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«¡PÓNGASE A ELLO!»

De Vilgruy se temía lo peor. Con Zarzavadjian siempre se temía lo peor, pero le habían pedido un hombre de confianza. El primer ministro en persona. Por mediación del consejero, por supuesto.

El señor republicano de aquellos lugares principescos los había conducido hasta el jardín, entre reverencias de la servidumbre y militares en posición de firmes. Ahora paseaban por el parque como cuatro amigos. Como en la película El corazón de los hombres, pero de traje y corbata, salvo por supuesto Zarza, que no había encontrado el momento de anudarse una.

—Este es el cerezo silvestre de François Fillon —dijo el primer ministro, señalando con un gesto amplio de la mano un árbol de corteza gris y rayada, de hojas de un verde apagado salpicado de blanco. Y añadió en tono confidencial—: Es la primera vez que demostró tenerlas.

—¿El qué? —preguntó De Vilgruy, cayendo de cuatro patas en la trampa.

—¡Un par de cerezas! —dijo el primer ministro saboreando su respuesta.

El consejero rompió a reír animando y mirando a Zarza para que también se partiera de risa.

De Vilgruy lo había prevenido. Sólo él participaría en el jueguecito habitual de los jardines de Matignon. Desde Pierre Mauroy, se había impuesto la tradición de que cada nuevo ocupante plantara un árbol de su gusto en el jardín de la calle de Varenne.

—Salvo Chirac —precisó el primer ministro con una mirada cómplice.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué? —preguntó De Vilgruy, dispuesto a sacrificarse.

—¡Porque él prefería sembrar a sus criadas más que árboles! —dijo muerto de risa el primer ministro golpeando en la espalda a De Vilgruy.

El paseo y las agudezas continuaron un buen rato. He aquí el olmo de Jospin, el árbol preferido de los hijos de Hipnos, dios del sueño, y de Tánatos, dios de la muerte. «¡Eso explica su alegría de vivir y su pinta de bufón puritano estreñido!». El arce plateado, «con mucha plata», de Balladur. El ginkgo biloba de Édith Cresson, un macho y estéril, dado que no hay un espécimen hembra en las proximidades. Es el árbol más viejo del mundo, los dinosaurios ya se comían sus hojas. «¡Igual que ella, que conoció a Mitterrand, ja, ja, ja!».

El primer ministro había plantado un roble, como Mauroy y Fabius (y también Villepin, «pero ¡el suyo era de una especie pedunculada, ja, ja, ja!»). Zarza se disponía a preguntarle si no temía alusiones a la puntita de su bellota cuando De Vilgruy le trituró el brazo con un apretón que no admitía réplica.

Por suerte, el primer ministro decidió de pronto volver al asunto por el que los había convocado. Comenzó a remontar el paseo, con ciento once tilos podados en marquesina, hasta la estatua de Pomona vertiendo la abundancia de su cuerno.

—De Vilgruy, los he hecho venir por ese asunto delicado del que le hablé y del que me ha informado mi consejero.

—Lo que quiere decir el primer ministro —intervino el consejero— es que el asunto es verdaderamente delicado.

—De Vilgruy, ¿está seguro de que el señor es el hombre adecuado para esta situación? —preguntó el jefe de Gobierno señalando a Zarza con una mano y sin apartar la mirada de De Vilgruy.

—Lo es, señor.

—Lo que quiere decir el primer ministro es que tiene que serlo de verdad.

—Lo es de verdad —repitió De Vilgruy.

—Un hombre de nuestros servicios secretos ha muerto en Mongolia. Un contratado. Asesinado. Oficialmente, ha sido durante el transcurso de una riña entre nómadas y mineros. Por lo visto es algo corriente en ese país. Oficiosamente, no hay duda de que ha sido asesinado.

—Lo que el primer ministro quiere decir es que ha sido asesinado a propósito.

—Ya lo había entendido —respondió Zarza con educación—. Por otra parte, es muy raro ser asesinado sin querer.

Por primera vez, los dos políticos lo miraron de verdad, dubitativos y en silencio. Luego el primer ministro prosiguió:

—El departamento que le encargó el trabajo a ese hombre se ocupará de lo relacionado con su muerte. Ese no es nuestro problema. Nuestro problema es saber quién lo mató, cuando se suponía que su presencia no había despertado sospechas, y por qué.

—Lo que quiere decir el primer ministro es que quiere saber cómo fue desenmascarado y por qué fue eliminado.

—Eso es. Por qué y cómo.

—¿Y cuál era su misión? —preguntó De Vilgruy.

—Investigaba unas prospecciones geológicas realizadas por unas organizaciones universitarias no gubernamentales que habían despertado nuestra curiosidad.

—Lo que el primer ministro quiere decir es que sospechamos de la actividad real de esas oenegés.

—Eso es. De su actividad real.

—Así que lo que quieren es que investiguemos a esas oenegés —concluyó De Vilgruy.

—Es un poco más complicado que eso —dijo el primer ministro—. Tras la muerte de nuestro agente han sucedido otros dos hechos que vienen a justificar nuestras sospechas.

—Lo que quiere decir el primer ministro es que ahora tenemos más razones para estar inquietos.

—Eso mismo. Inquietos. Por un lado, en Nueva York, han tirado por la ventana a un ciudadano mongol, antiguo presidente de la Comisión de Atribución de Concesiones Mineras. Y por otro, a un directivo importante de una sociedad minera australiana fuertemente implantada en Mongolia lo han encontrado muerto en la región occidental de Australia, en la zona de Perth, me parece.

—Así es —confirmó el consejero—, cerca de Perth, señor primer ministro.

—Y lo más sorprendente es que, según las informaciones que han recogido nuestros servicios, los dos cadáveres, a diecisiete mil kilómetros de distancia, han aparecido marcados con una huella de lobo en la frente.

—¿El de su hombre también?

—No, pero en la misma zona que él han encontrado los cadáveres de cuatro hombres, una especie de milicianos mongoles, marcados con esa misma huella. Y pensamos que quizá esté todo relacionado.

—¿Cómo? —se atrevió a preguntar De Vilgruy.

—Todavía no se lo podemos decir —respondió esquivo el primer ministro.

—Lo que el primer ministro quiere decir es que todavía hay datos que son confidenciales.

—Eso es. Confidenciales, de momento. Entonces, ¿qué piensan de esos cuerpos marcados con una huella de lobo?

—Lo que el primer ministro quiere saber es qué piensa usted sobre esto. Por lo visto ya ha operado antes en Mongolia.

De Vilgruy se volvió hacia Zarza, a la espera de escucharle decir lo que quería oír, lo que habían ensayado antes de que el primer ministro los recibiera. Un discurso educado y respetuoso, neutro, obediente, sin comprometerse, que les permitiera meterse, ensuciándose lo menos posible las manos y la reputación, en lo que sin duda era un pozo de mierda. Todas las miradas se concentraron en Zarza, que sacó un puñado de pipas tostadas del bolsillo y se las ofreció. Los otros sólo abrieron un poco más los ojos, dejando traslucir su estupefacción, lo que no impidió que Zarza comenzara a romper las pequeñas cáscaras saladas con los dientes.

—Entonces, ¿qué piensa usted? Cadáveres marcados con una huella de lobo…

—Es difícil de decir —respondió Zarza—. Quizá se trate de una maquinación de Caperucita Roja. O de un Wolf Gang, una secta de melómanos satánicos, ¡vaya usted a saber!

Un mismo silencio sirvió para expresar la perplejidad del primer ministro, la resignación de De Vilgruy y la exasperación del consejero.

Sin esperar la respuesta de su patrón, Zarza sacó un móvil y marcó un número largo, deteniendo con la mirada cualquier asomo de protesta por parte de los otros. Sin embargo, él mismo pareció vacilar un momento antes de empezar a hablar en ruso.

—Aló… ¿está Yeruldelgger?

—No. ¿Quién es?

—¿En qué idioma está hablando? —quiso saber, inquieto, el primer ministro.

—Lo que el primer ministro quiere saber es que si está hablando en ruso.

—Sí —confirmó De Vilgruy, antes de que Zarza lo hiciera callar con un gesto vehemente.

—Pero este es el número de Yeruldelgger, ¿no es así?

—Sí. ¿Quién lo busca?

—¿Solongo?

—¿Zarza?

—Sí. ¿Por qué respondes tú al móvil de Yeruldelgger?

—Porque no está aquí. Yo cojo sus llamadas por si acaso…

—¿Y cuándo vuelve?

—Por el momento no vuelve. Se fue a hacer una especie de retiro espiritual. En algún lugar del sur. No tiene contacto con nadie ni teléfono. Esas fueron las instrucciones del Nerguii.

—¿Y se encuentra bien?

—No lo sé.

—¿Y tú?

—Tampoco lo sé.

Luego Zarza habló y escuchó también un buen rato, para exasperación del consejero, perplejidad del primer ministro y desesperación de De Vilgruy. Cuando cerró la tapa del teléfono, los tres hombres se sobresaltaron, como si salieran de una hipnosis colectiva.

—Mi contacto en Ulán Bator ha partido para hacerse el místico entre las dunas de uno de los desiertos del sur. Pero a pesar de nuestra desgracia, hemos tenido suerte. Su compañera es médico forense y tiene un pequeño regalo para ustedes. Los cuatro cadáveres aplastados, con la huella de lobo en la frente, pasaron por sus manos, aunque después desaparecieron, y hay muchas posibilidades de que a ellas vaya a parar también el de su hombre.

El primer ministro y el consejero no podían apartar la mirada de Zarza. De Vilgruy se relamía.

—Él es el hombre para este asunto —confirmó conteniendo el orgullo.

—Entonces ya sabe lo que debe hacer. ¡Póngase a ello!