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¡VIVO!
Una multitud alegre y ruidosa había invadido la terraza al sol del albergue de Knowlton con ocasión del «Killer Martini Quiz» de sus Primaveras Asesinas. ¡Qué ironía que se celebrara un festival de novela policíaca allí donde Zarza quizá cometía un crimen!
Por suerte, al profesor Bouthillette no le gustaban los gentíos que no podía controlar, y el grupo de autores desembarcaba con demasiado ego como para que él intentara sacar partido. Sin embargo, entre aquellos hombres que hablaban alto y entre las jóvenes que reían todavía más alto, había algunos especímenes a los que le habría gustado tirarles la caña. Dos o tres cruces de miraditas a modo de cebo y esa periodista pelirroja de Vancouver, tan ingeniosa y encantada con su pequeña notoriedad, o ese joven de Montreal tan tímido que aún no era consciente de su potencial como autor de novela negra, habrían mordido el anzuelo. Sin embargo, sus redes ya le habían proporcionado buenas capturas en casa. Dejó la copa de Saint-Pépin sin terminar, abandonó la mesa, se sumergió sin miramientos en la muchedumbre, empujando a varios Martini killers, y salió cruzando la sala del albergue, decorada con toda clase de patos.
Zarza lo dejó salir sin seguirlo. Lo vio pagar en el mostrador y dirigirse a su coche, que estaba en el aparcamiento. Sólo se aseguró con la mirada de que, desde Lakeside, tomaba dirección este, hacia Victoria. El resto podía imaginarlo, hacía tres días que lo espiaba.
Los chicos del servicio secreto lo habían encontrado con mucha rapidez. Eran verdaderos ratkers: tenaces como sabuesos, retorcidos como hackers. Sin apartarse de las pantallas, navegando tan sólo por lugares accesibles para todo el mundo, habían seguido los vínculos entre la MUST, la Universidad de Ulán Bator, y Terra Nostra, la ONG de Montreal. Luego habían rebuscado entre los expedientes administrativos de la ONG, producto de un embrollo increíble de fundaciones, asociaciones y mecenazgos. Y tirando del hilo de la financiación habían establecido la relación entre Terra Nostra y una asociación con fines humanitarios que dependía del Departamento de Ciencias de la Tierra de la Universidad de Vancouver, para el que la ONG recogía las informaciones que les proporcionaban los geólogos que estaban en Mongolia. El nombre de Bouthillette aparecía por todas partes en cuanto llegaron al tercer nivel del embrollo administrativo. Presidente fundador de Terra Nostra, profesor honorario asociado en la MUST, profesor titular en la UQEM, profesor asociado en la Universidad de Vancouver, consultor de la asociación humanitaria. El análisis de sus cuentas oficiales y de las ocultas y de su tren de vida hizo el resto y le confirmó a Zarzavadjian que era su objetivo.
El agente francés abandonó el albergue, condujo su coche por la carreterita limpia y bien señalizada de Lakeside y continuó por ella, en lugar de girar a la izquierda, hacia Victoria, como habría hecho si hubiera querido seguir a Bouthillette. Pasó frente a un bar discreto y sombreado a la orilla del Cold, en el punto donde un arroyo escapaba del lago de Moulin a través de una pequeña presa en pendiente, al otro lado de la carretera. Bouthillette había cenado allí la víspera con la estudiante gordita a la que maltrataba de noche. Zarza continuó hasta el lago para rodearlo por el oeste. El paisaje era un patchwork de césped y jardines cosidos por unos bordes floridos. Más allá de los parques arbolados se adivinaban propiedades rodeadas de viñedos amarillentos. Sin ánimo de ofender a los quebequenses, Knowlton mostraba abiertamente y con suficiencia su lado más británico: grandes mansiones de madera blanca y estilo colonial, circundadas de verandas sobre alfombras de césped mullido; edificios históricos esculpidos con columnatas y frontispicios, amerengados como tartas de boda; campos de tenis de tierra batida detrás de unas verjas altas y bajo la sombra densa de los arces; piscinas sin trampolín erizadas de tumbonas blancas e impecables, y hangares para botes o barcos de remo frente a embarcaderos privados. Sólo desentonaban los viejos moteros vestidos de cuero que se paseaban lentamente con sus máquinas. Hacían rugir los motores de sus Harley entre todas aquellas mansiones preciosas, despectivos y serios, tratando de no exagerar demasiado, antes de ir a hacerse los rebeldes bebiendo cerveza en las terrazas floridas de los restaurantes, con sus motos rutilantes aparcadas en fila justo enfrente. Knowlton, como muchos de los lugares más bonitos del mundo, se había convertido en una ciudad de provincias en la que unos viejos estúpidos y sus motos pasadas de moda iban a dar envidia a otros viejos estúpidos y sus mansiones de cartón piedra.
Zarza se alojaba en el motel Cyprès, situado más al norte, en Lakeside, pero había alquilado una barca y la tenía amarrada en el extremo de Pointe Fisher, una península opuesta diametralmente a la bonita casa del profesor, del otro lado del lago, en la bahía Robinson. Bouthillette se había revelado muy casero y apegado a sus rutinas. Una hora antes del amanecer, salía a pescar. El resto del tiempo, se dedicaba a aprovecharse sexualmente de los estudiantes a los que invitaba. Alumnos o alumnas. Sin preferencias. El sexo y las carnadas marcaban el ritmo de esos fines de semana largos, de cuatro días, en su casa del lago, fruto de cincuenta años de salario.
De regreso al motel para prepararse, Zarza se dijo que en realidad no quería pescar a Bouthillette. Iba a quemarlo. Como un pirómano. ¡Vivo!