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…LO CEGABA CON SUS LUCES LARGAS

Speedy pensaba que la bella alemana iba a querer abandonar el distrito diecisiete lo antes posible. Al caer la noche, aquel barrio de pequeñas dachas, cerradas a cal y canto tras sus empalizadas y con las yurtas arrinconadas al fondo de los jardines pelados y sin iluminación, se volvía menos seguro. Los tejados de tejas de colores, verdes, azules, rojas, se volvían grises en la oscuridad. Aun sin ser un nido de criminales, tampoco era el lugar adecuado para que una alemana se paseara con semejante carrocería.

El BMW primero había intentado llegar a la avenida por un callejón perpendicular. Luego había dado la vuelta a un bloque de yurtas, como si se hubiera perdido, y finalmente había retomado el camino dirigiéndose hacia el sur por la única calle de tierra que atravesaba el distrito diecisiete.

«Mala elección», se dijo Speedy lanzando tras él su Bellini coreana marrón y crema, a una distancia prudente y sin luces, aunque la calle estaba embarrada y llena de surcos y regueros. A su espalda, la tapa del cofre metálico transformado en caja de pizzas se agitaba con cada salto del ciclomotor a pesar de los alambres que intentaban retenerla. El día de su primera entrega había dejado la Bellini delante de una verja y al volver se había encontrado con que habían forzado la tapa de la caja de pizzas con un destornillador.

«Pizza Khan». Eso se leía en la caja y en el casco, que llevaba puesto no por seguridad, sino para parecer un pizzaman como los de Nueva York o París. Speedy estaba orgulloso de aquella ocurrencia. «Pizza Khan». Ahora ya entregaba en los tres distritos del este las pizzas que su madre preparaba en su yurta, a dos pasos de casa de Solongo. Así fue como esta se convirtió en uno de sus primeros clientes. Seducida por los olores. Picadillo de buey, tomates maduros, perejil, cebolla gruesa y troceada, mucho ajo machacado, sal, pimienta negra, paprika, pimienta de Cayena, pimientos, comino, cilantro. Nada de italiano. Las pizzas de Speedy eran larmadjouns. Pizzas armenias. Su madre había aprendido el arte de hacerlas de un viajero armenio, amante de paso y vagabundo gourmet.

Speedy se sabía de memoria la calle por la que bajaba el BMW X6, ajeno al barullo que armaba su Vespa falsa. El coche se dirigía hacia el sur y ninguna de las calles perpendiculares a la derecha le permitía llegar a la avenida, que estaba un kilómetro más al oeste. Todas las callejuelas acababan en un lodazal que se hundía entre los hedores de un arroyo donde se estancaban las aguas residuales del barrio. Él no lograba comprender la lógica de la conductora. Si tenías un cacharro como aquel era para lanzarlo a toda velocidad sobre el asfalto civilizado. En nada sólo le quedaría una opción para llegar a la avenida, con el riesgo añadido de que tendría que atravesar todo el sur del distrito hasta la Peace Avenue, a la altura del jardín botánico, casi a las afueras de la ciudad.

Tres callejones más tarde, como era de esperar, el BMW se metió a la derecha por el único pasaje que cruzaba el arroyo. El agua oscura arrastraba perezosamente sus inmundicias a través de un túnel de hormigón, corto y mal soterrado. Su diámetro daba una idea del torrente, que se convertía en arroyo con el deshielo o las tormentas. El coche pasó despacio por encima del badén de tierra en el que rebotó la máquina de Speedy. La noche abría en la calle zonas de sombras más traicioneras que los agujeros de una turbera. Ya estaban a punto de llegar a la avenida, cuyo resplandor se distinguía al final del callejón. Pero el BMW se detuvo de pronto, con sus potentes luces traseras ensangrentando los cercados de madera. En el acto aparecieron varios perros vagabundos que se desplegaron como un comando, falsamente temerosos. Speedy, cogido por sorpresa, se detuvo bastante lejos, derrapando sobre el barro. El coche se metió por una callejuela perpendicular, rumbo al norte, tan estrecha que Speedy vio cómo los retrovisores eléctricos rozaban contra los costados. Prefirió esperar y no seguirlo de inmediato. En primer lugar, para que no reparara en él, pero sobre todo para no tener que pasar a cámara lenta entre los perros con la Bellini oliendo a larmadjoun de carne picada. Siguió con la vista, por encima del laberinto de estacas, el resplandor de las luces del coche. Cuando comprendió que por una calle paralela tomaba de nuevo la dirección de la avenida, le dejó ganar un poco de distancia y luego lanzó su motocicleta a través de los perros, apartando a puntapiés a los que intentaban morderle las pantorrillas. Por suerte, una rata gorda como un gato se metió entre sus ruedas y la jauría se la disputó al instante a mordiscos, dejando que tanto Speedy como la rata escaparan. Giró a la izquierda y echó un último vistazo prudente a esos perros estúpidos. El jefe de la jauría lo miraba desaparecer, inmóvil, pasmado. Cuando Speedy aceleró para alcanzar al BMW, oyó cómo los perros peleaban entre sí aún con más rabia.

El BMW aceleró de nuevo, como si estuviera imantado por las luces de la avenida, salpicando de barro las cercas con cada bache. Por ese tramo del camino debían de circular habitualmente camiones y máquinas de trabajo. La tierra estaba atravesada por unos surcos largos y paralelos. La motocicleta se deslizaba por ellos hasta que se atoraba de forma abrupta, como si se tratara de unos raíles traicioneros y peligrosos. Entonces Speedy se veía obligado a redoblar los esfuerzos para mantener la moto en equilibro sin perder de vista el coche. De pronto, este giró a la derecha en medio de la montaña de chatarra del lúgubre mercado de las grúas. Desde que la ciudad se había lanzado frenéticamente en pos del progreso, la necesidad desaforada de maquinaria de construcción había hecho surgir la idea grotesca de semejante mercado. Un especulador oportunista había conseguido juntar casi todas las grúas disponibles del país. Cientos de ellas se alzaban bajo la noche oscura, como un bosque de esqueletos destartalados y enjaezados de cables, o caídos por tierra en un cúmulo de plumas herrumbrosas, contrapesos, lastres, raíles de rodadura, bases, cabrestantes, ganchos y cables enroscados. Aquellas dos o tres hectáreas de grúas viejas, casi todas soviéticas, recuperadas de minas y estaciones, parecían más el vertedero de un chatarrero diabólico que el recinto de exposición de una empresa de alquiler de maquinaria.

Cuando Speedy se adentró por medio de los cables y las vigas de acero, lo hizo sin pensar, y ya demasiado tarde. El BMW, detenido enfrente de él, lo cegaba con sus luces largas.