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«UN AGUJERO LLENO DE CADÁVERES»
—Es un poco exagerado como rito de purificación, ¿no te parece?
El Nerguii estaba allí, sentado en una esquina de la cama, en la penumbra. Su maestro. El alma del séptimo monasterio, el espíritu del Shaolin. Yeruldelgger quiso levantar la cabeza para asegurarse de que no estaba soñando, pero Odval y Tsetseg, cada una pegada contra uno de sus hombros, se lo impidieron. El Nerguii no parecía impresionarlas.
—No es lo que crees… —dijo él como un idiota.
—Te lo ruego —se burló el Nerguii—, que no soy tu mujer. Guárdate las excusas malas para Solongo.
Yeruldelgger dejó caer la cabeza sobre la almohada con un suspiro.
—Esto ha surgido solo, créeme. Con un comentario sobre un deuvedé. Un simple comentario sobre un deuvedé. ¿Sabes lo que es un deuvedé?
—Evidentemente que sí —sonrió el Nerguii—. ¡Si fui yo quien escogió el lector para el monasterio! Y también sé quién es Jack Crabb, porque he visto Pequeño gran hombre varias veces, y lo que hicieron Sunshine y sus tres hermanas dentro de su tipi. Pero ¡eso no justifica estos amores nómadas!
—Lo sé, lo sé —reconoció Yeruldelgger—, yo tampoco me lo explico. Con Tsetseg fue, como diría un filósofo francés, «porque ella era ella y yo era yo»…
—¿Y tu filósofo francés se explica también la presencia de la otra?
—¿La otra? ¿Odval? Bueno, en cuanto a ella…
—No, la otra. ¡La que está delante de tu puerta!
—¿Delante de mi puerta?
La confusión sacó a Yeruldelgger del sueño. Se despertó solo en su pequeña cama mientras las dos mujeres dormían una al lado de la otra junto al altar de los ancestros. Por supuesto, el Nerguii había desaparecido. ¡Si nunca había estado allí! Gracias al cielo que todo aquello no había sido más que una pesadilla. Sólo eso. Lúbrica, tenía que admitirlo, pero una pesadilla. Se deslizó sigilosamente por debajo de la manta y anduvo de puntillas, desnudo, hasta la puerta. Percibió de inmediato el resplandor rojizo y vacilante que se colaba por las junturas de las planchas. Empujó la hoja de madera con precaución y asomó al exterior una cabeza prudente y curiosa. Un fuego agonizaba a pocos metros de la yurta. Bajo el efecto de una brisa invisible, o debido a los insectos que se dejaban atrapar, los tizones se iluminaban de vez en cuando para luego desvanecerse entre la ceniza. El tiempo suficiente para que él pudiera distinguir, más allá de la fogata, una silueta acurrucada durmiendo bajo una manta en el frescor de la noche. Miró a ambos lados por la puerta entreabierta para asegurarse de que no iba a tener más sorpresas, luego empujó con suavidad el batiente y salió para acercarse al fuego y a quien había osado ponerse a dormir allí, a dos pasos de la yurta, infligiéndole la terrible afrenta de no haberle pedido la hospitalidad que la tradición lo obligaba a conceder.
Y como él estaba ahí, de pie, completamente desnudo en la noche, con los hombros brillantes por la claridad fría y celeste de la luna, y sus carnes de más resaltadas por los resplandores terrestres y rojizos del fuego, el chico se puso en pie de un salto y lo apuntó con un viejo fusil de caza. No tendría ni diez años.
—¡Hola! ¡Hola! Calma, hermanito. Cálmate y dime quién eres.
—¿Y tú? Tú eres Yeruldelgger, ¿verdad?
—Pero, bueno, ¿tú también me conoces? ¡Esto es increíble!
—Te estaba buscando.
—Ya me lo imagino. Por lo visto hay mucha gente que me busca. ¿Por qué no me has pedido que sujetara a los perros?
Sin soltar el fusil, el chico señaló la urga que seguía atada en vertical al marco de la puerta.
—Te he visto con dos mujeres.
—¿Nos has visto?
—Pregúntales. Ellas vieron que yo estaba aquí.
—Ayer me siguió durante todo el día —dijo Odval a su espalda.
Yeruldelgger se volvió. La joven y Tsetseg estaban de pie, una al lado de la otra, delante de la puerta, desnudas bajo la manta que llevaban sobre los hombros.
—Sí —dijo Tsetseg—. Yo lo vi seguirte. Me preguntaba cuándo llegaría.
Yeruldelgger se dirigió al recién llegado.
—Creo que ya puedes bajar el arma.
—¿Y tú crees que podrás bajar la tuya? —contestó burlonamente el chaval.
Al principio, Yeruldelgger no lo entendió. Luego se dio cuenta de que estaba desnudo en plena noche, con el cuerpo cansado pero no saciado. Y se vio mirando como un idiota su propio sexo empalmado, como instándolo con la vista a volver a la cordura. O quizá más bien a perderla. O en cualquier caso…
El chico bajó el cañón del arma y le arrojó la manta bajo la que había estado durmiendo. Yeruldelgger se la ciñó a la cintura sin conseguir realmente disimular lo que quería ocultar.
—La próxima vez te traeré una segunda urga. Un día le hice esa broma a uno de mis tíos. Cogí todas las urgas del campamento y las planté delante de su puerta mientras estaba follando…
—¡Eh, cuida ese lenguaje!
—No, te lo juro, estaba a punto de tirarse…
—Sé educado, ¿quieres? ¡Aquí hay mujeres!
—Claro, gracias, ¡ya lo he visto! Y también he oído lo que les hacías. Tú las…
—Stop! Ni una palabra más. ¿Comprendido? ¿Quién te crees que eres, hermanito? ¡Te voy a agarrar la nariz y voy a sacar de ella leche suficiente para llenar una jarra de airag!
—Ajá, pues déjame que yo les agarre a ellas otra cosa, ¡y con lo que saque podrás destilar litros de arkhi! —soltó el chico.
Yeruldelgger se quedó desconcertado ante la insolencia del chaval, que se partía de risa con su propio chiste. Una risa de crío que arrastró con ella primero la de Odval y luego la de Tsetseg, todavía más divertida por la cara que ponía Yeruldelgger que por la broma de…
—¿Cómo te llamas, hermanito? —preguntó ella.
—Ganbold, abuela.
—¿Y qué quieres de nosotros?
—De vosotras dos, ¿por qué no lo mismo que él?
—¡Eh, no empieces! —exclamó irritado Yeruldelgger.
—Serás presuntuoso… —dijo cariñosamente Odval—. Regresa dentro de diez años, pequeño…
—¿Dentro de diez años? ¿Estás de broma? Para entonces yo tendré veinte, una mujer, una casa en Saizan, y seré comerciante de oro. Y, además, dentro de diez años tú serás vieja.
—¿Y entonces yo? ¿Estaré muerta? —preguntó Tsetseg.
—¡Puede que sí!
Yeruldelgger suspiró con la fuerza de un yak. Veinticuatro horas. Habían bastado veinticuatro horas y tres encuentros para que el viento se llevara toda la calma y la serenidad de sus cuatro primeros meses de retiro espiritual. Y ahí estaba: sintiendo subir de nuevo desde la nuca hacia la parte posterior del cráneo el fluido cálido de la cólera. Se frotó vigorosamente el rostro para asegurarse de que no estaba soñando y acabó por convencerse de que, por desgracia, todo aquello era muy real. Hasta el momento nunca había levantado la mano contra un chaval, y no estaba dispuesto a hacerlo ahora. Pero ese Ganbold merecía que lo llamaran al orden y le enseñaran maneras y respeto.
—Bien. Tenemos que hablar, hermanito. De entrada, ocúpate de tu caballo y lastra las bridas con esa piedra que tienes detrás.
—¿Y qué más? Seguro que me pateas el culo mientras me inclino. Mis tíos me lo han hecho ya cien veces. Búscate otra cosa, abuelo.
—Mira, chaval, no me empujes hacia donde no debo ir, porque ganas no me faltan…
—¿No te faltan ganas de qué? —dijo Ganbold con una sonrisa y levantando el cañón del arma.
Nadie vio el impulso, ni el gesto, ni el golpe. Pero el fusil saltó por los aires sin que nadie se hubiera movido, ni siquiera Yeruldelgger. El arma voló dando vueltas, cayó sobre la cubierta de la yurta, se deslizó por la tela y fue a parar a manos de Yeruldelgger sin que este hubiera apartado en ningún momento los ojos de Ganbold.
Las dos mujeres, que seguían desnudas bajo la misma manta corta, se apretaron instintivamente más fuerte la una contra la otra.
—¡Uau! —soltó Ganbold, con las manos vacías—. ¿Cómo has hecho eso? Entonces, ¿todos esos trucos del no sé cuántos monasterio son ciertos? ¿De verdad eres Shaolin? ¿De verdad eres capaz de hacer esas cosas?
—Sobre todo soy capaz de patear el trasero de un pequeño cabrón insolente y maleducado.
—Uau, todavía no me creo lo que acabas de hacer, con lo jodido que estás…
—¿Cómo que con lo jodido que estoy?
—Bueno, hablando de culos, ayer vi el tuyo cuando te escondías detrás de la roca, ¡y no se puede decir que seas todo músculos!
—Llevo cuatro meses entrenando seis horas al día, ¿de verdad quieres poner a prueba mis músculos?
—¿Para qué te estás entrenando?
—Mañana voy a participar en un naadam, la competición se celebra a tres valles de aquí.
—¿Como luchador?
—Como arquero.
—¿Como arquero? Pero ¡si eso es cosa de mujeres!
Tras un silencio breve, contenido, Odval y Tsetseg rompieron a reír.
—Bueno, y, entonces, ¿qué es lo que quieres de mí? ¡Y vigila tu lenguaje!
—Mostrarte una cosa.
—¿Qué cosa, otro deuvedé de Dustin Hoffman?
—¿Quién? No, quiero mostrarte un osario.
—¿Un osario?
—Sí, un osario. Un agujero lleno de cadáveres.