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«…JAMUKHA»
La pequeña furgoneta todoterreno azul rusa avanzaba tratando de mantenerse estable hacia la cima de la colina. La carrocería pintarrajeada se bamboleaba muy peligrosamente mientras los neumáticos medio desinflados aplastaban y disparaban guijarros contra los bajos del chasis. La pendiente y los desniveles determinaban la trayectoria al margen de los esfuerzos del conductor, que aferraba con sus manos de ogro el volante fino de baquelita de color marfil.
—Si sigues así terminaremos por volcar y bajar rodando hasta el valle. Y yo soy el que va en el asiento del muerto.
Con cada chirrido que lanzaban los resortes de la suspensión ante semejante maltrato, Al iba salpicándose de cerveza Chinggis tibia la camiseta con el lema «Yes We Khan».
—Si volcamos, moriremos todos —vaticinó Zorig, con las rodillas a los lados del volante y la cabeza contra el parabrisas; había encogido su cuerpo de gigante para caber en el habitáculo—. Pero eso es algo que no va a suceder. Estos cacharros son como las garrapatas. Se agarran al camino y ya no lo sueltan.
—Pues hubo una vez que nos hiciste caer al lago Airag, al sur de Khyargas —le recordó Naaran, que iba agarrado a la tapicería de escay del asiento trasero y golpeándose la cabeza contra el techo de metal visto.
—Aquel día fueron los frenos.
—¿Y en el barranco del Khangai Nuruu? —insistió Erwan, zarandeado por los botes sin ton ni son que daba la furgoneta—. ¿También fueron los frenos entonces?
—¡Ese día fueron los neumáticos! —exclamó Zorig, enfurruñado.
—Y cuando te saliste de la pista, camino de Tchor, ¿te acuerdas? Aquella pista larga, totalmente recta y llana. ¿Aquello qué fue?
—…
—¿No serían elefantes, por casualidad?
Todos rompieron a reír. Todos menos Zorig, que estaba molesto e iba concentrado en su conducción errática.
—Ese día bien que nos echaste a la cuneta para evitar a un elefante, ¿verdad?
—Y qué, me equivoqué, le puede pasar a cualquiera, ¿no? Sé perfectamente que no hay elefantes en la estepa. No soy tan imbécil… Debió de ser otra cosa, un yak o un camello, yo qué sé. Estaba cansado.
—¿Cansado? No, ¡borracho! ¡Pedo, rojo como un cuenco de grosellas, a rebosar como una vejiga de yak! Deberías dejarme conducir —dijo, preocupado, Naaran.
—No mientras viva. Esta es mi todoterreno. Y soy yo quien la conduce.
—Zorig, si no hay camino practicable al otro lado de la colina, no podremos dar media vuelta, ni siquiera ir marcha atrás.
—Sí que podremos. Esta pasa por cualquier sitio. Además, detrás de todo siempre hay algo.
Esa era una afirmación a la Zorig. Una afirmación irrebatible que a veces el futuro confirmaba. Al, Naaran y Erwan estaban buscando qué responderle, por una cuestión de principios, pero lo que vieron al alcanzar la cima los dejó sin palabras. Zorig detuvo la furgoneta con tal frenazo que casi caen por el barranco y luego pegó su cara de coloso al parabrisas constelado de impactos.
—Magnífico —siseó entre dientes.
—Más bien macabro —murmuró Al.
—Morboso —corrigió Naaran desde el asiento trasero.
—¿Cuál es la diferencia? —preguntó Erwan con inquietud, metiendo la cabeza entre el hombro de Zorig y el de Al para ver mejor.
—«Macabro» evoca una muerte en circunstancias trágicas, mientras que «morboso» no tiene nada que ver con la muerte. Es sólo algo malsano o anormal —explicó Al.
—Entonces es más bien morbicabro —zanjó Zorig.
—Y bello.
—Morbicabro y bello —aprobaron los demás mientras bajaban de la todoterreno.
Delante de ellos había un hombre desnudo y tumbado de espaldas contra una roca, como pegado a ella. Su cuerpo, arqueado de un modo inverosímil, se adaptaba exactamente a la forma casi redonda del saliente. Incluso la nuca parecía adherida a él. También los brazos, desencajados en los hombros y extendidos más allá de la cabeza, inclinada boca abajo, por el lastre de la pesada piedra que pendía del extremo de una cuerda anudada a sus muñecas. Por un lado estaban los pies amarrados a la base de ese peñasco enorme, y por el otro aquella piedra inmóvil colgaba en el vacío, tensando y ciñendo el cuerpo a la roca lisa.
—¿Está muerto? —preguntó Erwan sin atreverse a acercarse a él.
—¿Quién ha sido? —gruñó Zorig.
—No tengo ni idea. Quizá sea una especie de asesinato ritual…
—No hablo del tipo, ¡hablo de mis dibujos!
Erwan se dio la vuelta y vio a sus compañeros ocupados en descargar la furgoneta. Caballetes, papel Canson, acuarelas, carboncillos y grafitos. Sólo Zorig miraba hacia atrás, a lo lejos, más allá de la vieja UAZ, cuyas puertas entreabiertas con calzas de madera compensaban la ausencia de aire acondicionado.
—Todos mis apuntes desperdigados al viento. ¡Al menos podríais tener cuidado!
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Erwan, desconcertado.
—¡No podemos desperdiciar semejante modelo! —dijo Al.
—Pero ¡si está muerto! —exclamó indignado.
—Precisamente, inmóvil como está, resulta un modelo perfecto. Además, el tiempo para él no cuenta, así que ¿por qué tendría que contar para nosotros?
Erwan no supo qué contestar. Y eso que los conocía muy bien. Hacía diez años que viajaba desde Francia para unirse a ellos en aquellos talleres nómadas y salvajes a través de Mongolia. Desde su Bretaña natal, para ser más exactos. Cada año se pasaban dos o tres meses pintando en plena naturaleza, sin obligaciones, sin programa, sin itinerario. A lo nómada. Diez años atrás, en invierno, Erwan había coincidido con ellos en una residencia para artistas. Gracias a la tolerancia soviética por los artistas proletarios y a la predisposición a ocupar espacios abandonados del espíritu nómada, se habían instalado en un ala vacía del edificio de la Unión de Sindicatos, frente al palacio de Gobierno. Por supuesto, más adelante la especulación con los terrenos baldíos del centro de la ciudad los acabó expulsando, pero en aquella época Zorig lo acogió, impresionado con su cuaderno de bocetos de la costa de Bretaña y de Normandía. Tras presentarlo a los demás, se pasaron diez días seguidos bebiendo y pintando como locos. Fue Erwan, movido por la curiosidad del turista, quien tuvo la idea de la primera ruta salvaje. Los embarcó a todos en su Land Cruiser de alquiler para partir rumbo a las grandes estepas nevadas. Siguiendo los consejos de Zorig, uno de los más entusiasmados con el proyecto, salieron hacia el este, por Nalaikh, para luego avanzar hacia el sur y regresar por el oeste, ya en el distrito de Zuunmod, donde plantaron sus tiendas, tan inspirados como achispados, enfrente de la mole montañosa del Bogd Khan. Pintaron durante días enteros como posesos, hechizados por las musas, diseminados por la estepa con sus caballetes y pinta de exploradores polares de otros tiempos, frente a la montaña sagrada iluminada por el sol bajo y frío del sur. Allí fue donde Zorig diluyó por primera vez el vodka en el agua de sus acuarelas para evitar que se congelara. Y esas noches al raso sellaron su amistad, en cuyo nombre habían inaugurado el rito de compartir aquel brebaje colorido para soportar el frío dentro de sus finos sacos de dormir.
—¡Tenemos que pedir ayuda! —exclamó Erwan.
—¡Qué ayuda, si está muerto!
—Pues al menos llamar a la policía.
—Ya conoces la norma, siempre salimos sin teléfono.
—Entonces me alegro de habérmela saltado —dijo el francés sacando un smartphone de su bolsillo.
—¡No me lo puedo creer! —saltó Zorig, arrancándole el aparato de las manos para estrellarlo contra una piedra—. Esa es nuestra norma, Erwan: viajamos y pintamos, nada más. Cortamos con todo y con todo el mundo. ¡Así es el arte nómada, joder!
—¿Arte nómada? ¿Qué arte nómada? —dijo Erwan cabreado al ver su iPhone 6 hecho añicos—. El primer jinete que vimos llevaba un móvil en el bolsillo de su deel y tenía una antena parabólica en la puerta de la yurta. Sólo les falta el GPS enganchado a la silla del caballo cuando galopan. ¡Así que no me jodas con tu arte nómada!
—Pero es que esa es la fuerza de nuestro proyecto, bretoncito de mierda —dijo Zorig—. El retorno a la estepa. La pureza del trazo a través de la pureza de los orígenes. El color primero. La luz de antes, la que llevaba los mensajes, los lutos y las bodas, las penas y las alegrías, los gritos y los llantos a través del tiempo y el espacio, ¡antes del teléfono!
—Eh, ¿dónde se ha metido Naaran? —dijo Al, interrumpiendo la disputa, con el caballete bajo el brazo y los pinceles en la mano.
—¡Estoy aquí!
Los tres se asomaron al vacío en dirección a la voz. Su compañero se había colgado de la pendiente rocosa, justo por debajo de la piedra que lastraba el cuerpo. Una perspectiva estética e insólita, o al menos eso pensaron todos. La piedra en primer plano, el brazo estirándose del otro extremo de la cuerda, los ojos en blanco, la nuca pegada a la curva mineral de la roca.
Zorig se volvió instintivamente para verificar el color del cielo. Azul inmóvil. Ese cabrón de Naaran siempre encontraba las líneas de fuga más hermosas en encuadres inmensos de colores puros.
—Deberíais poneros a ello —dijo—, es realmente magnífico.
—Pero ¡está muerto, mierda! —le gritó Erwan.
—Bueno, pues hasta luego entonces —dijo Al mientras se alejaba.
—¿Cómo que hasta luego? ¿Qué haces, Al? ¿Adónde vas? Pero ¡¿qué os pasa, joder?! ¡Es un cadáver!
Al se alejó sin responder. Unos años atrás, los tres artistas mongoles se habían presentado por sorpresa en casa de Erwan, en Bretaña, y se habían quedado diez semanas. Las playas inmensas con marea baja, el mar de fondo, tan denso y lechoso como una ostra gruesa, el viento azotando la costa, donde su anfitrión los había animado a plantar sus caballetes, habían impresionado profundamente a Al. Pero fue incapaz de pintar. Nada. No supo conseguir el verde de las resacas tornasoladas, ni las brumas plateadas, ni el brillo del agua, ni su transparencia ancha y redonda. Se había quedado seco de inspiración, estéril; inmóvil y mudo durante horas en medio del viento que le aguijoneaba la piel con el polvo de granito y de las explosiones atronadoras de los chorros de espuma, que salían propulsados como un géiser a los pies del acantilado. Anegado en lágrimas ante la inmensidad de un horizonte que le arrebataba el arte. Vacío. Desde entonces, ya en Mongolia, Al siempre plantaba su caballete apartado de los otros, se quedaba mirando fijamente la estepa hasta hipnotizarse y dejaba que volvieran los recuerdos. De los amarillos de las mareas bajas, de las corrientes irisadas, del verdigrís del mar de fondo, de las olas oscuras y azules bordadas de encaje de espuma o los acantilados inmaculados desgreñados de hierbajos. Desde hacía tres años, Al no hacía más que pintar marinas bretonas en el corazón de la estepa.
Erwan se volvió hacia Zorig, que seguía echando pestes por haber perdido sus dibujos.
—Zorig, tenemos que hacer algo. ¿Habías visto antes algo parecido?
Zorig se acercó a él de mala gana y, en silencio, observó unos segundos el cadáver.
—Sí —soltó por fin.
—¿Sí, qué?
—Que sí lo he visto…
—¿El qué? ¿Alguien muerto de esa manera?
—Sí, pero en un grabado, en un libro. La muerte de Jamukha.