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«¿QUÉ HAGO? ¡SE ESTÁ DESPERTANDO!»

Karin no podía creer que el tal Andrew estuviera en su cama. La noche anterior él la había llamado, justo después de que Darryl la dejara delante de su casa de Kensington.

—Karin, soy Andrew. Tengo novedades sobre el caso de Yanchep, ¿te interesa?

—¿Ahora?

—¿Por qué no? Podemos hablar mientras nos tomamos una copa.

—¿Me estás invitando a salir?

—Sí. Y sin segundas intenciones, evidentemente…

—Andrew, los hombres australianos nunca hacen nada sin segundas intenciones.

—Tómatelo entonces como un intento de seducirte. ¿Te paso a buscar?

—¿Cuándo?

—Estoy delante de tu casa.

Ella había mirado a través de los estores y allí estaba él, en su Commodore reluciente, aparcado junto a su césped amarillento.

Ese cabrón sabía cómo hacerlo, y encima era guapo. Se bajó del coche para abrirle la puerta y la cerró tras ella sin dar un portazo. Era considerado. Afable. Desconfía, niña. Ten cuidado. Luego condujo con suavidad hasta Apple Cross, donde atravesaron el Canning River en su confluencia con el Swan, y continuó hasta Freemantle. Este va de surfista burgués, niña, y tiene la intención de hacer una parada en el Run Amuk y sus perritos calientes rechonchos a doce dólares y medio, gratinados y decorados con salsas de todos los colores. Se las dará de practicar con el longboard los domingos y se pedirá una Red Back con la intención de soplarse su medio litro de cerveza local mientras tú te extasías con los cientos de coches en miniatura que hay colgados de las paredes a modo de decoración. Se burlará de la opción vegana del menú y de los devoradores de ensaladas, y a continuación lo compensará pidiendo pan sin gluten, para hacerse perdonar la metedura de pata. Desconfía, niña, la única ola que ese tipo va a coger es la de cerveza, que lo va a arrojar borracho como una cuba sobre el asiento trasero de su bonito Commodore para surfearte por detrás. Y date por satisfecha si no te vomita encima.

Sin embargo, Andrew no fue hasta el pequeño bar de perritos calientes de South Terrace, privado de la puesta de sol por un aparcamiento de embarcaciones y los hangares situados entre la terraza y el océano. En su lugar, se dirigió hacia el norte por la 5, pero la abandonó enseguida para adentrarse por una carretera secundaria que recorría la ribera izquierda del Swan. Circulaban junto a parques y jardines, frente a marinas erizadas de hileras de veleros blancos, por barrios residenciales inundados de verdor pese a la canícula, y en la otra orilla, un campo de golf con una hierba mullida y brillante gracias a los aspersores automáticos. Un poco después de Bay View Park, abandonaron la carretera de la cornisa para descender hasta el río por Johnson Parade. Y entonces ya era demasiado tarde, niña. Llevabas demasiado rato en silencio en ese bonito coche, contemplando la puesta del sol sobre el horizonte de agua, con el codo en la ventanilla, envuelta en el aire tibio que olía a corteza azulona de eucalipto y al frescor del río, calmo como un lago.

La invitó al Mosman, un restaurante de madera blanca que aprovechaba un promontorio para extenderse sobre unos pilotes que se hundían en el agua. Había reservado una mesa con vistas al Swan, que allí se ensanchaba como una bahía de regatas antes de recuperar su cauce y retorcerse en una corriente grande y sinuosa hasta el océano. Un gran ventanal acristalado abierto a la bonanza de la tarde. Delante de ellos, una larga pasarela de madera teñida por la pátina del tiempo discurría hasta una pequeña marina privada. Cinco yates grandes cabeceaban con pereza y despreocupación. Eres fácil, niña. Un poco de vino y caes, ¡ya lo sabes!

Dos copas de sauvignon blanc Arimia 2009 de Margaret River más tarde y ahí estabas, un poco tipsy, como decía tu abuelo alemán. Completamente pompette, achispada, habría dicho tu abuela angevina. Fuiste tú quien propuso caminar un poco y tomar el postre en otra parte, para despejarte. Él te besó con los pies metidos en el agua, zapatos en mano, bajo el emparrado fragante de un árbol de té en flor. Tu postre fue él, en tu habitación, a oscuras y silenciosa, con la ventana abierta a la vibración de la noche y al zumbido de los pocos coches que a esas horas circulaban sobre el asfalto todavía blando por la tórrida jornada.

—Darryl, he hecho una tontería.

—¿Tan temprano?

—Tengo a Andrew en la cama…

—¿Andrew? ¿Andrew Rayney? ¿Mi Andrew Rayney?

—Sí. Mierda, Darryl, me engatusó, ¿qué podía hacer?

—Meterme a mí.

—¿Cómo?

—En tu cama, podrías haberme metido a mí antes que a él. Nunca le hubiera dejado ocupar mi lugar.

—Vale ya, Darryl, que no estoy bromeando.

—Yo tampoco.

—…

—Bueno, ¿qué quieres, que vaya a echarlo?

—No, no, déjalo, yo me encargo.

—¿Y por qué me llamas entonces?

—Por el tipo de Yanchep, lo han encontrado ahogado en una marisma cerca del parque nacional.

—¿Un accidente?

—Estaba completamente desnudo, con una huella enorme de dingo en la frente y las manos atadas a la espalda… Así que me extrañaría que lo fuera.

—¿Hay pistas?

—Huellas de pisadas alrededor. Un hombre y una mujer, si nos basamos en el tamaño.

—¿Cómo lo encontraron?

—Una columna de humo llamó la atención de los guardas.

—¿Un campamento?

—No. Un fuego hecho con hierbas recién cortadas. Si se hubiera querido guiar a los guardas hasta el cuerpo no se podría haber hecho mejor.

—¿Algo más?

—Sí, había restos calcinados de una silla entre las cenizas. Era de la casa de la víctima. Encontraron las marcas de cuatro patas en el suelo. Creen que lo sentaron en ella.

—¿Para qué? ¿Para interrogarlo? ¿Hay indicios de tortura?

—No, para filmarlo.

—…

—O para fotografiarlo.

—¿Cómo pueden saber eso?

—Enfrente de los cuatros agujeros que dejaron las patas de la silla han descubierto otras tres marcas que forman un triángulo. Creen que podrían ser de un trípode.

—¿Me estás diciendo que una pareja secuestró a ese tipo para hacerle confesar algo delante de una cámara y que lo eliminó después procurando que se descubriera el cuerpo lo antes posible gracias a un intento de incendio?

—Lo has resumido muy bien.

—¿Existe la posibilidad de que sean unos tarados sexuales? ¿Abusaron de él?

—No, dejando aparte el hecho de que una serpiente Furina ornata le mordió la pija en el agua. Pero, según las primeras conclusiones del forense, eso no pudo causarle la muerte porque ocurrió post mortem. De todos modos, la Furina ornata no es tan venenosa.

—Permíteme que lo ponga en duda. ¿Qué saben de eso los forenses?

—Es su trabajo.

—¿Algo más?

—Sí. ¿Qué hago? ¡Se está despertando!