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…DE UN PUÑETAZO

Nadie se atrevía a decir ya nada delante de las pantallas del paso comercial. La muchedumbre de nómadas permanecía silenciosa alrededor de unos pocos mineros, noqueada por lo que acababa de ver y de oír. Incluso los pequeños jinetes, que no entendían gran cosa de aquellas historias de mayores, habían enmudecido sobre sus caballos inmóviles, perturbados al ver a todos los ancianos con lágrimas en los ojos. Sobre todo los mineros. Ellos habían traicionado un sueño ancestral por otro sueño más contemporáneo, y ahora ambos sueños desaparecían al mismo tiempo y sólo quedaba la traición. Todos se miraban buscando en los ojos de los demás el arrepentimiento o el perdón. Luego dirigieron la vista hacia el capataz que los había acompañado hasta el paso comercial. Él abrió los brazos, derrotado e impotente. Se levantó y se dirigió hacia el hombre del Ejército de los Mil Ríos, le puso las manos sobre los hombros, lo miró largo rato y sin ningún pudor apoyó la cabeza en su pecho para llorar. El otro lo estrechó entre los brazos, luego lo apartó despacio para enderezarlo y devolverle un poco de compostura.

—Por eso luchamos —dijo—, por eso un hermano ha aceptado ir a prisión en Nueva York y otro ha entregado su vida en Australia. Para que nos devuelvan nuestro país. Este país es nuestro, tan tuyo como mío. La tropa que Jebe ha reclutado no ha levantado las armas contra vosotros. Ni contra las minas. Ha levantado las armas contra los extranjeros que sólo vienen a robar.

El hombre no respondió. Con un gesto de la cabeza reunió a sus compañeros, y con otro de la mano rechazó que los devolvieran en los Hummer. Los nómadas los vieron alejarse, arrastrando el paso y con la cabeza baja, sin decir palabra, hasta llegar a la línea amarilla de los buldóceres, unos cientos de metros más lejos, e imaginaron sus primeras palabras y la silenciosa onda de decepción y rabia que iba a sacudir a los otros. Subida a un Hummer, Guerléi los observaba con los prismáticos. Adivinó un movimiento, una reacción, luego una pelea. Estaban empujando a un hombre. Le arrancaron el teléfono móvil con violencia. Quizá había intentado avisar a la mina de que sus hombres no iban a regresar, ni como vencedores ni como vencidos. Iban a pasar la noche en la estepa alrededor del fuego, vomitando su rencor y sintiendo aumentar su cólera. Los nómadas del paso comercial les llevarían comida y airag. Las mujeres cocinarían raviolis de cordero, crepes fritas de carne, hooroog de cordero cocido con piedras calientes y sopa de fideos. Cenarían a la antigua, fuera de los comedores, dormirían bajo las estrellas, fuera de los dormitorios, escucharían gargantas invisibles entonar los cantos misteriosos de la estepa, lejos de las pantallas y de las consolas, y llorarían tumbados de espalda, de cara a la inmensidad del cielo, por sus ilusiones rotas y por todo lo que habían destruido en su país y ya nunca podrían recuperar. Al día siguiente volverían a la mina unos mineros desesperados. Y luego unos huelguistas determinados.

El miliciano del Ejército de los Mil Ríos se acercó a la teniente, que seguía sobre el techo del Hummer, y le tendió su camiseta.

—Deberías volver a ponerte esto, teniente.

—¿Sigue ahí? —preguntó Guerléi sin apartar los ojos del perfil de la cima desde la que habían salido disparados los tiros.

—¿El Africano? No, probablemente ya esté de camino a la mina.

—¿Qué va a hacer allí?

—Seguir con su plan para derribar a las compañías mineras y a sus cómplices del Gobierno.

—¿La huelga no le basta?

—La huelga no es más que un conflicto laboral y las compañías saben cómo gestionar ese tipo de problemas. En el peor de los casos, traerán a chinos. Son millones los que esperan al sur de la frontera. Y luego harán venir desde Boston, Singapur o París a gestores de crisis que les explicarán cómo reducir el movimiento huelguista. Es simple: provocación, represión, recuperación. Enfurecerán a los mineros con su intransigencia y su altanería hasta forzar a los más extremistas a perder la paciencia. Y cuando esos pobres diablos hayan quemado algunos camiones por valor de varios millones de dólares, o les hayan endosado la muerte, accidental o no, de un pobre guardia, la opinión pública cambiará.

—¿Tan cínico se ha vuelto nuestro mundo?

—Acuérdate de Munkhbayar, el guerrero ecologista que luchaba por la aplicación de la Ley del Gran Nombre. Recibió por ello el prestigioso premio Goldman de Medio Ambiente en 2007. Se manifestó delante de la sede del Gobierno con un centenar de nómadas a caballo y disparó una flecha simbólica contra el edificio mientras un poli de civil se escondía en un rincón y disparaba al aire. Hoy Munkhbayar sigue en prisión, condenado a veinte años por bandidismo y atentado contra la seguridad del Estado. La simple lectura de las actas del proceso pone en evidencia toda una serie de manipulaciones y de mentiras tremendas tramadas por el Gobierno. Pero ¿quién lee las actas de un proceso? Nadie. Por el contrario, todo el mundo ve la tele y sus resúmenes tendenciosos. La opinión pública cambió, e incluso los miembros del Goldman, que habían demostrado su buen hacer, le retiraron el premio.

—¿Por eso el Africano ha recurrido a la tele?

—Jebe lo entendió. No es la huelga lo que hará caer a las compañías mineras y a sus lacayos. La huelga sólo servirá para desestabilizarlas y debilitar su capacidad de reacción. Lo que las hundirá son los escándalos. Con argumentos económicos no se puede movilizar a la vez al pueblo y al mundo de las finanzas. Lo que sí puede unir al mismo tiempo la indignación popular y el principio de precaución bancaria son los escándalos. Jebe se dio cuenta de eso, y se está empleando a fondo en hacerlos estallar.

—¿Enviando a jóvenes militantes a la muerte?

—Creando héroes.

—Bobadas, ha asesinado a sus propios compañeros. ¡A su propio hermano de sangre!

—Con Qasar hizo como el Gran Kan. Castigó su traición. Qasar era un militante nacionalista como nosotros, pero se puso al frente de la MGS, que está al servicio de las empresas mineras. En cuanto a los cuatro muertos del puente, mira la tele mañana y lo comprenderás.

—¿La va a emprender contra la MGS?

—Peor, pero ya verás…

La teniente se sentó en el borde del techo del Hummer, con los pies colgando y una mano a cada lado, apoyadas en el metal. Él se sentó junto a ella. Estaban de espaldas al paso comercial. Delante de ellos se desplegaba la estepa hasta la línea amarilla de los buldóceres, algunos de los cuales tenían encendidas las luces a pesar de estar a pleno sol. Luego, la estepa continuaba su expansión vertiginosa hasta el horizonte, azulado por algunas montañas escalonadas. Debajo de aquella belleza infinita seguía el choque milenario de las placas tectónicas. La deriva de los continentes persistía bajo aquella inmovilidad eterna. Era ese caos escondido el que determinaba la armonía de la superficie. Olas de colinas doradas, picudas y paralelas, ríos plateados angulosos, terrazas de hierba mullida erosionadas, hondonadas triangulares de color ocre. Y ahora toda aquella superficie serena se hundía en el tumulto de las pasiones y la codicia de los hombres. ¿Quién era ella para pretender mantener un poco de orden en aquel choque inmóvil y silencioso?

Saltó del Hummer y el miliciano hizo lo mismo.

—¿Cómo podía saber tu Africano que íbamos a ir al encuentro de los mineros? ¿Cómo podía saber dónde y cuándo se iba a producir este?

—Os lleva observando desde hace mucho, a ti y al expoli. Desde mucho antes de la puesta en escena de los cuatro muertos del puente. A Yeruldelgger desde que vino aquí para poner un poco de orden en su vida, y a ti desde que se enteró de que te interesabas por las chicas desaparecidas. Jebe no deja nada al azar, e incluso cuando el azar lo sorprende, sabe cómo acomodarlo a sus planes.

—¿Y sabe que voy a meterlo en prisión por todos esos asesinatos?

—¿Crees que eso le da miedo? ¿Con nuestros hermanos de Nueva York o de Perth no te has hecho ya una idea de hasta dónde estamos dispuestos a llegar? —dijo él, y se dirigió a una mesa de billar alrededor de la cual unos espectadores inmóviles observaban a unos jugadores silenciosos.

Ella lo vio alejarse sin decir nada. ¿Estaba usando un truco de charlatán? ¿Era la confesión de un condenado? ¿El pesar de un resignado? Cada una de esas posibles respuestas le partía el alma.

Una ola de desánimo le ahogó el corazón e hizo naufragar su voluntad. Se volvió hacia una de las barracas equipada con pantalla y pidió al tendero que desconectara Fox News, que se remitía a la ABC para relacionar los casos de Nueva York y Perth. Por supuesto, Fox News no había dudado en transmitir la grabación del pobre Ryan Walker. La imagen se emborronó un segundo, antes de estabilizarse de nuevo en otra cadena nacional. Era de noche. Un tumulto de gente se había congregado delante de una yurta. Apareció un hombre desnudo en medio de otros hombres enmascarados que lo llevaban a empujones. La teniente gritó a los presentes que se callaran y el tendero subió el volumen.

«… detenido esta noche en casa de su amante. El jefe de Asuntos Especiales está acusado del secuestro y la muerte de un hombre al que habría torturado personalmente en un vagón transformado en sala de interrogatorios ilegal sobre una vía férrea abandonada de los barrios del este. Aquí se ve a los hombres encapuchados de los servicios secretos llevándose a Bekter para interrogarlo por orden directa del ministro de Justicia, quien ha declarado que por desgracia debe desconfiar de momento de las fuerzas policiales, en la medida en que Bekter, dadas sus funciones en Asuntos Especiales, podría ejercer presión sobre estas. El arresto ha tenido lugar al este del distrito diecisiete, en la lujosa yurta de su amante».

La gente se había agrupado de nuevo delante de la pantalla y se tragaba aquellas revelaciones como si fueran leche fermentada, pero el alcance revolucionario y político de las imágenes estaba muy lejos de lo que habían imaginado el Africano y sus esbirros del Ejército de los Mil Ríos. Los hombres, incómodos, reían muy alto, y las mujeres se burlaban de la desnudez de Bekter con risitas de falso pudor. Se recreaban en un suceso sórdido, no reaccionaban ante una provocación revolucionaria. Luego apareció en pantalla la amante del policía corrupto y la teniente sintió que se le detenía el corazón. Aquella mujer perdida, desnuda y aferrada a una manta con la que se tapaba, con el rostro desencajado por el miedo y la sorpresa, a quien unos hombres encapuchados habían empujado delante de las cámaras, era la forense que había venido de Ulán Bator para llevarse los cuatro cuerpos del puente. La mujer elegante y dulce que había preguntado por Yeruldelgger. A todas luces, su compañera o una persona querida a la que él había amado o amaba todavía, y que muy educadamente le había pedido que lo saludara de su parte.

A Guerléi se le heló la sangre en las venas. Dio media vuelta, empujando a los que se habían amontonado detrás de ella para mofarse, atravesó aquella masa de imbéciles y se fue directamente donde estaba el miliciano.

—La revolución por el escándalo, ¿no? ¡Cabrón!

Y lo tumbó de un puñetazo.