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…NO LE GUSTÓ EN ABSOLUTO LO QUE VIO EN ELLOS

La capital estaba sacudida por el viento de los escándalos. En las parrillas mongolas, entre Coca-Cola y Coca-Cola en las pizzerías, en medio del chismorreo de los cobertizos, en los salones con luces de neón de los hoteles, las televisiones no hablaban de otra cosa. Del hombre al que se acusaba de haber defenestrado a un estafador millonario, de las confesiones de un australiano sobre el despido inminente de diez mil mineros, del desmantelamiento de un burdel en una concesión de la Colorado y del riesgo de disturbios en el Gobi, donde los mineros se habían aliado con algunos nómadas y ninjas frente a las fuerzas armadas. También se empezaba a hablar mucho de ese tal Delgger Kan cuyo retrato a lo Che Guevara llevaban los rebeldes en sus camisetas y en sus banderas y que se parecía un poco a Yeruldelgger. En algunos campus, pequeños grupos coreaban ya su nombre delante de las cámaras.

De momento, el ministro de Justicia seguía sin aparecer para anunciar la puesta en libertad de Bekter y este estaba decidido a aprovecharlo para golpear rápido y fuerte. Tanto más ahora que, con la llamada de Yeruldelgger, la suerte le sonreía. Antes de subirse al coche, recordó a sus hombres cuáles eran los dos objetivos de la jornada.

En el Bistrot, Zarza volvió a la mesa donde De Vilgruy se impacientaba y jugaba en su bolsillo con los teléfonos que le había confiscado. El suyo y el móvil de cortesía del hotel Kempinski, que Zarza había terminado por entregarle sin resistencia. Por supuesto, no sabía nada del de Solongo, que Zarza se había guardado.

—Desarreglo alimenticio —dijo Zarza para justificar el tiempo que había pasado en el retrete.

—En ese caso me pregunto si será prudente escoger el menú «Sabores de Francia».

—¡Es una cena de despedida, querido tío, y hay que hacer lo que toca! No te olvides de que apenas unos días atrás me estaba zampando pucheros de poutine en casa de nuestros primos de Quebec, siguiendo tus órdenes.

De Vilgruy hizo tintinear los cubitos de hielo de su pastis para dar a entender a Zarza que iban a hablar de cosas serias.

—En cuanto a Yeruldelgger, lo siento mucho —dijo De Vilgruy—, pero esas son las órdenes.

—¿Del primer ministro?

—No. Esta vez digamos que vienen de alguien más local, en cierto modo.

—¿Obedecemos órdenes de un mandatario mongol?

—No exactamente. Digamos que nuestros jefes jerárquicos nos autorizan a actuar en pro de los intereses que son importantes para los intereses franceses en territorio mongol.

—¿Qué follón es ese, querido tío?

—Te lo ruego, Zarza, deja de llamarme por ese apodo tan ridículo.

—Lo ridículo es la misión contra Yeruldelgger. ¿Desde cuándo obedecemos órdenes de intereses privados?

—¿Quién te dice que son intereses privados?

—Aquí no hay más que intereses privados franceses, dejando a un lado…

—Sí. Dejándolos a ellos a un lado. Nuestro futuro en este país pasa por lo nuclear, Zarza, y tenemos que velar para que así sea.

—¿Eliminando a un poli jubilado que vive en medio del desierto?

—Neutralizando a quien se nos pide. Y, además, tú sabes muy bien que nadie es realmente lo que parece ser.

—Me ofrezco como aval de Yeruldelgger.

—Tu aval no tiene ningún valor. Ni tu opinión, ni tu vida, y lo mismo pasa conmigo. Hacemos lo que se nos manda, y que eso sea en interés del país o no es algo que nosotros no decidimos.

Una camarera les llevó los caracoles con mantequilla de ajo para Zarza y el potaje de verduras con aroma de puerros para De Vilgruy.

—¿Sabías que no hay puerros en este país? El dueño hace que se los traigan de Francia. Este hombre es un santo. Importa puerros y endivias a Mongolia. Adoro las endivias, sobre todo asadas.

Zarza comprendió que De Vilgruy había dado por concluido el asunto Yeruldelgger. Aunque ninguno de los dos se dejaba engañar, él se prestó al juego compartiendo sus recetas de puerros. Koftas de puerros, huevos en cocotte sobre fondue de puerros, guiso de puerros con beicon… Iba a explicarle cómo saltear en aceite de oliva las rodajas finas de puerros y la cebolla picada para preparar su famoso risotto de puerros con azafrán cuando la vio entrar. Debió de dejar entrever su sorpresa porque De Vilgruy se puso tenso de inmediato.

—¿La conoces?

—No —soltó Zarza, recomponiéndose como pudo—. Pero ¡tiene pinta de que le gustan jóvenes!

De Vilgruy la observó unos segundos, luego dejó de prestarle atención.

—Dicen que tiene el culo más eficaz de Ulán Bator —susurró en tono confidencial e inclinándose por encima de su plato.

La mujer miró a Zarza y este se quedó de piedra cuando ella le sonrió, se dio la vuelta ignorándolo y le tendió a De Vilgruy una mano cubierta de anillos de oro y brillantes, que este besó a la francesa, levantándose respetuosamente. Ella los observó a ambos con desdén y fue a sentarse sola a una mesa de un reservado que quedaba resguardado tras una cortina pesada.

—¿La conoces? —quiso saber Zarza.

—Yo te lo he preguntado primero.

—Y yo te he respondido. Ahora te lo pregunto yo.

—Se llama Madame Sue. Folladora y conspiradora insaciable. También millonaria, como consecuencia. Sin moral y, por tanto, temible en los negocios. Dicen que tiene a la mitad de la clase política de este país agarrada por donde más duele y que no la suelta. Y me lo creo.

—¿Cómo? ¿Tú has…?

—En otra vida, Zarza, sólo en otra vida, pero sí, «yo he», como tú dices.

—Que se acuerde todavía de ti es más bien un halago. ¿En esa época eras ya amante de mi madre, o fue después de que te casaras con ella tras la muerte de mi padre, tu amigo del alma?

—Fue en otra vida, ya te lo he dicho —respondió De Vilgruy ignorando la provocación—. Después volví a ver a Madame Sue varias veces, pero sólo por cuestiones de trabajo.

—¿Qué tiene que ver esta mujer con los servicios franceses?

—Digamos que hace de lobby. Lleva a cabo acciones esenciales para la buena implantación de nuestros más altos intereses en este país, y a veces sucede que pide nuestros servicios para coordinar ciertos esfuerzos.

—¿Actuamos bajo sus órdenes?

—No tengo por qué responderte a eso.

—¿Actuamos bajo sus órdenes?

—No obedecemos más órdenes que las de nuestras autoridades competentes, las cuales pueden decidir acceder a las peticiones de representantes de ciertos grupos extranjeros, públicos o privados, o una mezcla de ambos. ¿Te vale como rodeo?

—¿Y las autoridades competentes saben quién es esa mujer?

—Por supuesto que sí.

—Respóndeme, De Vilgruy, ¿la misión que concierne a Yeruldelgger depende de ella?

De nuevo De Vilgruy se puso en alerta. Zarza rara vez lo llamaba por su apellido.

—Eso no te incumbe. Ahora voy a pagar y a irme, y tú vienes conmigo.

—Tú no te mueves de aquí —le dijo Zarza agarrándolo por el brazo para impedir que se levantara.

La tensión en la mesa comenzaba a ser ostensible. Desde lejos, el dueño del restaurante los vigilaba.

—Tú no quieres contarme nada, pero yo sí tengo cosas que contarte de esa mujer.

—Creía que no la conocías —dijo De Vilgruy, de pronto visiblemente inquieto.

—No la conozco más que de vista. La vi matar a Solongo, la compañera de Yeruldelgger.

—¿Qué?

—La vi, querido tío, yo estaba allí, en el jardín. Así que si la orden de eliminar a Yeruldelgger viene de ella, tú estás simplemente a punto de meter a nuestro servicio secreto en un sórdido caso de venganza personal.

—Pero ¿qué dices? Eso es imposible. Ella le entregó a nuestra embajada la prueba de que Yeruldelgger había organizado el asesinato del geólogo en el Gobi.

—¿Qué prueba?

—No estás autorizado a tener acceso a ella.

—¡¿Qué prueba, De Vilgruy?!

—Escucha, Zarza, abre un poco los ojos: un expoli que decide irse de retiro espiritual al desierto cuando tiene a una mujer de ensueño en Ulán Bator, ¿tú te crees eso? Yeruldelgger es un agitador ecologista que va por ahí jodiendo a todo el mundo. Eso es lo que dicen nuestros amigos mongoles.

—Yo no te estoy contando algo que unos amigos dicen que les han dicho otros amigos. Te estoy contando lo que vi. Y vi a esa mujer matar a Solongo, la compañera de Yeruldelgger, y ahora esa mujer quiere que ordenes la muerte de Yeruldelgger, ¿eso no te pone en alerta?

—Y esto, ¿esto no te pone en alerta a ti? Está en la red desde esta mañana. En las teles del mundo entero desde anoche. Las proezas guerreras de tu amigo.

Tecleó en su smartphone, pulsó sobre un link que abrió un vídeo antes de volver la pantalla hacia Zarza. El montaje parecía de ficción. Un asalto a una especie de prisión efectuado por unos hombres de una milicia en un decorado de desierto del Oeste americano. En plan El equipo A. Salvo que el francotirador que se apoyaba en el capó de un Hummer negro era sin ninguna duda Yeruldelgger, y que su disparo reventaba la cabeza de un hombre con el uniforme de la MGS. En otra secuencia, reconoció de nuevo a Yeruldelgger, con un arco y unas flechas en las manos, antes de ver con espanto cómo una china se desplomaba con el corazón atravesado por la flecha que tenía Yeruldelgger. El resto del reportaje lo mostraba organizando lo que parecía ser la liberación de unas chicas que estaban secuestradas en alguna parte del desierto. No cabía duda de que Yeruldelgger era el jefe de la operación. Sólo se lo veía a él en la pantalla, dando órdenes, interrogando a sospechosos, confiscando documentos. Zarza vio además el cuerpo de otro guardia de la MGS, con la garganta traspasada por una flecha, como la china, luego hubo una serie de primeros planos. El rostro de cada muerto, con la frente marcada con una huella de lobo, y un zoom a los dedos de un Yeruldelgger furioso que los llevaba cubiertos con un puño americano en forma de huella de lobo. El reportaje terminaba con un primer plano de la plantilla de un retrato de Yeruldelgger, pero con el nombre «Delgger Kan» escrito debajo.

—¿Te basta con esto? Déjate entonces de estupideces y cierra el pico, ¿de acuerdo? Yo obedezco órdenes y te aconsejo que tú hagas lo mismo. En pie, ¡nos vamos!

Sin embargo, cuando Zarza se levantaba para obedecer, diez hombres armados irrumpieron en el restaurante. Dos neutralizaron al guardaespaldas de Madame Sue y otros dos controlaron a una pareja de turistas que disfrutaban de una cena romántica sentados a una mesa cercana a la puerta. Por su manera de no protestar y de no mirarlos, Zarza lo comprendió de inmediato. El retorcido de De Vilgruy llevaba refuerzos de paisano. Otros dos agentes se arrojaron sobre él y lo placaron contra la mesa, con la nariz metida en la pechuga de oca rellena sobre un lecho de patatas al horno, mientras un tercero apuntaba a De Vilgruy. Los otros tres abrieron precipitadamente la cortina para arrestar a Madame Sue, que opuso una resistencia física y verbal mucho más viril que la de Zarza.

Cinco minutos más tarde, en la acera, Madame Sue, su guardaespaldas y Zarza fueron esposados de cara contra la pared. Bekter llevó a De Vilgruy aparte y se dirigió a él en inglés.

—Señor De Vilgruy, embarque a su pequeño personal en el primer avión y váyase a jugar a los vaqueros a otra parte que no sea nuestra estepa. No le servirá de nada pedir ayuda a sus amigos políticos o empresarios. Ninguno se mojará por usted en esta operación que ha resultado ser un fiasco y que muy pronto le explotará en la jeta a toda esa panda tan bonita. De momento esto no es más que un paso en falso que queda entre nosotros. No lo convierta en un incidente diplomático. Podría llegar a ser muy perjudicial para los negocios entre nuestros dos países.

—¿Y el señor Zarzavadjian?

—Tiene cosas que contarnos. No se moleste en esperarlo. Lo enviaremos de vuelta cuando hayamos terminado con él. Entero. Se lo prometo.

—Tiene derecho a la asistencia de nuestro consulado.

—Dudo que la presencia en nuestro territorio de un grupo de agentes franceses en misión ilegal, uno de los cuales está implicado en un caso criminal relacionado con un asunto de Estado, necesite del consejo consular. Le propongo más bien que alerte a su canal diplomático para que comience a presentar excusas por esta operación secreta de sus servicios en nuestro país y, ya puestos, que los diplomáticos de nuestros dos países y nuestros respectivos espías lleguen a un acuerdo tan equitativo como oficioso que permita al señor Zarzavadjian irse a París para degustar, en casa Lilane, por ejemplo, o donde Bouchet, esa deliciosa cena de la que le hemos privado esta noche en el Bistrot.

Ante la mirada estupefacta de los viandantes y de los clientes del Bistrot, Bekter dejó a De Vilgruy y a su pareja de agentes y metió a Zarza en su coche, mientras sus hombres empujaban a Madame Sue y a su guardaespaldas a bordo de otros dos vehículos. Cuando la berlina de Bekter pasó a su altura, De Vilgruy buscó los ojos de Zarza en el asiento trasero, y no le gustó en absoluto lo que vio en ellos.