5

Geraldine tuvo que cambiarse de habitación, efectivamente, porque la suya ya había sido reservada y no quedaba ninguna libre. La policía las había reservado todas para alojar a los supervivientes de la carnicería perpetrada aquella mañana en Stanbury House: Jessica, Leon y Evelin.

Resultó que a la primera le asignaron precisamente la habitación que había ocupado Geraldine. Llegó al pequeño hotel hacia las seis de la tarde, y, una vez instalada, empezó a meter en el armario las pocas pertenencias que había llevado: unas mudas, calcetines, medias, un par de camisetas, pantalones y jerséis. Lo demás pasaría a recogerlo por la casa antes de viajar a Múnich. Sólo faltaba un par de días. Se moría de ganas de regresar a Alemania.

También había cogido una manta para Barney. La puso en un rincón y el cachorro se tumbó agradecido, y al punto cayó dormido. La tensión y los sobresaltos de aquel día habían sido demasiado para él. Su mundo se había puesto patas arriba y necesitaba dormir para recuperarse.

A Jessica le habría encantado poder hacer lo mismo.

Estaba muerta de cansancio, pero al mismo tiempo tenía los nervios a flor de piel y no lograba relajarse. Tenía la boca seca porque no había parado de hablar en toda la tarde, primero con el superintendente Norman, después con una policía y por fin con una psicóloga. A todos les explicó la misma historia, de modo que llegó a sentirse como un disco rayado. La psicóloga se había interesado por las relaciones entre los habitantes de la casa, pero sus preguntas le agudizaron el dolor de cabeza. Llegó a pedir una aspirina, pero, al ver que la cosa no mejoraba, dijo que ya no podía más.

—Le ruego me disculpe, pero tengo una jaqueca terrible y empiezo a verlo todo doble. Ni siquiera logro entender del todo sus preguntas. No puedo más.

La psicóloga se había mostrado comprensiva.

—Por supuesto —dijo—; es normal. Acaba de pasar por una experiencia terrible, algo que tardará en asimilar, y entiendo que necesite estar sola.

—Gracias —respondió Jessica, y rehusó los tranquilizantes que la mujer le ofrecía. Estaba segura de que no lograrían calmarla y además perjudicarían a su bebé.

Le habría gustado hablar con Evelin o Leon, pero no llegó a verlos. A Evelin la habían llevado al hospital; estaba mejor, pero era aconsejable tenerla en observación. Y Leon estaba hablando con el superintendente Norman. La psicóloga le dijo a Jessica que después lo llevarían al hospital para que viese a su hija Sophie, pero que pasaría la noche en el mismo hotel.

Se preguntó cómo estaría. La habían sacado del comedor antes de poder hablar con él. Todavía podía ver su cara de desconcierto y escuchar su voz: «¡Jessica, no te vayas! ¿Qué demonios ha pasado? ¿Puede alguien explicarme qué ha pasado?»

Dos mujeres policía la habían llevado al pueblo con Barney. Ya había corrido la voz de que iban a alojarse en el Fox and Lamb y había una multitud reunida a las puertas del pequeño hotel. Todos se apartaron para dejar paso al coche de policía, y se quedaron en el más absoluto silencio al ver bajar a Jessica. Entonces empezó a caerle una lluvia de flashes. Una de las agentes tuvo que protegerla mientras la otra hacía lo posible por alejar a los periodistas.

—¡Caray! —dijo—. ¡Esta vez la prensa ha sido más rápida que nunca!

Jessica respiró hondo cuando por fin pudo cerrar la puerta de su habitación. Se tendió en la cama durante un cuarto de hora, esperando relajarse y que le remitiese el dolor de cabeza, pero no fue así. De modo que se levantó y empezó a poner sus cosas en el armario, apilándolas meticulosa y ordenadamente, como si la disposición milimétrica de las prendas pudiese, por extensión, proporcionar orden también a su alma.

En el fondo de la maleta había metido una foto enmarcada de Alexander. En su casa, en Alemania, la tenía puesta en su mesa de la consulta veterinaria, y la había traído a Inglaterra para sentirse más a gusto en el dormitorio que aún tenían que decorar. Pero ahora estaba allí, en el deslucido hotelito en que la habían recluido después de que su vida se convirtiese en una pesadilla.

El hombre de la foto estaba muerto.

A lo largo de aquella tarde interminable y agotadora, Jessica había deseado muchas veces quedarse a solas para poder llorar. Tenía el dolor clavado en el corazón, un dolor demasiado intenso y profundo como para tragárselo, de modo que las lágrimas eran la única manera de aliviarlo un poco.

Sin embargo, ahora que estaba sola no podía llorar. Y tampoco enfrentarse al dolor. No podía combatirlo ni aceptarlo. Estaba bloqueada. Por un instante tuvo la sensación de que todo lo demás también iba a detenerse: de que al minuto siguiente no podría hablar ni respirar, y de que su corazón dejaría de latir.

—Puedes hablar —se dijo—. Puedes respirar. Tú corazón funciona perfectamente.

Por fin logró relajarse. Colocó la foto sobre la mesita de noche. «Maldita sea, ¿por qué no puedo llorar?», se preguntó contemplándola.

Llamaron a su puerta. Era la chica de recepción, la del acné, para saber si necesitaba alguna cosa. Su mirada estaba cargada de curiosidad, y seguramente aquel gesto servicial sólo estaba movido por sus ganas de ver de cerca a «uno de ellos».

—Abajo tenemos un restaurante con buffet, pero ahora está lleno de periodistas. No sé, pensé que debía saberlo por si no le apetecía comer allí…

—Vaya, qué amable de tu parte —dijo Jessica—. Pero no me moveré de aquí. Además, tampoco tengo hambre.

—¿De verdad no quiere tomar nada?

—No, nada. Gracias.

La chica se retiró, algo decepcionada. Le habría encantado volver a la habitación con una bandeja, porque así habría tenido oportunidad de hacer algunas preguntas.

Jessica se dejó caer en la cama de nuevo, para ver si esta vez lograba vencer al fin el dolor de cabeza. Cuando volvieron a llamar a la puerta resopló con fastidio.

—¡Ya les he dicho que no quiero nada! —gritó.

La puerta se abrió un palmo y Leon asomó la cabeza.

—¿Jessica?

Ella se incorporó.

—¡Ah! ¡Eres tú! ¿Cómo está Sophie?

Leon entró en la habitación y cerró la puerta. Era un hombre alto y fuerte y pareció llenarlo todo con su presencia. No obstante, aquel día sus hombros estaban más encorvados que últimamente, como si soportaran un peso terrible que los doblegaba. Parecía haber envejecido varios años.

—Siéntate —le dijo, señalando la única silla disponible.

Ella se quedó sentada en el borde de la cama y observó los movimientos lentos y cansados de Leon, el modo en que se dejó caer en el asiento.

—Está en la UCI —dijo, respondiendo a su pregunta—. Llena de tubos y cables que la conectan a un montón de aparatos. Se la ve tan pequeña… tan poquita cosa… —Se le quebró la voz y apartó la mirada.

—¿Qué han dicho los médicos?

Él se encogió de hombros.

—Que quizá logre superarlo, pero que no me haga muchas ilusiones. Ha perdido muchísima sangre… Le han extirpado el bazo porque lo tenía destrozado y…

—Sin bazo se puede vivir perfectamente.

—Lo sé. —Se mesó el pelo—. Dios mío, esta mañana me levanté teniendo una familia. Una mujer y dos hijas. Ahora, doce horas más tarde, me he convertido en un viudo, una de mis hijas ha muerto y la otra lucha por conservar su vida con escasas posibilidades de lograrlo. El mundo se ha vuelto loco… Todo es tan increíble…

—Sí —dijo Jessica—, increíble. Terrible. Irreal. Como una pesadilla.

—Me pregunto quién puede haber hecho una cosa así. ¿Quién puede plantarse en una casa y degollar a media docena de personas sin más? ¿Quién es capaz de una cosa así?

La miró fijamente. Estaba pálido como la cera, pero eso no le hacía perder ni pizca de su atractivo, pensó Jessica, sorprendiéndose de su incongruente observación. Leon siempre había sido el más atractivo de los tres amigos. El de la sonrisa encantadora y la voz grave, el tipo de hombre al que miran todas las mujeres. Y ahora, además, el único que estaba vivo.

—Esta mañana salí a dar una vuelta en coche —dijo—. Paré al borde de un prado y me tumbé boca arriba, rodeado de ovejas y bajo un maravilloso cielo azul. Tenía un poco de taquicardia pero aquel paisaje me tranquilizó. Me imaginé cómo sería mi vida si volviera a empezar desde cero. Si fuera joven y estuviera comenzando, con todo el futuro por delante, sin soportar ninguna carga. Pensé… —Se vio a sí mismo en el campo, contemplando el cielo y notando cómo remitía el dolor del pecho, y se asustó al recordar lo que pensó en aquel momento—. Pensé en cómo sería mi vida si no tuviera una familia… si no tuviera a Patricia y a las niñas con todas sus exigencias, expectativas y derechos adquiridos sobre mí… ¿Entiendes? Pensé en cómo sería mi vida sin ellas. Y me sentí aliviado, como si me devolvieran los años perdidos y me diesen una segunda oportunidad. Dios mío, y mientras yo pensaba eso alguien estaba matándolas… —Miró a Jessica. Parecía desconsolado y agotado—. Yo no quería que sucediera esto. Ni en la peor de mis pesadillas habría soñado algo así; jamás, por mucho que la convivencia con Patricia se hubiera convertido en simple fachada. Te lo juro, jamás deseé su muerte. Mucho menos que la asesinaran de una forma tan espantosa. Y las niñas… —Se interrumpió de nuevo, derrotado por los remordimientos y la culpa—. Yo quería a mis hijas. Siempre las quise; desde el día que nacieron. Sólo que últimamente no lograba estar a la altura de la imagen que ellas tenían de mí. «Papá lo sabe todo, puede con todo, hace que todo vaya bien». Pero en realidad papá estaba hasta el cuello de problemas…

—Ya lo sé —repuso Jessica—. Evelin me lo contó.

Leon sonrió con acritud.

—Ya, bueno, supongo que todos lo sabíais. Le pedí a Tim que no se lo dijese a nadie, pero obviamente se lo contó a su mujer.

—No sé si lo sabía alguien más. Lo único que me llamó la atención es que Patricia continuara actuando como si no pasara nada. Como si no hubiese ningún problema. No sé, yo quizá lleve poco tiempo con vosotros, pero los demás sois amigos de toda la vida y me parecería lógico que hablarais de este tipo de asuntos.

—Bueno, ella era así. Detestaba mostrar el menor rasgo de debilidad. Y tampoco la toleraba en los demás. En realidad hace años que tengo problemas económicos, pero ¿sabes cuándo me atreví a decírselo a mi mujer? ¡Hace sólo tres días! Tres días, ¿puedes creerlo? El lunes de Pascua fuimos a cenar fuera y por fin logré reunir el valor para decirle que estoy arruinado, que mi bufete no funciona, que estoy endeudado hasta las cejas, que llevo varios meses sin devolver los intereses de los créditos y que tuve que pedir cincuenta mil euros a Tim para salir provisionalmente del paso. Y sólo se lo conté porque no me quedaba otra opción, ninguna en absoluto, pues ya ni siquiera podía pagar las clases de equitación de las niñas. ¡Sólo se lo dije porque era imposible seguir disimulando! Fue uno de los peores días de mi vida. —Miró a Jessica, pero su mirada pareció atravesarla para fijarse en algún punto más allá. Entonces cambió de tema con brusquedad—: ¡Si al menos Sophie sobreviviera! Por todos los santos, ¡ojalá lo consiga! —Se levantó y fue hacia la ventana—. ¿Quién puede haber hecho algo así? ¿Quién? ¿Te ha dicho la policía si tienen ya algún sospechoso?

Jessica notó que su dolor de cabeza, que en los últimos minutos había remitido ligeramente, volvía a taladrarla.

—El superintendente Norman dijo que la primera hipótesis siempre considera a alguien del círculo más cercano.

Leon la miró sin entender.

—¿El círculo más cercano? ¿Y eso qué quiere decir? ¿Uno de nosotros?

—No lo dijo de un modo tan directo, pero… sí, parece que tiene en cuenta esta posibilidad.

—¡Joder! ¡No puedo creerlo! ¿Uno de nosotros? Eso significa tú, Evelin o yo, ¿no? ¡Vaya gilipollez!

—Y Ricarda. Ella ha sobrevivido y nadie sabe dónde está.

—¡Ricarda es una niña de quince años!

—Lo sé. Pero sospechar de ella no es más absurdo que sospechar de nosotros, ¿no crees?

—Pues… sí. Vale, genial. Y supongo que, así las cosas, yo soy el que tiene más números, ¿no? Soy el único superviviente masculino, y los hombres suelen ser más propensos a cometer crímenes violentos. Además, debía una fortuna a Tim, mi matrimonio era un desastre y ya no podía complacer los deseos de mis hijas. Casi parece lógico que quisiera librarme de mi familia, y de paso del hombre al que debía dinero.

—Has olvidado a Alexander. —Se le hizo un nudo en la garganta al pronunciar su nombre—. ¿Por qué querrías matarlo?

—Bueno, quizá él lo vio todo. Y yo no podía permitirme dejar con vida a un testigo. Evelin pudo haberse escondido sin que yo la viera, y Ricarda y tú no estabais en casa. ¡Vamos! ¡Todo encaja! —Se dejó caer una vez más en la silla y soltó una risotada grotesca—. ¡El detective Norman estará encantado de resolver el caso con tanta rapidez!

—¿Pasaste toda la mañana en el campo?

Él se inclinó hacia delante y la miró fijamente.

—Vaya, tú también crees que…

—¡Yo no creo nada! Pero tienes razón, el superintendente podría entrever tus motivos y apretarte las tuercas, así que deberías prepararte. Supongo que ya te habrá preguntado dónde estuviste, pero te interrogará exhaustivamente cuando caiga sobre ti la sombra de la sospecha.

—¿La sombra de la sospecha? ¡Ésa sí que es buena! ¡Hace un buen rato que todos tenemos esa sombra sobre nuestra cabeza! ¿No me has dicho que cree que el asesino es uno de nosotros? A ti también te ha preguntado dónde estuviste, ¿verdad? ¡Pues claro que sí! Como a mí. Yo estuve hablando con el director de mi banco; eso puede comprobarse con facilidad. Lo que me va a costar es demostrar que mientras hablaba con él me encontraba a varios kilómetros de Stanbury House. ¿Y qué hice después? Pues me pasé varias horas tumbado sobre la hierba. De vez en cuando me levantaba y caminaba un rato descalzo por un arroyo. Acaricié unas ovejas. Por primera vez en meses me permití distanciarme de mis problemas. Actué como si estuviera solo en el mundo. Como si no hubiera nada más que esas ovejas, el prado, el cielo y yo. Cuando detuve el coche tenía taquicardia, pero desapareció al cabo de un rato de estar allí. El problema, claro, es que no tengo ni un maldito testigo que corrobore todo esto. ¡Ni uno solo!

—Leon… —comenzó ella, pero él no la dejó hablar.

—¿Y tú? —continuó—. ¿Qué les has dicho? Seguro que tú también te pasaste varias horas paseando por los alrededores sin ver un alma, ¿no?

—Exacto. Y eso es lo que les he dicho. Es la verdad.

—Pero no te preocupas porque no tienes un motivo, ¿verdad? ¿Por qué habrías de hacer algo tan horrible? Jessica la amable, la simpática, feliz con la llegada de su bebé e incapaz de hacer daño a una mosca…

—¡Eres un cabrón! —le espetó ella, súbitamente furiosa—. No te permito que me hables así, ¿me oyes? ¡No vuelvas a hacerlo! Mi marido ha muerto. Mi hijo ha perdido a su padre. No te metas conmigo sólo porque estás desesperado. ¡Yo también lo estoy!

Leon se calmó de pronto.

—Perdona —musitó—. Por favor, perdóname.

—Está bien.

Él volvió a levantarse.

—Fue ese Phillip Bowen, estoy seguro —dijo—. Mientras hablaba con el superintendente tuve la sensación de que me dejaba algo. Lo tenía en la punta de la lengua pero no acababa de venirme a la cabeza. Estaba desconcertado y confuso, pero sabía que me dejaba algo en el tintero. Phillip Bowen ya se coló una vez en la casa, y también amenazó varias veces a Patricia. Es un fanático, un loco, un chiflado. Llamaré a Norman para decírselo.

—Sé prudente, Leon. ¿Por qué habría de matar Phillip Bowen a tanta gente?

—¡Porque está como una puta cabra! Mira, Jessica, coincidirás conmigo en que lo sucedido tiene que ser obra de un completo chiflado, ¿no? Pues bien, Bowen es un chiflado obsesionado con una idea y posee todos los síntomas de una personalidad psicopática. ¡Lo hemos visto con nuestros propios ojos! —Sacó el móvil de su bolsillo—. Dame el número de Norman. Tienen que encerrar a Bowen inmediatamente.

—Leon…

—¡El número!

Se lo dio y, mientras lo oía hablar con el policía, se tapó la cabeza con la almohada. La funda olía a detergente y eso, curiosamente, la consoló un poco.