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«…Y ENCUÉNTRALA!»
Habían estado hablando de esto y de aquello, y sobre todo de Solongo, y esta había sentido cómo el interés de Bekter se centraba amorosamente en ella. Se mostraba afable sin ser adulador, interesado sin ser curioso, y a todas luces deseoso pero sin apremios. La joven disfrutó el momento y se dejó cortejar con medias palabras. Estaban todavía muy lejos de la zona de peligro. Luego él hizo una alusión entusiasta a la finura de sus manos, a la gracia de su cuello, pero ella prefirió redirigir la conversación a un tono más policial que picarón. Le propuso dibujarle los zapatos de la mujer. Los Louboutin, dijo. Auténticos, nada de copias a lo Zara. Lujosos. Hacían falta más de cien maniobras para montarlos. Eran muy caros. Ella creía que probablemente no se podían encontrar en Ulán Bator. Eran unos zapatos puntiagudos de tacón bastante alto. Diez centímetros por lo menos. El empeine del pie bien curvado y sujeto tan sólo por un triple juego de cordones de cuero. Como poco, mil dólares.
—¡Meredith! —llamó Bekter.
Por la puerta entreabierta del despacho, una joven asomó su pequeña cara de cuidadora de yaks en los confines del mundo, y eso que era de muy buena familia. Su padre, abogado, había insistido en llamarla Meredith, como homenaje a James Meredith, el primer negro que entró en la universidad, de Misisipi. Lo hizo sin contar con los estragos de la subcultura popular. Cuando ella empezó en la policía, la única Meredith que sus colegas conocían era la Meredith Grey de la serie Anatomía de Grey. Algunos años después, todos los polis del servicio la apodaban Fifty. Es decir «cincuenta», por Cincuenta sombras de Grey. Y ella lo soportaba con su eterna sonrisa de niña de la estepa, ella, que había nacido en el microdistrito de Sansar, uno de los más viejos y, en la época, uno de los peores de Ulán Bator. Hablaba cuatro idiomas, pero nunca mencionaba su doctorado en Ciencias del Comportamiento por la Universidad París-Descartes, en Francia.
—Meredith, quiero saberlo todo sobre estos zapatos. Si alguien los vende aquí, quién los importa, quién los compra, todo.
—¡Bien, jefe!
—Y, Fifty —insistió Bekter—: lo quiero para dentro de dos horas como muy tarde, ¿de acuerdo?
—Genial, jefe, eso me deja tiempo para salir a desayunar.
La cara redonda y sonriente desapareció de nuevo.
—¡Fifty!
—¿Sí?
Otra vez la carita, toda sonrisas, y el resto del cuerpo detrás de la pared.
—Son Labou… Loubau no sé qué.
—Louboutin, jefe, lo sé, los de la famosa suela roja.
—¿Ya los conocías?
—Durante mis dos años estudiando en París tuve tiempo para ir de tiendas.
—¿En busca de zapatos de mil dólares?
—Es algo menos en euros, pero sí, por ahí andan.
—Pero cómo puedes…
—Soy la hija de un diputado, mi padre está en la comisión de atribución de concesiones mineras, chanchullos y corruptelas. Papá se ganó su reputación moral dándonos unos buenos estudios. La verdad es que no fui a la facultad como una estudiante becada. Recuerdo un corpiño de La Perla, el Ligth and Shadow, que costaba lo mismo que esos Louboutin. ¡Y una bata de seda, la Tearose, de mil quinientos euros!
—¿Tú usas eso? ¡No te imaginaba así!
—Jefe, uno sólo conoce de verdad a una mujer cuando la ve sin ropa. Por cierto, eso vale también para los tíos: los calzoncillos y los calcetines te lo dicen todo. Tú, por ejemplo, llevas…
—¡Meredith!
—¡Ya paro, jefe!
—Más te vale. Entonces, son unos Louboutin y quiero saber el modelo y el año.
—A ver, así de memoria, son unos Confusa, jefe. Mil ciento noventa y cinco dólares la última vez que los vi. Diría que de la colección de la última primavera.
—Fifty, ¿por qué no me has dicho todo eso desde el principio?
—Pero ¡si me has dado dos horas, jefe!
—No, no, no, te he dicho en dos horas como muy tarde.
La cara redonda desapareció tan deprisa que la sonrisa pareció quedarse flotando por un instante en el hueco de la puerta.
—¡Las tiendas y los importadores! —gritó Bekter descolgando el teléfono—. Llamad a Nambaryn, de Inmigración.
Durante unos segundos deliciosos en su cabeza se había instalado la imagen de una lánguida Solongo enfundada en un Tearose de La Perla, pero el timbre del teléfono se encargó de devolverlo brutalmente a la realidad.
—¿Nambaryn? Bekter…, sí, eso es, el fisgón de la poli. Qué graciosos sois siempre en Inmigración. Necesito un servicio… No, no, no estoy haciendo un trueque de servicios, Nambaryn, es que necesito un favor. Te lo pido educadamente, pero me lo vas a tener que hacer de todos modos… Se puede llamar así… También así, si tú quieres… Nambaryn, Nambaryn, no agotes tu repertorio de groserías, con eso no vas a cambiar nada. Tú sabes lo que me debes, así que la cosa es: o me haces el servicio o te envío el mío… Sí, eso es: inspección, verificación, confiscación y toda esa cantinela… Sí, lo sé, Nambaryn, y te puedo decir que soy incluso peor que eso. Pero eso tampoco va a cambiar nada, así que coge un boli, un papel y anota: una mujer, de unos cincuenta y tantos, forrada de pasta y occidentalizada de los pies a la cabeza, seguramente viaja en primera clase. Olvídate de la MIAT y su «Maybe I Arrive on Time».[2] Céntrate en Air France y quizá en Korean Air vía Seúl. Necesito saber si alguien que se le parezca ha viajado de Ulán Bator a París o a Europa desde la primavera pasada hasta hoy. Si no encuentras a nadie, mira en todos los vuelos de entrada, y siempre en primera clase. Ah, y por si te sirve, porque uno nunca sabe, a veces lleva unos zapatos de tacón con las suelas rojas… Sí, con las suelas rojas. ¡No intentes entenderlo, Nambaryn, y encuéntrala!