9
…LOS PRIMEROS NINJAS
Ganbold se negaba a llevar a la espalda una palangana de plástico. No quería ser un ninja como los demás. Nada que ver con esos Miguel Ángel, Rafael, Donatello o Leonardo de mercadillo. Esos no eran más que tortugas de opereta. Él, para descender bajo tierra, no llevaba camiseta ni bandana. Él era Splinter, el maestro de los ninjas, como en los dibujos animados de la tele. La rata. Porque de todos los ninjas que habían horadado las entrañas de aquel rincón de la estepa, él era el único que provenía de las cloacas de Ulán Bator. Había vivido exactamente como una rata durante dos inviernos. En esa época se dejaba tragar por un agujero cada día, aun a riesgo de quedar sepultado en él, y eso no le daba miedo. Allí, en UB, aquello formaba parte de su vida cotidiana. Además del hedor, de las cochinillas de la humedad, de las quemaduras por las tuberías, las descargas de vapor, los vómitos de los borrachos, la guerra entre las bandas y la prostitución más miserable. En aquellas cloacas incluso habían matado a personas dejándolas cocerse lentamente sobre las tuberías de agua hirviendo. ¡Así que ahora descender seis metros por un túnel vertical de apenas la anchura de sus hombros no era gran cosa! A los diez años, ya era el mejor del campamento nuevo.
—¡Aquí, mira este otro! —gritó desde el fondo del agujero.
Yeruldelgger se acercó al cabrestante que hacía subir la palangana de plástico. Cuando llegaron al campamento, quien lo manejaba era una chiquilla. Tendría ocho años como mucho. El expolicía la apartó amablemente para ocupar su lugar a la manivela. Pero ella, seria y aplicada, seguía pegada a él hasta que aparecía cada nuevo cargamento, entonces lo descargaba y lo arrastraba como de costumbre hasta el tablón calzado, una decena de metros más allá. Después venía el trabajo de los adultos, de su padre o su tío o su hermano mayor, que desmenuzaban los guijarros y pasaban la tierra por el tamiz. Pero desde la llegada de Yeruldelgger, las palanganas ya no remontaban nada para ellos, y los hombres lo miraban con mala cara.
—¡Oveja! —gritó la chiquilla con seriedad.
Sujetaba con las dos manos un cráneo todavía orlado de tiras de piel reseca. Con los ademanes desapasionados propios de un forense de serie de televisión, la niña trasladó la reliquia hasta el tenderete que había levantado: una plancha larga apoyada sobre dos montículos de piedras que servía para atravesar haciendo equilibrios los charcos embarrados después de las tormentas. Sobre ella había ya otras cabezas y toda una colección de huesos y pedazos de esqueletos a medio descomponer. Yeruldelgger se acercó para examinar el cráneo que la pequeña acababa de depositar, bien alineado con los otros.
Tres de los artistas errantes habían plantado los caballetes en medio de los montículos y los hoyos. Al alba, Yeruldelgger había distinguido su furgoneta azul traqueteando por la ladera de la montaña para alcanzarlo, poco después de que él hubiera abandonado su campamento con Ganbold, Odval y Tsetseg. Él les había dejado hacer. Ahora parecían firmemente decididos a unirse a su insólita caravana. Cuando un helicóptero los sobrevoló rumbo al sur, se preguntó lo que el piloto o sus pasajeros habrían pensado de ellos. Cuatro jinetes y una vieja furgoneta todoterreno rusa. Turistas de excursión ecuestre, sin duda, acompañados de toda la logística que requerían esos casos. Yeruldelgger se sorprendió pasando revista a su pequeño mundo, para tenerlo todo bajo control. Al, como tenía por costumbre, había desaparecido detrás de otra ola de colinas en pos de su océano imposible.
—¿Qué es eso otro?
Era un cordero, y en este caso, uno cíclope. Con una sola cavidad, enorme, en medio de la frente. No cabía duda. Ya había examinado otro cráneo de cordero que había expuesto sobre la plancha, con los dos maxilares soldados entre sí y sin dientes. También la mitad delantera del cuerpo de un cabrito sin metacarpos, con las falanges saliéndole directamente de las rodillas. Y el doble cráneo de una cabritilla siamesa monstruosa…
—¿Qué es todo este museo de los horrores? —preguntó Tsetseg.
Odval había reemplazado a la chiquilla en el cabrestante y había hecho descender de nuevo la palangana por el agujero para que Ganbold pudiera volcar el siguiente cargamento. El chico le había explicado que los ninjas excavaban pozos vecinos a gran profundidad, y cuando creían haber dado con un buen filón los unían entre sí mediante galerías horizontales. Esas eran las más peligrosas. A menudo se derrumbaban. De esa manera había exhumado él los primeros restos óseos. Todavía no eran más de una decena los que habían desafiado la maldición de aquel yacimiento demasiado cercano a las minas de la Colorado. Cuando llegaron ellos, el campamento estaba abandonado y se habían rellenado todos los pozos, dejando tan sólo embudos de tierra entre montículos de grava. El grupo de Ganbold había preferido cavar entre dos antiguos pozos para unirlos bajo tierra y tener más posibilidades de volver a dar cuanto antes con el filón que había atraído a los primeros ninjas.