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«…CUATRO MESES SIN HACER EL AMOR»

Yeruldelgger llevaba un buen rato mirándola agachado detrás de la roca. Desde que había distinguido su silueta en la cima de la colina azulada de artemisas, al otro lado del valle salpicado de flores de aster plateadas y frágiles como el rocío de un alba transparente. Era una mujer. A caballo. Lo había adivinado por su manera de montar. No tan echada hacia delante como un hombre. Ni tan tiesa sobre los estribos. Ni tan fiada a la fuerza de los brazos para controlar la montura. Más armoniosa, con las caderas más anchas, abrazando con las piernas la panza del caballo para formar un solo cuerpo con él. Era buen jinete. Aunque desde tan lejos no podía distinguirle la cara, podía deducir su edad por la línea de los hombros y la curvatura de la espalda. Debía de estar cerca de la suya. En la otra vertiente de la vida. Pero todavía vigorosa.

Era imposible que ella no lo hubiera visto. Cuando él había salido del sueño acolchado de su yurta, su silueta apenas perceptible ya se recortaba contra el cielo de la colina. No había duda de que desde allí, bajo el frío de la mañana que precede al calor intenso, estaba esperando a que él diera señales de vida. Por lo tanto, ella lo había visto salir al fresco, con su deel sin ajustar, y dirigirse hacia la roca. Y, por supuesto, sabía quién era. O, al menos, qué tipo de hombre era. Habría reparado en la ausencia de rebaño. No había cabras para el cachemir y la leche, ni ovejas para la leche y la carne, ni camellos para la carga, ni yaks para la crema. La suya no era la yurta de un nómada. Era la de un bono, un burgués que se las daba de nómada. Seguro que ella había contado sus tres caballos e incluso adivinado desde tan lejos que no tenía yegua. Ni con qué fermentar la leche para hacerse el airag. De modo que más o menos se había hecho una idea de él, y luego había esperado a que diera señales de vida. Tampoco le cabía duda de que ella sabía perfectamente qué hacía él detrás de la roca.

Sin hacer un gesto, la mujer ordenó al caballo descender la colina al paso, y él la vio aproximarse. No se dirigía a la yurta. Se acercaba tranquilamente, sin que lo que él estaba haciendo la detuviera. Yeruldelgger apoyó firmemente los pies sobre las tablas, separándolos un poco para tener más estabilidad. Por encima de la roca tan sólo asomaba su cara, con una expresión jocosa. La jinete remontaba ahora la ladera de su lado del valle, inundado del primer sol de la mañana y tapizado de gencianas, claveles enanos y geranios salvajes. Cuando estuvo a medio camino, Yeruldelgger vio que llevaba un deel reluciente, bordado con unos motivos dorados, y un arco en bandolera. De la silla de montar colgaban unas alforjas y un carcaj del que sobresalía el emplumado amarillo y verde de un puñado de flechas. Eso lo puso de buen humor. La visión de aquella guerrera, aquella amazona bajo la luz del amanecer, era inesperada y le encantaba, a pesar de lo incómodo de la posición que él había adoptado. Dejó que se acercara mientras admiraba su maestría en la monta, su gracilidad y el porte altivo a pesar de la edad. Había acertado. La mujer llevaba sobre los hombros el peso de al menos la mitad de una vida, pero la expresión tranquila de su rostro hacía pensar que todavía le quedaba mucho por vivir. De nuevo, sin hacer un gesto, detuvo el caballo a la distancia justa para poder hablarle.

—Supongo que no vale la pena que te pida que sujetes a tus perros —dijo ella con una sonrisa que le rejuveneció el rostro de mujer vivida.

—La verdad es que no, en efecto —respondió Yeruldelgger, espantando una mosca que zumbaba alrededor de sus rodillas.

—He venido a pedirte ayuda —dijo ella.

—¿De verdad crees que estoy en condiciones de socorrer a alguien?

—Puedo esperar.

—Eso es justo lo que yo no podía hacer —dijo él, divertido.

—Estoy buscando a mi hija, ha desaparecido. Quiero que me ayudes a encontrarla.

Yeruldelgger permaneció unos instantes concentrado en lo que estaba haciendo y en lo que ella acababa de pedirle.

—¿Por qué yo?

—Porque sé quién eres.

—¿Lo sabes?

—Sí, eres Yeruldelgger.

—Entonces también sabes que ya no estoy en la policía.

—Lo sé. Por eso te he escogido. No quiero a un funcionario para encontrar a los que se han llevado a mi hija. Quiero a alguien que me ayude a castigarlos.

Otro díptero coprófago lustroso e iridiscente rodeó la roca, desdeñando las graciosas gencianas que salpicaban la hierba tierna de un azul luminoso, para merodear detrás de él.

—Escucha, abuela, soy consciente de la reputación que me han dado mis últimas investigaciones, pero no soy un justiciero. O mejor digamos que ya no lo soy.

Un atisbo de orgullo hizo que la mujer alzara el mentón y su porte se irguiera sobre el caballo.

—¿No crees que has vivido un poco más que yo como para permitirte tratarme de abuela?

—Como quieras, abuela, seguramente tienes razón, pero de pronto, así subida en lo alto de la montura, tienes aspecto de estar jugando a las amazonas.

—Eso es porque no esperaba encontrarme a un Alejandro de tan poca talla cagando de esa manera, agachado entre las gencianas y las amapolas.

—Cago como lo han hecho siempre los nómadas, hermanita, y como supongo que debió de hacerlo también tu Alejandro: en un agujero excavado en la inmensidad de la estepa. ¿Así que yo sería tu Alejandro Magno? ¿De qué conoces las leyendas antiguas?

Ella no respondió y sacó de una de las alforjas que colgaban de su silla una botella de plástico llena de airag. Con el cuello completamente arqueado hacia atrás, de cara al cielo, bebió tres tragos largos de esa tibia leche de yegua fermentada por el sol y el sudor del caballo y luego se la tendió a Yeruldelgger, que la rechazó.

—Es un poco pronto para mí.

—Te equivocas. Esto es bueno para lo que tienes.

—Lo que tengo es algo cotidiano y natural; no te preocupes por mi tránsito intestinal, hermanita.

—De todos modos, cuando tengas un momento, busca esa planta lanuda de tallo alto y gris que en verano florece en corolas pequeñas de color rosa pálido. Pon a hervir sus raíces, pélalas y déjalas macerar en agua fresca de río. No es común en nuestras tierras, pero la encontrarás en las llanuras húmedas. Los europeos preparan con ella golosinas blandas. Así te resultará más fácil hacerlo por la mañana y te encontrarás mejor.

—Así que somos Myrina la Amazona y Alejandro Magno en el reino de las letrinas —dijo Yeruldelgger—. Una vez más: ¿de qué conoces esa leyenda?

—Yo soy como tú, una bono, una burguesa nómada. Vivía en Ulán Bator y enseñaba Historia.

—¿Y cuándo se produjo tu gran retorno a la naturaleza?

—Hace ya veinte años.

—Entonces eres más nómada que burguesa, ¿no?

—Por desgracia, en nuestra cabeza somos siempre lo que éramos al principio.

—¡Espero que no! —suspiró Yeruldelgger.

Le dolían un poco las rodillas, relucientes por la flexión, y detrás de la roca otros dípteros más temerarios le hacían cosquillas en las nalgas sin ninguna vergüenza.

Ella lo miraba en silencio desde lo alto del caballo mientras el alba se evaporaba como si aquella fuera la primera mañana del mundo.

—Evidentemente, soy muy consciente de que no estoy en una situación ventajosa —concedió él.

—Por lo que veo sigues siendo un buen mozo, abuelo.

—Me tomo lo de buen mozo como un cumplido y lo de abuelo como un gesto de deferencia, pero puestos a escoger te habría preferido más irrespetuosa.

—¿Cómo? ¿Es que querrías que a nuestra edad nos encontráramos como Myrina y Alejandro, para engendrar en trece días de coitos ininterrumpidos al hijo más hermoso del conquistador más grande de todos los tiempos y de la más cruel de las reinas guerreras?

—No, pero habría preferido que me hubieras visto como un guerrero conquistador y no como un anciano cagando.

Ella se inclinó hacia el costado de la silla para alcanzar otra alforja y sacó un rollo rosado de papel higiénico Lotus Aquatube de triple espesor, versión china, que le lanzó sin avisar. Él lo atrapó al vuelo sin levantarse de su lugar tras la roca.

—¡Estamos entre bonos! —se burló ella.

—Hermanita, no te ofendas, pero esta parte prefiero hacerla en la intimidad. Espérame en la yurta. Allí encontrarás todo lo necesario para preparar té.

Ella lo miró, con media sonrisa en el rostro, y su montura dio media vuelta sin que ella hubiera tocado siquiera las riendas. Pero no se alejó.

—¿Me tomas por tu mujer sumisa? ¿Por tu cuñada? ¿Por tu abuela devota? Eres tú quien tiene que ofrecerme ese té. Yo soy la viajera que viene de lejos. Es a ti a quien corresponde el deber de la hospitalidad.

Ella le hablaba de espaldas, con las manos posadas tranquilamente en el pomo de la silla. Él aprovechó para vestirse y se frotó las manos con arena. Luego la alcanzó y la sobrepasó sin detenerse. Oyó cómo el caballo lo seguía al paso.

—Entonces, has dicho que han secuestrado a tu hija.

—Yuna desapareció de casa hace tres meses.

—Pensaba que eras una bono que vivía en una yurta.

—Sólo unas almas moribundas como las nuestras irían a buscar en la tradición el regreso a los orígenes. Una chica de hoy en día por nada del mundo aceptaría perder su juventud en una tienda plantada en el culo del mundo, a cientos de kilómetros del Maxi Best Of más cercano.

—Debías de ser una buena profesora —dijo él, burlándose de su vocabulario—, pero puede que no hayas sido tan buena madre… ¿Tu hija vivía contigo?

—No, compartía un chalet con otros estudiantes, en los suburbios de Dalanzadgad.

—¿Y está desaparecida?

—Sí, se fue con un grupo a protestar contra no sé qué proyecto minero en el Gobi y no regresó.

—¿Qué dicen los otros, los que la acompañaban?

—Iban repartidos en varios coches. Regresaron jugando a meterse por pistas diferentes a través de la estepa, haciendo apuestas estúpidas sobre quién llegaba primero. Al volante iban unos chicos que se las daban de rebeldes sin causa, más en plan Fast and Furious que en plan James Dean. Creyeron que ella se había perdido y la esperaron en Dalanzadgad. Pero nunca llegó.

—A su edad, tú también jugabas a esas estupideces, ¿no?

—Por supuesto, pero en esa época, estuviera borracha o perdida, mi caballo siempre me traía de vuelta por sí solo hasta el campamento.

—No hay duda de que un Toyota tiene menos instinto que un alazán del Grokhi. ¿Yuna iba sola en el coche?

—No. Iba con su amiga Gova.

—¿Y Gova?

—También está desaparecida.

Caminaron en silencio. Delante de ellos, varios cientos de metros de llanura florecida de edelweiss y luego una cuesta suave hasta la línea erosionada de otra colina, más allá del río. Este acababa en un talud de verdor, un kilómetro más lejos, que frenaba el avance del gran desierto de arena ondeante de dunas que se extendía del otro lado como la marejada inmóvil de un océano. Mucho más lejos, en el horizonte, como si se tratara de otro acantilado, se alzaban los últimos contrafuertes marrones de la cadena montañosa del Altái. La estepa no era sino una sucesión de olas inmóviles de piedras ocres, hierbas azules y arena dorada. Cuando se las mira de reojo durante la ascensión a una cima, pegadas a un cielo bajo e inmenso, uno siente como si el oleaje lo levantara. Y descender por el otro lado, a pie o a caballo, llevado por el impulso y la pendiente, resulta tan embriagador como surfear una ola en el océano. Al menos eso era lo que imaginaba Yeruldelgger, que nunca había visto un mar de verdad. Sin embargo, no había sido él quien había elegido aquel lugar. El Nerguii, su maestro de pensamiento en el séptimo monasterio, lo había hecho por él. Allí, alejado del caos de Ulán Bator, debía meditar, apaciguar la ira y encontrar el perdón por todos los crímenes que había cometido.

Llegaron al río, en cuya orilla había una jarra y una palangana bocabajo. Yeruldelgger pidió a la mujer que lo disculpara un momento. Se desvistió sin atisbo de pudor, le pidió que pusiera su ropa en un lugar seco, para no dejarla sobre la hierba todavía perlada de rocío, y se lavó el cuerpo echándose agua del río con la jarra. Cuando estuvo limpio, y tras arrojar el agua sucia en la hierba, lejos de la orilla, entró en la corriente helada para bañarse. Ella admiró sin disimular sus músculos nudosos, que se tensaban bajo el sobrepeso incipiente, contó todas sus cicatrices, una a una, y no dejó de mirarlo cuando se dirigió hacia ella con el sexo encogido por el frío.

—Al fin y al cabo, puede que tú sí seas una especie de Alejandro —bromeó al tenderle la ropa.

—Ni lo sueñes, hermanita, este cuerpo machacado ha librado demasiados combates como para resistir trece noches de celo.

—Con una bastaría. Yo tampoco soy la reina de las amazonas.

Él se estaba poniendo los pantalones, pero se detuvo para mirarle el rostro. Ella lo observaba como lo hacen las mujeres en Mongolia. Sin vergüenza y directo a los ojos.

—¿Cómo te llamas?

—Tsetseg.

—¿Y por qué, abuela con nombre de flor, crees tú que han secuestrado a Yuna?

—¿No te han llegado esos rumores horribles sobre chicas que desaparecen sin dejar rastro y a las que nadie vuelve a ver?

—No, ¿tú sabes de otros casos de desaparición?

—Tengo plantada la yurta a la entrada del valle de Yol. He tardado seis días a caballo en llegar a la tuya. Durante esos seis días he oído hablar al menos de otras dos desapariciones.

Llegaron a la yurta, ella a caballo y él a pie, ligeramente por delante y hablándole sin volverse. Ella no esperaba que él la ayudara a bajar, y él tampoco hizo ademán de que fuera a hacerlo. Sin embargo, entró el primero en la tienda para poder recibirla. A ella le alegró descubrir que la yurta estaba arreglada respetando las tradiciones. Él le indicó, como se debe, el lugar, al fondo a la izquierda, reservado para los invitados, y ella dejó el arco y las flechas en el exterior por respeto a los espíritus de los ancestros. Se sentó en el suelo con las piernas medio recogidas, apoyándose en la colorida cama de las visitas y con cuidado de que sus pies no apuntaran a la estufa central, y sacó de un bolsillo una tabaquera pequeña que le ofreció con las dos manos, los brazos extendidos y las palmas hacia arriba. Él la aceptó, arrodillándose cerca de ella para darle las gracias, la contempló, abrió el cierre de latón de la tapa y le ofreció a su vez una pizca de tabaco para liar. Cogió un poco para él antes de levantarse e ir a preparar el té salado con mantequilla. Bebieron en silencio la primera taza humeante, y luego ella le contó todo lo que sabía de las desapariciones de chicas en la región. Él la escuchó sin interrumpirla. Después de una hora sin parar de hablar, ella se quedó en silencio y él se levantó a preparar más té. Cuando Yeruldelgger se dio la vuelta para llenarle de nuevo la taza, ella estaba de pie y desnuda, con una sonrisa imperceptible en los labios a pesar de su mirada, que nada pedía. Yeruldelgger no dijo palabra. Miró aquel cuerpo, que mostraba su edad sin avergonzarse, tal como ella había mirado el suyo junto al río, sin pudor. Ella se le acercó para desnudarlo y él no opuso resistencia.

Mucho más tarde, cuando ella quiso empezar otra vez, él salió al sol riendo y apoyó la urga, bien derecha, al lado de la puerta. Según la tradición, una pértiga de madera clavada orgullosamente hacia el cielo lanzaba un mensaje muy claro a la estepa: dentro había un hombre empalmado y una mujer satisfecha.

Por la tarde, agotados los dos, ella preparó el té.

—Gracias por este regalo —le murmuró al oído.

—Pero… —replicó él, percibiendo una reserva en el cumplido.

—Pero me has hecho el amor como un hombre que ama a otra.

—¿Cómo puedes decir eso?

—Demasiado ardor para un cuerpo avejentado como el mío, demasiada ternura para una desconocida que sólo has visto un día, demasiadas atenciones para un amor de paso. ¿Cómo se llama ella?

—… Solongo.

—¿Y no está aquí?

—No, vive en Ulán Bator.

—¿Eso no queda un poco lejos de tu cuerpo?

—Tú eres la prueba de que sí…

—Lo siento por ella, pero dale las gracias de mi parte.

—¿Por qué?

—Por haber hecho posible este amor nómada. ¿Vas a ayudarme de todos modos a encontrar a Yuna?

—¿Y a castigar a quienes la han secuestrado?

—¡Y a castigarlos, sí!

—Escucha, estoy aquí porque en mi vida anterior no había más que violencia y cólera. Mi maestro, el Nerguii, me ha vuelto a dar una oportunidad, la última. Es un sabio; recibí sus enseñanzas de joven. Siguiendo sus consejos, me he retirado apartado de todo en busca de lo que los cristianos llaman «redención» y que él define como «retorno a la armonía». ¿Qué voy a decirle si ahora me voy contigo en busca de venganza?

—Nada —dijo ella—. Si es cierto que ese viejo maestro tiene poderes, simplemente deberías pensar que ha sido él quien me ha traído hasta ti…

Yeruldelgger sonrió ante su sensatez. Tenía la soltura del desengaño, sin vanidad ni arrogancia pero también sin vergüenza. Estaba desnuda delante de él a pesar de su edad porque ese era el orden de las cosas. Y él se lo agradecía. Ella se subió el pantalón y se cruzó el deel sobre los pechos con una elegancia que le sorprendió, por la naturalidad y serenidad del gesto.

—Tú también deberías ponerte algo e ir a verlo, ya hace un buen rato que te espera.

—¿Tú también has reparado en él?

—Se ha mantenido a cierta distancia, pero no ha intentado esconderse.

Yeruldelgger se puso a su vez el pantalón, aunque salió de la yurta con los pies y el torso desnudos. El hombre estaba allí, a caballo, delante de la puerta, y era una mujer. Yeruldelgger se extrañó de no haberlo adivinado, como había hecho con Tsetseg. Era bastante alta, más bien bonita y mucho más joven que la mujer a la que acaba de amar. Llevaba un deel de seda azul pálido, un pantalón negro y unas botas de cuero blando.

—Buenos días, abuelo. Como he visto la urga en la puerta, he preferido no preguntarte por tus perros y esperar.

—Has hecho bien, hermanita. ¿A qué esperas?

—Te espero a ti —dijo ella sin pestañear.

Mantenía la misma postura orgullosa sobre el caballo que Tsetseg unas horas antes, sólo que un poco más tensa. Un poco más varonil.

—Me halagas —respondió Yeruldelgger sonriendo—, pero no soy polígamo, ni siquiera en amores nómadas.

—Ya tengo bastante con los míos, abuelo, créeme. Me alegra que la vieja jinete y tú os hayáis encontrado, pero no vengo por tu cuerpo. Vengo por el mío.

Tsetseg había salido para unirse a Yeruldelgger en el umbral de la yurta. Hombro con hombro frente a la joven amazona, como una pareja de ancianos de la estepa.

—No veo qué puede necesitar tu cuerpo —respondió él—, pero si está herido por fuera o dañado por dentro, ni soy médico ni soy chamán.

—No se refiere a su cuerpo —lo cortó Tsetseg.

—¿Cómo?

—No estás hablando de tu cuerpo, ¿verdad?

—No —respondió la joven.

—Ajá, ¿lo ves?

—¿Ver, qué? ¿Qué significan esas medias palabras de vieja bruja nómada? ¿De qué cuerpo está hablando entonces? —dijo Yeruldelgger irritado, volviéndose hacia Tsetseg.

—Pregúntaselo a ella, ¡después de todo es suyo!

—Bueno, se acabó, ¿de acuerdo? ¿Qué cuerpo es ese? —dijo él con exasperación, mirando a la joven jinete.

—El de un hombre que he encontrado a una hora de galope de mi casa.

—¿Herido?

—Muerto.

—¿Y sabes quién es? ¿Lo conocías?

—Yo también había plantado la urga a la puerta de mi yurta. Compartía amores nómadas con él desde hacía varios días.

—¡Vaya con el polen afrodisíaco de los edelweiss de la estepa! ¿Y para qué me necesitas? ¿Para llevar el cuerpo hasta tu yurta?

—No, ya no tengo yurta.

—¿Y por qué no tienes yurta?

—Los que mataron a ese hombre la quemaron.

—¿Por qué?

—Era extranjero.

—¿Y crees que por eso lo mataron y te castigaron? ¿Habéis sido víctimas de una de esas redadas racistas?

—No. Creo que lo mataron por lo que él era y que quemaron la yurta por lo que él había escondido en ella.

En ese momento, Yeruldelgger sintió aflorar sus viejos reflejos de investigador cansado. Se masajeó el rostro con las anchas palmas de las manos para activar la mente de poli y poner un poco de orden en lo que acababa de oír.

—Escucha, hermanita, ¿por qué no nos presentas lo ocurrido de una manera más ordenada y simple? Mira, algo así como: «Fulano escondía tal cosa en mi yurta y por eso Zutano la ha quemado después de matar a Fulano». ¿Puedes hacerlo?

Ella no parecía entenderlo. O no quería, lo que venía a ser lo mismo. Así que Yeruldelgger se resignó a hacerle una última pregunta.

—¿Sabes al menos qué era lo que escondía él en tu casa y que sus asesinos querían recuperar?

—Sí —respondió ella.

Yeruldelgger esperó unos instantes mientras repasaba todos los parámetros, varioaltímetros y cuadrantes del potenciómetro de su cólera. Llevaba cuatro meses retirado por orden del mismísimo Nerguii, lejos de todo, lejos de su ciudad, lejos de su antiguo trabajo, lejos de sus amigos y del cuerpo y el alma adorada de la mujer a la que amaba, y en pocas horas se había rendido a su primer amor nómada, con una vieja amazona, y a su primer ataque de cólera, con otra más joven. Tsetseg tenía razón: ¡uno siempre es lo que era al principio!

—¿Y bien? —consiguió articular a través de las mandíbulas, que apretaba para contenerse.

—¿Y bien qué?

—Hermanita, soy un expoli apenas arrepentido de haber vivido veinte años de violencia. Me has arrancado de los brazos de la primera mujer con la que hago el amor tras cuatro meses de descanso. Has venido a mi retiro a despertar todos los demonios que antaño me hicieron perder la cabeza y el trabajo, así que no me saques de quicio, que además me sienta fatal, y dime las cosas sin obligarme a arrancártelas. ¡Eres tú quien ha venido a buscarme, no lo olvides!

Montada en el caballo, la chica alzó la vista al cielo, indecisa, como calibrando la propuesta. Yeruldelgger estaba a punto de explotar, pero Tsetseg le puso suavemente una mano en el brazo para pedirle que tuviera paciencia. Luego la chica se decidió, introdujo una mano bajo el deel de seda azul y como por arte de magia sacó un paquete de hojas medio calcinadas y se lo tendió.

—¡Esto! —dijo ella.

Yeruldelgger se acercó y alargó un brazo hacia los papeles. El caballo, sorprendido por el movimiento, se encabritó y la joven jinete le susurró unas órdenes a la oreja para calmarlo. Un estremecimiento eléctrico le recorrió la grupa y sacudió las crines en señal de sumisión, pero, quizá para que Yeruldelgger lo considerara un animal valiente, atrapó las hojas entre el hocico baboso. Sólo se salvaron las que la bestia no tuvo tiempo de masticar con sus molares amarillentos. En ellas había cifras y cálculos alrededor de unos esquemas curiosos.

—¿Qué es esto? —preguntó Yeruldelgger.

—No lo sé —respondió la joven.

—Entonces, ¿por qué has venido a verme con ello?

—Por lo que hay escrito detrás.

Yeruldelgger giró una hoja y distinguió algunas palabras a pesar de la caligrafía, muy fina y abrupta. «Réseau de décrochements, orogénèse hercynienne, sédiments piégés, structures de déformation».[1]

—Está en francés —dijo Yeruldelgger con asombro.

—Por supuesto, ¿por qué crees que he venido a verte a ti?

—¿Qué? ¿Cómo sabes que hablo un poco de francés?

—Has vivido demasiado tiempo en la ciudad, abuelo. ¡Estás en la estepa, y aquí todo se sabe!

Yeruldelgger se volvió hacia Tsetseg, incrédulo, para ponerla por testigo.

—¿Te lo puedes crees? ¡Sabía que hablo francés!

—Claro, y yo que llevabas cuatro meses sin hacer el amor.