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…QUIZÁ PERDIDO ÉL TAMBIÉN

Dejaron a De Vilgruy al cuidado de los cuerpos de sus agentes para poder llevarse a bordo del helicóptero al más viejo de los cuatro ancianos nómadas. Con su gastado deel azul, que olía a sudor de caballo y a tabaco frío, este pegó su cara al plexiglás de la cabina, fascinado al descubrir su estepa desde el aire. Pero pasado el primer momento de sorpresa y asombro, recuperó enseguida sus instintos de nómada y buscó las referencias. Las barrancas, los montes, los senderos, las charcas, los ovoos de piedras adornadas con cintas azules, todo lo iba nombrando con pasmo en una larga letanía susurrada.

Una hora antes de despegar, sus tres compadres habían partido de reconocimiento en sus monturas, impacientes por alejarse del aparato. Siguieron las huellas del Land Cruiser en la hierba, la gravilla y la arena, y regresaron para explicarles que el coche se había adentrado por una pista abandonada y que se dirigía hacia el este, rumbo a la frontera china. El viejo nómada, muerto de risa, había hecho entonces una seña a Fifty para indicarle que podían despegar en esa dirección. Después establecieron cuatro etapas siguiendo sus risueñas órdenes. El piloto se posó primero cerca de una yurta perdida, para intriga de los niños, que no tardaron en asustarse. Luego, cerca de un jinete solitario, espantando a los caballos desgreñados que este miraba pastar en libertad. Junto a un cazador sentado, orgulloso e inmóvil, al lado de su vivac, en lo alto de una colina puntiaguda, a caballo entre dos valles. Y de nuevo, cerca de otra yurta desde la que una mujer los miró levantar el vuelo bendiciendo al helicóptero con cuatro gotas de leche que lanzó hacia los cuatro puntos cardinales, como manda la tradición. En cada ocasión, un hombre, una mujer o un niño había dicho al viejo nómada en qué dirección había desaparecido el coche, y quién podría ser, en esa parte del mundo, la persona a la que preguntar en la siguiente etapa. El último fue un camellero. Él había visto el Land Cruiser adentrarse en la pista que enfilaba directamente hacia el costado de las dunas. Desde hacía ya varias semanas, el Gobi había cortado la pista y se había tragado parte de ella, y todavía nadie había abierto otra para rodear de nuevo aquel desierto en movimiento. Pero él había seguido con la mirada durante un buen rato a aquel vehículo inesperado, que avanzó junto a la larga lengua de dunas hasta llegar al frente de arena que había empujado el viento. El desierto había expulsado hacia el norte a los nómadas cuando los dientes de sus animales empezaron a chirriar por el silicio. Ya no iban a encontrar a nadie entre las dunas que pudiera hablarles del coche, aparte de la posibilidad remota de hallar a algún jinete, quizá perdido él también.