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«…MANOSEAN A LAS CHICAS AUNQUE ELLAS NO QUIERAN…»

—No eres bienvenido —dijo ella.

—He venido a decirte que me voy…

—Entonces mal viento te lleve, déjanos —dijo la otra mujer.

El interior de la yurta estaba en sombras y pobremente amueblado. Enfrente de Tsetseg, sentada directamente en el suelo, una mujer más joven, flaca y mal vestida, lo miraba con odio. Compartían un té salado y unos bizcochos de leche agria.

—¿Y tú quién eres? —preguntó Yeruldelgger a la joven.

—No eres bienvenido —repitió Tsetseg.

—¿Qué? ¿Me tienes ganas? —dijo la mujer levantándose, agresiva y arrogante, con las manos huesudas prestas a soltar su viejo deelde colores gastados.

—No hagas eso, hermanita —dijo Tsetseg—, él no es un mal hombre.

—Todos lo son.

—No todos. Él no.

—¡Quiero que se vaya!

—¿Qué pasa aquí? —insistió Yeruldelgger volviéndose hacia Tsetseg—. ¿Quién es esa mujer?

—Soy una hija de la estepa —ladró la joven—. ¿Te vale así?

—Me vale —dijo Yeruldelgger—. Entonces, ¿tú también lo eres, Tsetseg?

—Sí, yo también. Pensé que lo habías intuido.

—¿Debería?

—Parece ser que se nos reconoce por nuestra manera de hacer el amor.

—¿Cediste ante este hombre? —preguntó indignada la joven.

—Fui yo quien cedió —precisó Yeruldelgger—, pero no es lo que piensas. Fue un amor nómada.

—Sandeces de tíos. ¡Te la tiraste, y punto!

—No —los interrumpió dulcemente Tsetseg—. De verdad que fue un amor nómada.

—De todos modos quiero que salga de mi casa.

—Dime antes qué ocurre —insistió él.

—Las hijas de la estepa son las que mejor pueden saber lo que sucede con las chicas que desaparecen. Es de ella de quien hablaba la teniente. La persona que vio a la chica de la foto en el paso comercial. La vio intentar escapar de un gran todoterreno negro mientras los guardias bajaban a comprar cervezas.

—¿Se la llevaron en un todoterreno negro, a una de las chicas desaparecidas? ¿Lo podrías describir? —preguntó él volviéndose hacia la joven.

—Claro que sí. Es uno de los que están aparcados delante del paso en este momento.

—¿Un Hummer del Ejército de los Mil Ríos?

—Está mintiendo —dijo una voz desde el exterior de la yurta.

Primero se recortó una sombra, luego un hombre apareció en el rectángulo de la puerta. Todavía era joven, llevaba el pelo más bien largo y sujeto con una bandana azul, y un deel corto azul cielo bordado con motivos tradicionales. Un guerrero, pensó de inmediato Yeruldelgger, con los colores azules de la sinceridad, la honestidad y la bravura. Seguro de su fuerza, bien plantado en el suelo sobre sus pies y dueño de sus emociones. Cuando entró respetando la tradición, Tsetseg aprovechó su posición para agarrar el arco, armarlo con una flecha y apuntarlo contra él.

—Nadie te ha dicho que entraras.

—La tradición obliga, ¿no? No he visto una urga plantada delante de la puerta a pesar de la presencia en tu casa del hombre que ama a todas las mujeres.

—Si das un paso más te atravieso el corazón —amenazó Tsetseg sin dar tiempo a que Yeruldelgger respondiera.

—Mi corazón ya está muerto —sonrió el desconocido—, no le harías mucho daño.

—Quizá haya otras partes de tu cuerpo que podrían hacerte sufrir más —respondió Tsetseg bajando el arco y apuntando a la entrepierna.

Yeruldelgger se inclinó ligeramente para ver el caballo, detrás del hombre, delante de la yurta. Dentro de un estuche colgado de la silla había un fusil.

—Es un Dragunov, ¿verdad?

—Sí, mi arma preferida.

—El arma de los cobardes. Esos que matan escondidos a dos kilómetros de sus víctimas.

—Dos kilómetros trescientos diez metros, en mi caso, pero eso fue con un McMillan, en Sudán del Sur.

—Entonces tú eres el Africano —concluyó Yeruldelgger—. El que malgasta munición disparando a cantimploras.

—Ese mismo. Ahora ya sabes que si hubiera querido mataros estaríais muertos, y que por tanto no tenéis nada que temer.

—Puede que sin fusil, en un cuerpo a cuerpo, te mostraras un poco menos orgulloso —dijo Yeruldelgger levantándose.

—Habría que ver, abuelo, si con dos horas de entreno al día desde hace meses eres capaz de darme más guerra que los demás.

—¿Que los cuatro del puente, por ejemplo?

—Puede.

—¿Y que el hombre de la roca en la colina?

—No lo menciones, corres el riesgo de cabrearme.

Yeruldelgger adivinó el propósito de Tsetseg al mismo tiempo que el hombre, cuyos reflejos admiró. Ella soltó la flecha, que atravesó un faldón del deel del intruso y se clavó profundamente en la madera de la puerta. Por un instante, Yeruldelgger estuvo en ventaja, pero entonces la otra mujer agarró un cuchillo de trinchar y se abalanzó contra el extranjero. En el intervalo que Yeruldelgger la bloqueaba y le hacía soltar el arma, el hombre rompió la flecha para liberar su ropa.

—¿Y si hablamos? —propuso.

—¿De qué? —preguntó Yeruldelgger haciendo una señal a Tsetseg para que controlara a la joven.

—De la chica que estáis buscando, para empezar.

—¿Sabes dónde está mi hija? —preguntó Tsetseg dándose la vuelta.

—Según tú —dijo él agachándose—, por lo general, ¿dónde acaban las jóvenes que desaparecen?

—No me vengas con el jueguecito cínico de las adivinanzas —lo amenazó Yeruldelgger—, mi paciencia tiene un límite que la insolencia traspasa muy deprisa. Y estás hablando de la hija de mi amiga.

—De tu amor nómada, querrás decir.

—¿Cómo sabes eso? ¿Nos espías? ¿Desde cuándo?

—Desde que me sirvo de ti.

—De mí no se sirve nadie.

—Vamos, te he convertido en Kan a tu pesar, ¡no lo olvides!

—¿Esa payasada es cosa tuya?

—No es una payasada. Si quisieras, podrías convertirte en el gran libertador de nuestro país, aunque yo no te haya dado ese título con ese fin.

—Comienzas a resultarme insoportable…

—Yo tampoco te soportaba. Incluso te odiaba, antes de admirarte. ¿No te acuerdas de mí? Nos cruzamos hace dos años en el bar de aquel imbécil neonazi al que llamabas Adolf. Metiste en prisión a toda su banda.

—¿Eras uno de ellos?

—Lo era. También formaba parte de la banda de moteros que violó a tu compañera de aquella época. ¿Cómo se llamaba, por cierto?

—¡Pronuncia su nombre y te arranco la lengua!

—Ya, sé que eres muy capaz, pero no lo harás. Te has dado cuenta de que tengo muchas cosas que contarte, ¿verdad?

—Tienes razón. Dinos lo que sabes de Yuna, la hija de Tsetseg. Por lo que hiciste a Oyun te mataré más tarde, a su debido momento.

—Estarás muerto antes, créeme, abatido por un disparo del que ni siquiera habrás oído la detonación. Y te prometo que haré todo lo posible para dejarte seco en el acto, a dos kilómetros de mí, sin que te quedes tendido, mutilado y agonizante.

—Nunca verás la oportunidad —dijo Yeruldelgger confrontando su mirada con la sonrisa del hombre.

—¿Ha terminado ya vuestra pelea de gallos? —ladró Tsetseg—. ¿Dónde está Yuna?

La actitud del hombre cambió en el acto; perdió toda la arrogancia para volverse hacia Tsetseg con compasión.

—Escucha, abuela, me llamo Jebe y lo que voy a decirte va a gustarte y a desagradarte a la vez: tu hija está viva, pero se encuentra en malas manos.

—¿Qué tipo de manos? —preguntó Tsetseg desafiándolo con la mirada.

—De las sucias, de las que manosean a las chicas aunque ellas no quieran…