20

El teléfono sonó cuando Jessica llegaba al recibidor.

El grupo se había dispersado tras el desagradable encuentro entre Ricarda y Patricia, y ahora cada uno hacía lo suyo. Alexander se había encerrado en su habitación, y Jessica se había quedado unos minutos plantada frente a la puerta, intentando decidir si debía entrar o no, pues por una parte quería hablar con él pero por otra sabía que no tendría el coraje para decirle exactamente lo que pensaba.

«Te oí esta mañana cuando hablabas con Elena por teléfono. ¿Por qué me mientes? ¿Y qué es eso que necesitas comentar con ella y no conmigo?» «¿De qué tengo más miedo? —se preguntó—. ¿De que me responda con alguna excusa ridícula o de que me diga la verdad? ¿O de ambas cosas?»

Como no se decidía, optó por dirigirse a la habitación de Ricarda. Pero, una vez más, tras haber subido media escalera comenzó a dudar. Se moría de ganas de abrazar a la chica y decirle que la entendía, que estaba de su parte, que la actitud de Patricia era repugnante. Pero al mismo tiempo temía que ella la rechazara con la misma brusquedad de siempre.

Se dio media vuelta.

«Desde luego somos una familia feliz», pensó, pero no logró acompañar aquella frase con una sonrisa, ni siquiera irónica.

Oyó el teléfono en cuanto llegó al pie de la escalera. Lo cogió.

—Jessica Wahlberg.

—Elena. También Wahlberg —le respondió una voz—. Buenos días, Jessica.

—Buenos días.

—Me gustaría hablar con Ricarda. Estoy un poco preocupada. Normalmente me llama durante las vacaciones, pero en esta ocasión no hemos hablado ni una sola vez. Espero que todo vaya bien…

Ella tampoco quiere decirme que ha hablado con Alexander y que éste es precisamente el motivo de su llamada, pensó Jessica. Y decidió privarla de la satisfacción de creerse que tenía algún secreto con Alexander:

—Ya sé que Alexander ha hablado contigo esta mañana, y estoy segura de que te ha explicado cuál es la situación.

Notó que Elena se sorprendía. Estaba claro que no esperaba que Jessica se hubiera enterado de su conversación con Alexander.

—Sí —dijo, recomponiéndose—. Ricarda está saliendo con un chico, ¿no? Y se comporta como una pequeña rebelde.

—¡Por Dios! —repuso Jessica—. ¡En su lugar yo me comportaría exactamente igual! Se ha enamorado y quiere pasar el mayor tiempo posible con su chico. Es lo más normal. Pero su relación ha provocado una especie de histeria en algunos habitantes de esta casa, creo que debido a… —Se detuvo en seco. No iba a criticar a los amigos de Alexander precisamente con Elena.

Pero Elena la entendió perfectamente. Soltó una risita.

—Debido a que en ese grupo se critica cualquier tipo de comportamiento individualista. A Ricarda no le gusta pasarse los días dando vueltas por un circuito a lomos de un caballo, o sentarse con los demás frente a la chimenea, cada tarde, muerta de aburrimiento. Y eso, claro, hace que su comportamiento se vuelva terriblemente sospechoso.

—Ahora mismo la llamo —dijo Jessica de pronto, al advertir que, en el piso de arriba, Patricia se acercaba a la escalera—. Patricia, por favor, ¿puedes decirle a Ricarda que su madre está al teléfono?

Patricia subió la escalera que llevaba a la buhardilla.

—¡No está aquí! —gritó.

«Oh, no —pensó Jessica—. Espero que no haya vuelto a escaparse».

—Ahora no está en su habitación —dijo al auricular—, pero en cuanto vuelva le diré que has llamado.

—Gracias —dijo Elena—. De todos modos, no quiero presionarla más. —Hizo una breve pausa y añadió—: Me alegro de que pensemos igual, Jessica. Al menos ahora sé que Ricarda tiene a una persona sensata cerca de ella. —Y sin más se despidió y colgó antes de que Jessica pudiera contestar.

En el piso de arriba no se oía nada. Qué extraño que Patricia no monte otro numerito, pensó.

Fue hasta el comedor y miró por la ventana. Diane y Sophie jugaban al bádminton en el jardín. Tim estaba sentado en un murete de piedra y leía. Más allá vio a Ricarda, sentada en un banco, cubierta con su holgado jersey de lana y con aspecto pensativo; su rostro parecía más pálido y alargado que nunca. Jessica recordó de pronto que llevaba varios días sin presentarse a las horas de las comidas. ¿Comería con su novio? Seguro que si lo hacía no era con regularidad.

Le habría gustado ir a sentarse a su lado y charlar un rato con ella. Pero, una vez más, no se atrevió.

Más adelante pensó que la mañana de aquel día había sido un aviso del drama que sobrevendría por la tarde. Que las horas habían ido mostrándoles su tensión, como una tormenta que planea en el aire y se acerca inexorablemente.

Aquel día nadie parecía estar de buen humor.

En la cocina se encontró con Evelin y Barney. Ella estaba sentada a la mesa y ya se había zampado varios de los platos que iban a comer aquel día. Por lo visto el perro también había tomado su parte, pues estaba tendido a sus pies y se relamía el morro feliz y contento. Evelin se sorprendió tanto al ver aparecer a Jessica que hizo un movimiento extraño con la mano y volcó su copa de vino.

Entonces rompió a llorar.

—Me lo he comido todo —dijo entre sollozos—. No sé cómo ha sucedido. Sólo quería tomar un poco de queso, pero… ¡Oh, Dios mío!, ¿qué he hecho?

—Tranquila. Podemos ir al pueblo y comprar más comida —propuso Jessica, que se había puesto en cuclillas para limpiar el estropicio del vino con una bayeta—. No hay problema.

Antes de partir, Jessica se aseguró de que Ricarda seguía en el banco del jardín. Ojalá no intentara escaparse, al menos aquel día, si no quería que la situación empeorase aún más. En cualquier caso, Alexander llevaba horas encerrado en su habitación; seguramente se había acostado un rato.

Fueron a la pequeña tienda de ultramarinos del pueblo, en la que no conseguirían todo lo que quisieran, pero sí al menos lo más necesario. Allí se encontraron con la señora Collins, la mujer de la limpieza, tomándose un té con su hermana y manteniendo lo que parecía una distendida conversación. La mujer se interesó por ellas y por el resto del grupo, y una vez más se deshizo en disculpas por haber dejado entrar en la casa a aquel «inquietante desconocido», como lo llamó.

—Pero ¿cómo podía saber que me mentía con tanto descaro? —exclamó—. ¡Nadie imagina una cosa así!

—Creo que nadie te ha echado nada en cara —le recordó su hermana.

Jessica pensó que ambas hermanas tenían suerte de no haber oído las diatribas de Patricia.

—Está bien —dijo—, no pasa nada. Lo importante es que no ha sucedido nada malo.

—¡Daría lo que fuera por saber qué buscaba ese desvergonzado! —dijo la señora Collins—. Por cierto, que se ha instalado aquí, en el pueblo, en el Fox and Lamb. A veces lo vemos deambular por los alrededores. Es un tipo de lo más desagradable. ¡Y siempre va hecho un desastre!

«No debió de parecerte tan desagradable cuando lo dejaste entrar en la casa», pensó Jessica. Se abstuvo de satisfacer la inquietud de la señora Collins acerca de las intenciones de Phillip e hizo un rápido gesto de advertencia a Evelin justo cuando ésta se disponía a abrir la boca. Que la vieja cotilla lo descubriera sola.

Compraron patatas, cebollas y un pepino para preparar una ensalada, y veinte salchichas.

—Son fáciles de hacer y nadie se dará cuenta de que nos faltaba comida —dijo Jessica.

Al salir de la tienda vieron a Phillip acercarse hacia allí a paso rápido. Como siempre, llevaba el mismo jersey —que parecía más raído cada día— e iba despeinado, pero ofrecía un aspecto más desaliñado que nunca.

—Ahí está otra vez —dijo Evelin, e hizo ademán de subir al coche a toda prisa.

—¡Phillip! —llamó Jessica.

Él la divisó, pero su expresión enfurruñada no se suavizó.

—Hola —masculló.

Jessica señaló la tienda de ultramarinos y dijo:

—Yo en su lugar no entraría. La señora Collins está ahí. La mujer a la que engañó para entra en Stanbury House.

—Yo no engañé a nadie —replicó Phillip con rudeza—. No tengo por qué mentir, ¿me entiende? Tengo razón. Tengo tanto derecho a disfrutar de Stanbury como la bruja de su amiga, con sus aires de grandeza. ¡Debería andarse con cuidado, no sea que algún día pierda la paciencia con ella!

Reanudó su camino y abrió la puerta de la tienda con tanta brusquedad que las dos hermanas probablemente pensaron que entraban a robar.

—Caray, ese hombre me da miedo —dijo Evelin mientras volvían a casa en coche—. Es tan… tan fanático… ¡Parece dispuesto a todo!

—No logra poner en orden su vida —repuso Jessica—, y está obsesionado con que su situación actual es resultado de los años que pasó sin saber quién era su padre. —Y resumió brevemente la infancia y la juventud de Phillip, para luego añadir—: Cree que recuperando su supuesta parte de la herencia de Kevin McGowan podrá acercarse póstumamente a su padre, por así decirlo, y hacer las paces con él. Y que entonces dejará de tener problemas y empezará una nueva vida sintiéndose a gusto consigo mismo.

—Eso es imposible —dijo Evelin—. No lo conseguirá.

Jessica se encogió de hombros.

—En el fondo todos nos empeñamos en aferrarnos a imposibles cuando ya no sabemos por dónde tirar.

—Es cierto —coincidió Evelin. Su voz sonaba algo amarga, menos infantil y frágil de lo normal—. Todos lo hacemos. Pero al final nos damos cuenta de que no conduce a nada.

Jessica la miró de reojo. Evelin había apretado los labios y miraba por la ventanilla.

Ricarda comió con ellos, aunque apenas tocó la comida y no abrió la boca en todo el rato. Patricia no dejó de vigilarla. A Jessica le pareció atisbar cierta picardía y regocijo en los rasgos de la chica, pero intentó creer que era fruto de su imaginación, que aquel día estaba desbordada. Debía de ser por la tensión que reinaba en el ambiente. Cada uno parecía sumido en sus pensamientos, y daba la impresión de que todo lo que pensaban era incómodo o desagradable.

Después de comer, Diane y Sophie retomaron su partida de bádminton. Se pasaban todo el día haciendo deporte, como si de ese modo quisieran compensar en parte la terrible pérdida de sus clases de equitación. Ricarda volvió al banco del jardín, lo más apartada posible del resto, y su expresión dejaba muy claro que no quería que nadie se le acercase. Patricia se sentó con Leon en la terraza y empezó a hablarle con aquel tono encendido y penetrante con el que parecía tener la intención de taladrar y moldear el cerebro de su interlocutor.

Evelin se ofreció a lavar los platos y recoger la cocina, y Jessica, sospechando que lo que quería en realidad era dar buena cuenta de los restos de la comida, decidió dejarla sola.

Todavía estaba algo aturdida. No sabía cómo comportarse. No quería montarle a Alexander una escena de celos —un gesto indigno de ella—, pero no podría fingir mucho más que no pasaba nada. Se arrepentía de haber disimulado por la mañana. Tenía que haber bajado la escalera y haberle dicho: «Estabas hablando con Elena, ¿no? ¿Qué sucede?». Así no le habría dado opción de mentirle y las cosas no se habrían complicado tanto. Ahora, en cambio, no dejaba de pasearse de un lado a otro, como un tigre enjaulado, intentando decidir si hablar con él o no, y con un terrible dolor de barriga provocado por los nervios.

Nada volverá a ser como antes, pensó de pronto, y, aunque enseguida se obligó a tranquilizarse y a no sacar las cosas de quicio, en el fondo sabía que era verdad.

Alexander estaba con Tim en la sala de estar, jugando al ajedrez, así que de momento no podía hablar con él. De modo que llamó a Barney y salió a dar uno de sus largos paseos. Una vez más, acabó dirigiéndose involuntariamente hacia el lugar de siempre, aunque en esta ocasión Phillip no estaba allí y tampoco consiguió distinguir a ningún caminante solitario que anduviera por el valle. Su primera reacción fue de cierta decepción, o quizá sorpresa, porque había creído que lo encontraría allí, pero enseguida se sintió aliviada. Aquella mañana, frente a la tienda de ultramarinos, él no parecía de muy buen humor sino todo lo contrario, enfadado, agresivo y en cierto modo desesperado. Las cosas no le iban bien y seguramente ya no sabía qué hacer. Jessica intentó ponerse en su lugar: quizá acababa de comprender, por fin, que no lograría hablar con Patricia y que jamás conseguiría un acuerdo amistoso. Para lograr su objetivo tendría que embarcarse en un complicado y seguramente largo proceso judicial. Supuso que estaría preguntándose cómo iba a pagar todo eso. Estaba claro que se había obsesionado con aquel tema y que no iba a renunciar a sus sueños —lo cual sería, según Jessica, lo más sensato—. ¿Cómo reacciona un hombre al verse envuelto en un asunto tan complicado?

Tuvo un mal presentimiento.

«Ojalá acaben de una vez las vacaciones y estemos todos de vuelta en casa», pensó, aunque al mismo tiempo se dio cuenta de que el final de las vacaciones no implicaría la solución mágica de sus problemas con Alexander.

El día había amanecido más bien fresco, pero iba volviéndose caluroso y soleado. Parecía que, tras la inestabilidad de los últimos días, volvía el buen tiempo de la semana anterior. No se veía ni una nube, y el frío viento del norte se había convertido en una suave brisa templada. Jessica se saco el jersey y se quedó sólo con la camiseta. La tela se le pegaba a la espalda y notó unas gotas de sudor en la cara.

Emprendió el camino de vuelta y llegó a casa agotada. En Stanbury reinaba una calma sorprendentemente falsa, una paz irreal: excepto Tim y Alexander, que seguían concentrados en el ajedrez, todos estaban leyendo o jugando en el jardín, pero no parecían un grupo de personas felices compartiendo las vacaciones. Era más bien como si un cineasta invisible estuviera rodando una escena y les hubiera indicado cómo actuar: «Mostraos tranquilos, relajados, disfrutando de un bonito día de primavera». Y todos, excepto Ricarda, se esforzaban por cumplir sus indicaciones. Aunque ninguno conseguía convencer con su interpretación.

La de Evelin era sin duda la peor. Se había puesto a jugar con Diane y Sophie haciendo de árbitro-comentador de su partida de bádminton, y cojeaba de un lado a otro esforzándose por parecer ágil y feliz. Casi dolía ver lo mucho que se esforzaba por sonreír e imitar el tipo de observaciones ágiles y agudas propias de un comentador.

Jessica puso pienso y agua para Barney en la cocina, y después decidió echar un vistazo a las estanterías repletas de libros que cubrían dos paredes del comedor. Pensó que si había tantos artículos e información sobre Kevin McGowan, lógicamente tenía que haber algunos en su biblioteca privada. Tardó lo suyo, pero al final encontró lo que buscaba: varios volúmenes recopilatorios de sus artículos, en especial los dedicados al problema de Irlanda del Norte. En uno se incluían artículos no escritos por él pero que hacían referencia a su persona: entrevistas, semblanzas y reseñas biográficas y bibliográficas. Había también algunas fotos y Jessica las estudió atentamente. Si Phillip era realmente hijo de McGowan debía de tener algún parecido físico con él, ¿no? Y, en efecto, le pareció que los rasgos de aquel hombre se asemejaban bastante a los de Phillip, aunque no estaba segura de haber pensado lo mismo si no hubiese estado buscando precisamente ese parecido. Es muy fácil imaginarse cosas que no son.

Al final dio incluso con una autobiografía de McGowan. Su título era ligeramente poético: Pasó demasiado rápido… El subtítulo era directo: Mi vida. Prometía una lectura interesante.

Se preparó rápidamente un té y se sentó a la mesa del comedor con los libros. Empezó por la autobiografía. Era una lectora empedernida y estaba acostumbrada a leer en diagonal, de modo que fue recorriendo las páginas a toda prisa, registrando sólo la información importante.

Kevin McGowan describía principalmente sus experiencias laborales: los ascensos en la BBC, las crónicas y los viajes más significativos, y las entrevistas a las más importantes personalidades. Jessica estaba sorprendida. Por lo visto aquel hombre no había encontrado demasiadas dificultades para llegar a las altas esferas y codearse con los líderes mundiales. Había entrevistado al sha de Persia y a varios presidentes norteamericanos, así como al líder del sindicato Solidaridad y a Fidel Castro. Algunos de sus trabajos habían recibido sustanciosos premios en metálico otorgados por diferentes cadenas de televisión. Había sido muy popular en Inglaterra, aunque también, como él mismo admitía, había tenido muchos enemigos que le reprochaban cierta afinidad con el IRA y una excesiva comprensión de sus puntos de vista. En todo el libro McGowan evitaba manifestarse al respecto, por lo que era imposible saber qué postura defendía en realidad.

Había dos capítulos, «Francia» y «Alemania», dedicados a su vida privada. En ellos contaba cuánto le había dolido en su juventud no poder participar en la guerra contra Hitler, y cómo se las había ingeniado para contribuir a la causa. Asumiendo un gran riesgo, había establecido contacto con la Resistencia —en las islas del Canal— y se había instalado clandestinamente en Francia gracias a la falsa identidad que le proporcionaron los patriotas franceses. Luego describía algunas de las aventuras vividas y relataba —al fin— su primer encuentro con Patricia Kruse. Pese a expresarse con discreción y tacto, resultaba claro que ambos habían compartido un amor muy intenso, pues habían afrontado muchos riesgos y grandes peligros con tal de pasar juntos el mayor tiempo posible. En varias ocasiones habían estado a punto de ser descubiertos, lo cual habría significado su ejecución.

Acerca del final de la guerra McGowan escribía:

Había terminado, por fin, y ahora se trataba de llevar una vida normal. Por desgracia, Patricia y yo no logramos conservar nuestros sentimientos. Parte de lo que hasta entonces habíamos considerado amor resultó tener mucho que ver con el romanticismo de enfrentarnos juntos al peligro y saber que nos jugábamos la vida cada noche que dormíamos juntos. Jamás podíamos bajar la guardia. No nos relajábamos ni un instante. A veces comentábamos entre susurros lo maravilloso que sería poder vivir juntos en tiempos de paz. Pero cuando se nos concedió el deseo no supimos hacerlo realidad.

Nos fuimos a Londres, donde nos casamos y yo empecé a trabajar como reportero de televisión. Haber militado en la Resistencia me abría todas las puertas. Pero no conseguimos que Patricia permaneciera en el anonimato, y en cuanto se supo que era alemana empezó a ser blanco de los peores hostigamientos. Gran parte de Londres se había visto reducida a escombros por culpa de las bombas nazis, y mucha gente vivía en condiciones espantosas. La televisión emitía documentales rodados por soldados ingleses en los campos de concentración, y el horror que mostraban superaba a las peores pesadillas. Además, muchas familias inglesas habían perdido uno o más miembros. Padres caídos, hijos caídos, hermanos caídos. Patricia no tuvo ninguna oportunidad. No era feliz y añoraba su hogar. Por desgracia, las cosas tampoco cambiaron con el nacimiento de nuestro hijo Paul, en 1946. Al principio pensé que el bebé le aportaría equilibrio y sosiego, pero ella continuó sintiéndose sola y desgraciada. Al final tuve que reconocer que las cosas no podían seguir así. De modo que en 1949 nos trasladamos a Alemania, a Hamburgo, la ciudad natal de Patricia. El país empezaba a renacer de las cenizas y todo el mundo intentaba desvincularse lo más posible del nazismo. Había juicios masivos en que se condenaba a los responsables de tanto horror, y todo el mundo se esforzaba en demostrar y proclamar su inocencia en el desarrollo de los hechos. También aquí se me abrieron las puertas gracias a haber luchado en la Resistencia, y pronto comencé a trabajar como reportero político en una emisora de radio. Parecía que ahora todo iba a salir bien: Patricia estaba cerca de sus padres, hermanos y amigos de la infancia, y ya nadie la atacaba por su nacionalidad; Paul crecía fuerte y sano, y yo no tardé en sentirme como en casa, pese a estar en el extranjero y tener amigos pertenecientes al bando enemigo.

Sin embargo, no logramos superar nuestra falta de comunicación. ¿Fueron realmente las situaciones extremas, las amenazas y el sufrimiento lo que hizo que permaneciéramos unidos? ¿Sólo eso mantuvo viva la llama de nuestra pasión? Discutíamos mucho sobre el tema, hasta que en cierto momento fuimos conscientes de encontrarnos en un círculo vicioso. En realidad lo único que quedaba era el vacío que nos separaba y nuestra incapacidad para llenarlo de algún modo. Pero todavía éramos jóvenes y no quisimos renunciar a ese maravilloso sentimiento que en su día nos había unido. Quizá podríamos volver a vivirlo con otras personas. Así pues, nos separamos en abril de 1953; sin peleas, de un modo tan amistoso como triste. Yo volví a Londres y Patricia se quedó en Hamburgo con Paul.

Así concluía el fragmento más personal de la autobiografía de McGowan, y, por mucho que buscó y rebuscó, Jessica no encontró la menor referencia a posteriores amores, y menos aún a posteriores hijos.

Tampoco encontró nada en los artículos de prensa. Si la madre de Phillip había formado parte de la vida de Kevin McGowan, se trataba sin duda de su secreto mejor guardado. Jessica comprendió entonces que Tim tenía razón: toda la información que Phillip le había dado sobre su padre podía encontrarse en aquellos libros, y, por tanto, no le servían para demostrar nada. Jessica no le había oído contar nada nuevo sobre la vida de McGowan, nada que no apareciera en esas páginas y el propio Phillip no hubiese podido extraer de allí.

Se sintió un poco descorazonada: había pasado varias horas intentando buscando algo que ni siquiera sabía qué era ni por qué quería encontrarlo. ¿Quería dar con alguna información que confirmara las afirmaciones de Phillip? ¿Quería ayudarlo? Sea como fuere, el caso es que no había encontrado nada.

«Y además, tampoco es cosa mía», pensó.

Quizá sólo se había sumergido en los libros para dejar de pensar en sus propios problemas. En ese sentido, la cosa había funcionado. Durante aquel rato había olvidado la conversación telefónica entre Alexander y Elena, pero ahora volvió a recordarlo todo, y los acontecimientos de la mañana la torturaron aún con más fuerza. Como siempre, su estrategia para superar el dolor consistía en enfrentarse a los sentimientos del modo más racional posible, y relativizar lo que tuvieran de exagerado o dramático. Lo mismo hizo esta vez.

«¿Qué es lo que me molesta tanto? —se preguntó—. Lo peor no es que él haya hablado con Elena. Al fin y al cabo hablan a menudo, ¿no?»

Había dos cuestiones que la afectaban sobremanera:

Una, el hecho de que Elena supiese cosas de la vida de Alexander que él no quería compartir con ella. A tenor de aquella conversación, estaba claro que Elena sabía la causa de las pesadillas de su marido. Además, con ella no había intentado disimular que se sentía desesperado e inseguro por el comportamiento de Ricarda. O sea que ante Elena se atrevía a mostrarse débil.

Y, dos, él le había mentido. Por primera vez, al menos que ella supiera.

Se enfrentó al primer punto con lógica y sentido común. Elena conocía el lado más débil de Alexander y los secretos que le impedían dormir con normalidad, vale, pero es que había estado quince años casada con él, y eso era una eternidad. «Nosotros nos conocemos desde hace apenas dos años —pensó— y acabamos de cumplir el primero de casados. Quizá Alexander necesite más tiempo. Quizá tardó cuatro o cinco años en abrirse a Elena. Quizá también acabe abriéndose así conmigo. Elena me lleva ventaja en el tiempo, seguramente lo único en que me la lleva», decidió.

Quedaba el tema de la mentira. Alexander habría pensado que ella se enfadaría si le decía que había hablado con su ex mujer. Con toda seguridad lo único que pretendía era evitarse las posibles aclaraciones que tendría que ofrecer y los supuestos reproches que ella le haría a su vez. Sea como fuere, no tendría que haberlo hecho. Las mentiras no pueden formar parte de una buena relación.

«Tengo que hablar con él —pensó—. Aunque sea embarazoso y desagradable, he de hacerlo. De lo contrario nunca conseguiré librarme del enfado y la desconfianza».

Decidió hacerlo después de la cena. Le propondría dar un paseo, para estar a salvo de oídos indiscretos.