11
«…CON UNOS CALZONCILLOS AJUSTADOS ROJOS Y UNAS CHAQUETILLAS ROSAS»
Aquellos hombres tenían miedo. Eran muchos, jóvenes y fuertes, e iban armados, pero tenían miedo. Habían lanzado sus tres Hummer negros de ventanillas tintadas al asalto de la colina y se habían desplegado en abanico en el último momento, con una coreografía digna de una serie de televisión de las malas. Yeruldelgger tenía todavía el cráneo perforado en las manos cuando bajaron de los coches. Nueve en total, embutidos en uniformes negros, con el símbolo belicoso de la Mongolian Guard Security: un hocico de lobo enseñando los dientes.
El que parecía ser el jefe se dirigía con paso chulesco hacia Yeruldelgger cuando una voz de mujer al borde de la cólera lo detuvo en seco.
—¿Qué haces tú aquí, hermanita? —preguntó Yeruldelgger al ver bajar del último Hummer a la teniente.
—Ya te dije que la Colorado terminaría por llamar a mis jefes. Con órdenes de despejar el puente para restablecer la circulación y de paso echar una mano a los lobos de la MGS para expulsar a los ninjas.
Desconcertado al ver que Yeruldelgger y la policía se conocían, el jefe del comando decidió tomar el control de las cosas con arrogancia.
—¿Quién es este tipo?
—Un poli.
—Un expoli —la corrigió Yeruldelgger.
—Un don nadie, entonces —zanjó el hombre acercándose a él—. Tienes cinco minutos para largarte, tú y tu panda de señoritingos. Y no te esfuerces. No vas a llevarte nada, nos quedamos con todo.
—¿Incluida la yurta? —fingió alarmarse Yeruldelgger.
—Incluida la yurta.
—¿Y también el oro?
—También el oro.
—¿Os quedáis con el oro?
—Nos quedamos con todo.
—¿Y eso por qué?
El hombre se quedó a un paso de distancia de Yeruldelgger para intimidar al viejo poli jubilado.
—Porque todo lo que hay aquí pertenece a la Colorado, y nosotros somos la Colorado. Esto es una concesión, ignorante.
—Te equivocas, ignorante —dijo Yeruldelgger soltándole el cráneo en los brazos—. ¡Esta es la escena de un crimen!
El hombre comprendió demasiado tarde que había cometido dos errores. El primero era haberse acercado a Yeruldelgger y encontrarse ahora al alcance de un golpe. El segundo, haber permitido que le inutilizara las manos con un cráneo humano y le impidiera detenerlo. Cuando vio el brillo plomizo de la mirada del viejo, se dio cuenta de que se había dejado engañar por un falso bonachón tras el que se escondía un auténtico asesino. Por suerte, la policía también lo percibió y le salvó el pellejo.
—No, Yeruldelgger, no compliques las cosas.
El hombre de la MGS aprovechó para dar una zancada hacia atrás, como empujado por la mirada de Yeruldelgger.
—Y ahora cuéntame ¿qué historia es esta de la escena de un crimen? —preguntó la teniente.
—Ganbold acaba de sacar este cráneo del pozo del que ha extraído todos esos —respondió Yeruldelgger señalando los esqueletos deformes que había alineados sobre el tablón—. ¿Recuerdas que te dije que quería mostrarme un osario?
La policía agarró el cráneo de las manos del hombre y lo examinó atentamente. Yeruldelgger se acercó a ella.
—¿Y tus cadáveres pisoteados?
—Ya no es asunto mío. Mi superior se ha hecho cargo de ellos desde Dalanzadgad y ha enviado a un forense de Ulán Bator en helicóptero.
—¿Un forense?
—Sí, «una», mejor dicho, que además te conoce. Cuando le he contado que me había tropezado con un expoli tocapelotas y tozudo como una mula, me ha pedido que te diera saludos de su parte si volvía a verte.
—¿Saludos?
—Sí, y puede que algo más, si es que interpreté bien la dulzura de su voz y el calor de su mirada.
—Ya, bueno, entonces, ¿no vas a seguir investigando lo de los cadáveres del puente? —preguntó él de nuevo, para cambiar de tema.
Ella lo tomó del brazo y lo forzó a alejarse de los guardias de la MGS.
—De momento y oficialmente, no.
—¿Y oficiosamente y a partir de ahora?
La policía se sacó del bolsillo el móvil con el que él la había visto tomar fotos de lo que había bajo la lona. Recorrió los álbumes hasta dar con el que buscaba. Abrió una foto y movió el aparato para que adoptara el modo panorámico.
—¿Por qué no me dijiste nada? —murmuró él examinando la imagen.
—Ya no eres poli.
—¿Tú lo sabías?
—No, lo comprendí cuando vinieron a buscarme para expulsar a tus ninjas.
En la foto se adivinaban los dedos de la teniente, que levantaban la lona, y bajo la claridad azulona del sol a través de la tela se veía un cuerpo roto dentro de un tejido negro. Siguiente foto, tras deslizar el pulgar: primer plano del hombro del muerto. Un escudo manchado de sangre. Un hocico de lobo enseñando los dientes.
—Ya veo —dijo Yeruldelgger mirando de soslayo a los milicianos.
—¿Y entonces?
—Entonces, nada. Yo ya no soy poli y a ti te toca gestionar esto. Si Tsetseg tiene razón, a los cuatro del puente los machacaron los suyos por considerarlos unos traidores. Quizá los asesinos sean tus nuevos jefes.
—Eh, haz el favor, habla con propiedad, estos milicianos no son mis jefes. Yo soy policía de la República de Mongolia.
—¿Qué haces aquí entonces?
—Superviso la expulsión de ocupantes ilegales en una zona minera que ha sido entregada como concesión.
—¿Por un requerimiento telefónico de la Colorado?
—Mira que te gusta joder y meterte en líos, Yeruldelgger.
—¿Y tú? Tú eres una poli la mar de graciosilla que se las apaña muy bien para encontrar problemas.
—No necesito buscarlos, ya te encargas tú de endosármelos. Como el de ese fiambre al que han despedazado tus cuatro artistas furiosos.
—Entonces, ¿qué hacemos?
Una especie de rictus alargó fugazmente la parte inferior del rostro redondo de la teniente, que volvió a tornarse ceñudo de inmediato. Él lo tomó como una sonrisa y se quedó observando cómo ella se acercaba al jefe de los milicianos, le confiscaba el cráneo con un gesto que no admitía réplica y se alzaba de puntillas para que a este le quedaran las cosas bien claras.
—Toda esta colina, hasta aquella cima, es la escena de un crimen. No se puede mover nada, no se puede hacer desaparecer nada. Si veo la menor huella de unas botas, volveré para romperos la crisma. Y ahora largo, yo me quedo a investigar.
La tropa regresó a los Hummer como un grupo de turistas despistados cuya excursión acaba de ser anulada. La pendiente los obligó a realizar algunas maniobras ridículas para conseguir colocarse en el orden de la marcha y no recuperaron algo de su arrogancia hasta que ganaron velocidad.
—¿Romperos la crisma? —se burló Yeruldelgger.
—¡¿Qué?! —ladró la teniente—. ¡Tú lo habrías hecho sin prevenirlos!
—En otra época, sí, sin lugar a dudas.
—Sin vacilar, querrás decir.
—Sin vacilar, tienes razón. Esto te demuestra hasta qué punto he cambiado, ¿no?
—No cambiamos, abuelo. Envejecemos, pero seguimos siendo los mismos. Si ese tipo hubiera dado un paso más, le habrías roto la crisma. He visto cómo buscabas un buen apoyo.
—Al final va a resultar que eres una buena poli. —Yeruldelgger sonrió.
—Si te sobra un caballo, lo sabrás enseguida.
—¿Nos acompañas?
—Sí, pero no al naadam. Se me ha pasado la edad de ir a ver cómo unos paletos gordos, que ni siquiera son sumos, se agarran de la entrepierna para tirarse por los aires y revolcarse unos sobre otros vestidos con unos calzoncillos ajustados rojos y unas chaquetillas rosas.