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…OLVIDAR TODO RECUERDO DEL CAMINO
Condujeron en silencio toda la noche sin saber realmente adónde iban. Zarza pensaba en las complicaciones que lo esperaban al regresar a Francia. De Vilgruy nunca lo perdonaría, aunque la responsabilidad por la muerte de sus dos agentes había sido más suya que de él. Puede que incluso le exigiera dimitir. Lo asombraba la calma con que de pronto encaraba la posibilidad de una vida nueva. La pérdida de un amigo como Yeruldelgger abría en él el abismo de una herida en la que naufragaban demasiadas certidumbres. Poco a poco, hipnotizado por aquellos paisajes lunares bajo la luz de los faros, abandonó incluso la idea de luchar contra De Vilgruy utilizando en su contra sus compromisos con Madame Sue. Aún no alcanzaba a comprender la razón, pero la desaparición de Yeruldelgger había hecho de él otro hombre. Sin que supiera realmente si era o no para bien.
Bekter, por su parte, sabía que al alba Sangajav pediría su cabeza. O sea, su pellejo. Pero no podía pensar en eso en aquel instante. Su raciocinio estaba ahogado por la marejada negra del recuerdo de Solongo. De su cuerpo esbelto, que tanto había deseado, de su excitación silenciosa, de lo rápido que se había ido y de todo aquel amor de paso que no le estaba destinado. Él no la culpaba por eso. Incluso en el caos de Ulán Bator, su amor sólo habría sido un amor nómada. Ahora que Yeruldelgger estaba muerto, se daba cuenta de ello. Solongo se lo había dado a entender, aunque él esperaba que con el tiempo…
—¿Quizá ahí arriba?
Zarza miró la colina erosionada que se recortaba contra el alba malva y aprobó la elección de Bekter. Hacía un buen rato que circulaban fuera de las pistas a través de la estepa. Lanzaron el todoterreno al asalto de la pendiente, y estuvieron a puntode volcar. Luego continuaron a pie y depositaron el cuerpo de Solongo un poco antes de llegar a la cima, protegido del norte por la loma, frente a la cinta sinuosa de un río que discurría al sur, de aguas doradas bajo los primeros rayos de un sol naciente que bañaba el mundo con su rocío puro. Buscaron la piedra más ancha, la más plana y blanca, y la deslizaron bajo la cabeza de la joven, cuyo rostro de pronto parecía despertar con el resplandor del sol. Luego partieron sin decir una oración y sin mirar atrás, dejando a Solongo en su nuevo mundo, poniendo buen cuidado en olvidar todo recuerdo del camino.