13
Tuvieron que probar en tres restaurantes diferentes hasta dar, por fin, con una mesa libre. Leon, que estaba pálido y parecía nervioso, no dejaba de pasarse la mano por el pelo, como si no supiera qué hacer con ella.
—¿Por qué demonios hay tanta gente? —murmuró.
—Están de vacaciones. Semana Santa. Es lógico que aprovechen para salir.
Habían ido a parar a Haworth, a una posada de estilo victoriano no muy lejos de la casa en que vivieron y trabajaron las hermanas Brontë. Se llamaba Jane Eyre, y sus precios eran desorbitados. Leon se puso aún más pálido después de mirar la carta.
—¡Aquí te cobran sólo por respirar! Quizá deberíamos…
—Ni hablar —lo cortó Patricia, sacudiendo la cabeza—. Llevamos horas dando vueltas para encontrar una mesa, y ya estoy hasta el gorro. Nos quedamos aquí.
Pidieron y cenaron, y Leon estuvo más lacónico, y ensimismado que nunca. Al principio Patricia no lo notó, porque se obsesionó con hablar de Phillip Bowen, de su increíble comportamiento y de lo crudo que lo tendría si pretendía birlarle un solo ladrillo de Stanbury House. Por fin, cuando tomaron el café y ella echó un vistazo al reloj —eran casi las diez y media—, de pronto interrumpió su perorata y miró a Leon con extrañeza.
—Dime, ¿por qué hemos venido aquí esta noche? ¿He olvidado alguna fecha? No es nuestro aniversario de boda, ni el del día que nos conocimos, ni el cumpleaños de ninguna de las niñas… y además, tu aspecto es cualquier cosa menos festivo. ¿Qué pasa?
Era evidente que Leon no sabía por dónde empezar.
—Patricia… —dijo por fin, pero volvió a interrumpirse.
En ese momento ella se dio cuenta de que estaba intranquila, y de que su intranquilidad tenía mucho que ver con el miedo. En realidad llevaba horas —desde que Leon le propusiera salir a cenar— con una extraña sensación de temor. Estaba claro que su marido quería decirle algo, y que no era una buena noticia. Entonces, de pronto se le ocurrió lo peor y suplicó mentalmente: ¡Por favor, no eches a perder nuestro matrimonio! ¡No destroces nuestra familia! ¡Por favor, continúa fingiendo que todo va bien!
—¿Qué? —le preguntó, y sus manos sujetaron con fuerza la copa de vino, sin darse cuenta de que si seguía apretando acabaría rompiéndola.
Él cogió aire.
—Ha sucedido algo que ya no puedo seguir manteniendo en secreto —dijo—. Tienes que saberlo, porque va a cambiar muchas cosas en nuestra vida.
—¿Y bien?
—Los tiempos han cambiado —continuó él—. Hemos pasado muchos años felices y de prosperidad, pero ahora… —Volvió a respirar hondo—. Estoy en la ruina, Patricia. Tengo muchas deudas y no sé cómo demonios voy a poder saldarlas.
Al principio ella sintió un gran alivio. Había creído que le diría que su matrimonio era una farsa y le pediría el divorcio, pero sólo estaba hablando de dinero. Como suele suceder con las personas que nunca han tenido problemas económicos, para Patricia las cuestiones relacionadas con el dinero siempre podían solucionarse.
—Por Dios… —suspiró—. ¿Y has tenido que montar tanto teatro para decirme esto?
Leon también pareció aliviado: por fin había soltado la noticia que no lo dejaba vivir; por fin había superado aquel momento que había empezado a volverse insoportable y al que creía que jamás lograría enfrentarse. Ahora sólo faltaba que Patricia comprendiera lo delicado de la situación.
—No se trata de un apuro pasajero, Patricia —le dijo con tacto—. Eso creí yo al principio, y pensé que podría arreglármelas para mantenerme a flote hasta que llegaran tiempos mejores. Pero no han llegado, al menos no para mí, y desde luego no a tiempo para darme una segunda oportunidad. Estamos en un aprieto, Patricia, y vamos a tener que cambiar nuestro estilo de vida.
—La mayoría de las familias tienen que ahorrar —repuso Patricia—. Las cosas están cada vez más difíciles para todos.
Mientras hablaba dejó de apretar la copa de vino. Se relajó, aunque se quedó sorprendida por lo mucho que había llegado a asustarse. Comprendió que el miedo a que su matrimonio acabara de pronto era mucho mayor de lo que había creído.
—En nuestro caso no se trata de ahorrar. —Le habría gustado que lo entendiera todo un poco más rápido, la verdad—. Tendremos que vender nuestra casa, irnos a un piso de alquiler y…
—¿Qué? —Lo miró fijamente, de nuevo despierta y tensa como la Patricia de siempre—. ¿Te has vuelto loco? ¡No podemos vender la casa!
Habían construido su casa de Múnich cuatro años después de casarse. Para ello habían tenido que pedir un crédito importante, pero por entonces Leon era socio de un bufete muy conocido y tenía un buen sueldo. Y Patricia estaba segura de que no tendrían ningún problema en pagar los intereses del crédito. Además —eso fue lo que le dijo—, hubiera sido un error pasarse los primeros años ahorrando, porque luego se arrepentirían de no haber podido tener la casa de sus sueños, perfecta en todos los sentidos. Ella escogió y estudió todos y cada uno de los detalles. Cada piedra, cada madera, cada teja. Se pasó meses enteros visitando la obra para asegurarse de que todas sus propuestas fueran llevadas a cabo correctamente, y para comprobar que los arquitectos y constructores iban cediendo a sus deseos y aceptando sus continuos cambios sobre la marcha. La casa era su vida. Con ella se había sentido realizada, y se había dedicado a ella en cuerpo y alma, con la misma y vertiginosa intensidad con que afrontaba todos sus proyectos. Leon recordó que ya por entonces resultaba agotador estar cerca de su mujer.
—No sólo podemos, sino que debemos —le dijo—. Hace tiempo que no puedo pagar los intereses. Mejor dicho, hace tiempo que tuve que pedir otro crédito para pagar mis atrasos, y los nuevos intereses todavía me ahogan más. A estas alturas ningún banco está dispuesto a prestarme dinero. —Movió la cabeza lentamente—. Tengo que soltar lastre, Patricia. Los dos tenemos que hacerlo. ¡Y la casa es el principal lastre!
Tras el alivio inicial, Patricia empezó a notar el peso del mundo sobre los hombros. Se le hizo un nudo en el estómago y comenzó a sentirse mal. Sufría una leve pero desagradable inflamación crónica de la mucosa del estómago, que se le reproducía siempre que estaba estresada o nerviosa. Y, por supuesto, no llevaba consigo sus pastillas. No esperaba que su marido fuera a darle una noticia tan sorprendente.
—Pero la casa es… —No supo expresar lo que sentía—. La casa es muy importante para nosotros —dijo, aunque no era exactamente lo que quería decir.
Leon pareció de pronto muy cansado.
—Lo sé, pero así están las cosas. Llevo mucho tiempo intentando encontrar otras soluciones, créeme. He hecho todo lo posible para que las niñas y tú no sufrierais. Pero —se pasó la mano por la cara, en un gesto de resignación y derrota— no lo he conseguido. Y a estas alturas me veo incapaz de seguir escondiéndoos la realidad.
—¿Cómo es posible que hayamos llegado a esto? —dijo Patricia, mientras por su cabeza pasaban como un rayo cientos de posibilidades para evitar el desastre—. Es decir, tu trabajo va bien y…
—No, ya no. Casi no tengo clientes, y los que tengo no me sirven para hacerme rico. Son casos insignificantes y con demandas de poca cuantía para los que trabajo mucho y gano poco: problemas entre vecinos por culpa de la valla del jardín, o por el volumen de la música o cosas por el estilo. Jamás imaginé que ser abogado podía llegar a ser tan aburrido.
—¡Pero antes no era así! Antes tenías…
—Antes no trabajaba por cuenta propia. Era socio de un bufete que funcionaba muy bien, tenía mucho arraigo y una excelente clientela. Los problemas empezaron cuando me instalé por mi cuenta.
La miró a la cara y vio que su mujer estaba intentando decidir quién era el verdadero culpable de que él hubiera abierto su propio bufete, y casi consiguió arrancarle una sonrisa seca y amarga. Típico de ella. Típico de su matrimonio. Su vida, su rutina, cualquier acontecimiento se ordenaba en función de quién se hacía responsable. De quién era el culpable.
—Fuimos los dos —dijo, sin esperar la pregunta—. En aquella época los dos estuvimos de acuerdo en que me independizara. Yo te dije que no sería fácil, pero tú me dijiste que me apoyarías, y… —Patricia abrió la boca para protestar y él levantó la mano para atajarla—. ¡Por favor, no nos peleemos! Te juro que no estoy echándote la culpa. Estaba a punto de añadir que agradecí la confianza que me mostraste, porque tenía muchas ganas de ser mi propio jefe.
Era verdad. Por una vez en la vida los dos habían estado de acuerdo. Él siempre había soñado con tener su propio bufete, y Patricia, con su inquebrantable confianza en las capacidades de Leon y en las suyas propias, pensó que aquello era exactamente lo que les convenía. Aunque estaba claro que ella no podía calcular los riesgos. ¿Tendría que haber sido él más cauto?
—¿Ya has hipotecado nuestra casa? —le preguntó Patricia.
Él asintió.
—¿Y qué pasa con Stanbury?
—Con Stanbury no puedo hacer nada —dijo Leon—. Es tuya.
—¿Y si…?
—¿Si vendieses Stanbury? Vamos, Patricia…
Se miraron a los ojos y en ese momento sintieron que, después de tantos años de matrimonio, volvían a estar unidos por un mismo sentimiento: su amor por Stanbury House, la certeza de tener allí un refugio, un espacio sólo para ellos, aislado de los avatares del mundo exterior.
—Stanbury no es simplemente una casa —continuó Leon—. Venderla supondría poner fin a toda una etapa. ¿Y cómo se lo explicaríamos a los demás?
—No puedo creer lo que me estás diciendo —murmuró Patricia—. Es todo tan repentino…
—Te ruego que empieces a ahorrar desde este mismo momento —dijo él—. Respecto a las clases de equitación de las niñas, por ejemplo… Bueno, ya no podemos permitírnoslas.
—¿Y qué les digo?
Él se encogió de hombros.
—Diles la verdad. Al fin y al cabo, en cuanto volvamos a Múnich se enterarán de todo. No hace falta que conozcan con pelos y señales la gravedad de la situación, pero sí es inevitable que comprendan que vamos a tener que cambiar nuestro ritmo de vida.
—¿Y si…? Quiero decir… ¿y si hablas con tus amigos? Me refiero a Tim y Alexander. ¡Los tres estáis tan unidos y os conocéis desde hace tanto tiempo que seguro que te ayudarían!
—Sí, pero a largo plazo tampoco servirá de nada. Mi bufete seguirá avanzando a trompicones, y antes o después volveremos a estar en el mismo punto. Sólo conseguiremos superar esto si ajustamos nuestro estilo de vida a mi sueldo.
Vio cuánto la afectaban sus palabras. La conocía perfectamente, y supo el tipo de cosas —para ella terribles— que estaban pasándole por la cabeza: descenso social, empobrecimiento, principio del fin… cuanto más subes más dura es la caída.
—Además —añadió—, el verano pasado ya les pedí dinero prestado. A Tim. Su consulta funciona de maravilla. —Sólo un interlocutor muy atento habría percibido la envidia que aleteó en sus palabras—. Gracias a su dinero he podido pasar el invierno. Pero, como te he dicho, a largo plazo no es una solución.
—¿Cuánto te prestó?
—Cincuenta mil.
Ella se estremeció.
—¿Euros?
—Sí.
—O sea… —Patricia era de las que tenían que hacer el cambio para hacerse una idea del verdadero valor de las cosas—, ¿cien mil marcos? ¡Eso es mucho dinero! ¿Crees que podrás devolvérselo alguna vez?
—Poco a poco. Euro a euro. Pero, como tú misma has dicho, son mis mejores amigos. Y Tim no me presiona. Tengo tiempo.
—Voy a sentirme muy incómoda con Evelin —murmuró Patricia.
Él la miró con frialdad.
—Pero si tú misma acabas de aconsejarme que les pidiera…
—Sí, sí —lo interrumpió ella, notando que empezaba a dolerle la cabeza—, pero aun así tengo derecho a sentirme incómoda, ¿no? —Alargó la mano para coger su bolso—. ¿Puedes pagar? Me gustaría irme a casa.
En el camino de vuelta apenas se dirigieron la palabra. Cada uno iba sumido en sus propios pensamientos. Leon pensaba en los problemas que se le venían encima, montañas de problemas para los que veía aún menos soluciones de las que había dejado creer a su mujer. Por su parte, Patricia no dejaba de pensar en cómo disimular la precariedad de su nueva situación ante sus amigos. Eso suponiendo que no lo supieran ya todos. Seguro que Tim se lo había dicho a Evelin, y ésta a Jessica, y quizá hubiesen hablado también con Alexander. Tenía la angustiosa sensación de haber sido la última en enterarse.
¿Cómo podía haber tardado tanto en darse cuenta?, se preguntó desesperada. El verano pasado Leon había pedido a Tim una enorme suma de dinero, lo cual implicaba que por entonces ya tenía el agua al cuello. Y ella no se había percatado de nada. De nada en absoluto. «He aquí otra muestra de lo maravillosamente bien que funciona nuestro matrimonio», pensó con cinismo.
Cuando llegaron a la entrada de Stanbury House vieron un todoterreno aparcado a un lado. Tenía las luces apagadas, y por un momento ella pensó que se trataba de un vehículo abandonado —con lo cual se preguntó a quién demonios se le ocurriría dejar su coche precisamente a la entrada de Stanbury House—, pero de pronto, al iluminarlo con las luces del suyo propio, vio que algo se movía en su interior y se puso tensa.
—¡Para, para, ahí hay alguien!
—¿Dónde? —preguntó Leon mientras frenaba.
—En ese coche. Apuesto a que es ese impostor… ese… ¿cómo se llama? ¡Phillip Bowen!
—¿Y qué? Déjalo en paz. Está fuera de nuestro terreno, no dentro. No podemos decirle nada.
—Da igual. Quiero que se vaya de aquí. Para el coche. ¡Que pares el coche te digo!
Leon, que se disponía a enfilar el camino de entrada, frenó de nuevo. Patricia abrió la puerta.
—¡No salgas, Patricia! ¡No sabes si ese tipo es peligroso! ¡No hagas locuras!
Pero ella ya había bajado del coche y avanzaba hacia el otro vehículo. Era viejo y estaba oxidado, eso saltaba a la vista. Un trasto enorme que sin duda traqueteaba como una excavadora. Desde el principio había tenido claro que ese Bowen era un don nadie sin escrúpulos que intentaba a toda costa hacerse con sus posesiones.
Llegó al coche. Los faros del de Leon lo iluminaban un poco.
En su interior descubrió dos rostros que la miraban asustados.
Uno era el de un joven desconocido.
El otro era el de Ricarda Wahlberg.