó, sin tocar el tenedor.
Phillip suspiró y empezó a comer con apetito, sin responder a su pregunta.
—Esta tarde no podré ir contigo de paseo por los terrenos de las Brontë —le dijo al cabo—. Quiero hacer una visita a Patricia Roth.
—¡Pero ibas a hacerla mañana!
—Ya, bueno, he cambiado de opinión. Estoy demasiado nervioso para esperar. Además, el tiempo apremia. Si se niega a hablar conmigo, como imagino, tendré que empezar a mover otros hilos, y no quiero perder el tiempo.
En los últimos años Geraldine se había vuelto más susceptible, y aquellas palabras le formaron un nudo en la garganta.
—Perder el tiempo —repitió—. ¿Te parece que dar un paseo conmigo es perder el tiempo?
Él intentó acercarle a la boca una cucharada de arroz al curry, pero ella la rechazó.
—No, gracias. No tengo hambre. De verdad.
—He venido aquí por Stanbury House —dijo Phillip—. En cierto modo, todo lo que no tenga relación con ello es perder el tiempo. No tiene nada que ver contigo.
—Pero me lo prometiste.
—Fuiste tú quien insistió en venir, una y otra vez, hasta que al final te dije que sí para que no me agobiaras. Pero yo no quería. Además, puedes pasear sola perfectamente.
Las lágrimas se le agolparon en la garganta. Rogó ser capaz de contenerlas y no romper a llorar.
—¡He venido hasta aquí sólo por ti, no para pasear sola!
—Ya, pero yo no te he pedido que lo hicieras, ¡por Dios! —Empujó su plato aún medio lleno hacia el centro de la mesa, enfadado porque ella le había fastidiado la comida—. ¡Y haz el favor de no llorar! Te expliqué claramente por qué venía a Yorkshire y jamás te pedí que vinieras conmigo. Fuiste tú quien quiso acompañarme, así que no esperes que ahora cambie mis horarios por ti.
—Pero pensaba…
Él sacó un cigarrillo arrugado del bolsillo del pantalón.
—¿Sí?, ¿qué pensabas?
¿Qué había pensado? ¿Acaso había creído realmente que en Yorkshire se comportarían como una pareja feliz, o simplemente como una pareja? ¿Que darían paseos, irían de excursión, pasarían las tardes en bonitos restaurantes al calor de la chimenea y durante el día harían picnics a orillas de los lagos? ¿Que se amarían sobre la hierba? ¿Que verían rebaños de ovejas y contemplarían embelesados el cielo azul con pequeñas nubes blancas y olerían la hierba húmeda de rocío? ¿Que disfrutarían de una primavera inglesa con los sentimientos y las caricias a flor de piel? Sí, para ser sincera, eso era precisamente lo que había creído: que allí, lejos de Londres y del tumulto de la gran ciudad, sin coches ni autobuses ni gente empujándose por la calle ni olor a gasolina ni ruido, lejos de la horrible buhardilla en que vivía y de los bares con olor a tabaco en que solía pasar noches enteras, Phillip cambiaría.
En algún ingenuo recoveco de su cerebro se había imaginado realmente una especie de efecto curativo de la naturaleza. Deseaba creer que en Yorkshire él reconocería los verdaderos valores de la vida y se daría cuenta de que la existencia que llevaba hasta entonces acabaría por volverlo infeliz.
Pero, por supuesto, todo seguía como siempre, y ni el escenario del pantano ni la soledad lograrían cambiarlo lo más mínimo. Phillip era Phillip, y Geraldine era Geraldine. Y entre ellos todo seguiría igual.
Se levantó, porque de pronto sintió que al final no lograría contener las lágrimas.
—Entonces, ¿no te importa si me marcho? —le preguntó con un tono que sonó forzado y extraño hasta para ella misma—. Como iré sola de todos modos, no tiene mucho sentido que me quede aquí sentada y espere a que acabes. ¿Me dejas el coche?
La última pregunta era más bien retórica, porque el coche era suyo. Phillip no tenía. Si ella no se lo hubiera dejado, él habría tenido que ir en tren hasta Yorkshire. Y de hecho instalarse de un modo mucho más modesto, pues al fin y al cabo era ella quien pagaba la estancia en aquel pequeño y agradable hotel.
Lo peor era que él ni siquiera lo valoraba, y Geraldine lo sabía perfectamente.