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…EN MEDIO DEL OLOR DE SU ORINA
Ella se sobresaltó en la cama y se incorporó, desnuda, mostrando los pechos a los cuatro hombres encapuchados, armados con fusiles de asalto, que apuntaban a sus senos con la luz roja de sus miras láser. Una mano enguantada de cuero negro salió de las sombras y la agarró por el brazo, arrancándola de la cama, mandándola aterrada y dando tumbos hasta la otra punta de la yurta. El ruido de su cuerpo desarticulado golpeándose contra los muebles despertó a Bekter en el momento en que uno de los miembros del comando lo inmovilizaba contra la cama, con una rodilla plantada en los omóplatos y el cañón del fusil de asalto en la nuca.
A partir de ese instante todos los enmascarados se pusieron a gritar órdenes. «¡No te muevas!», «¡sal de la cama!», «¡échate al suelo!», «¡las manos en la cabeza!». Un soldado sacó a Bekter de la cama y lo arrojó al suelo retorciéndole el brazo en la espalda. Una bota le aplastó la cara contra las planchas y pudo ver a Solongo, aterrorizada, inmovilizada en el suelo por otra bota, con los pechos aplastados, los muslos separados por otras dos botas que le impedían cerrarlos y sus hermosos ojos devastados por el miedo. Intentó calmarla con la mirada y hacerle comprender que no debía oponer ninguna resistencia. Luego se concentró en lo que pasaba en torno a él. Era una operación de la policía. Una operación especial. Él también había actuado de esa forma tan violenta cuando había temido una reacción del sospechoso. Pero se dio cuenta de que tan sólo eran cuatro hombres. Un equipo pequeño. Algo nada habitual en esa clase de detenciones. Ningún civil, tan sólo comandos con el uniforme de intervención. Iban a mantenerlos en el suelo el tiempo suficiente para dejar claro que eran ellos los que controlaban la situación, para asegurar el lugar y preparar la extracción. Rutina. Bekter tomó una decisión con el propósito de aplacar el miedo de Solongo. Cuando notó que el nerviosismo de los cuatro comandos había disminuido un poco, decidió que intentaría explicarse.
—Quizá pueda…
La bota le aplastó la mejilla para impedirle hablar.
—Tú no puedes nada, cierra el pico.
El que se hacía cargo de él era el jefe de la operación y se puso a dar órdenes.
—¿Tenéis el arma?
—Afirmativo.
—Coged la ropa.
—¿No va a vestirse?
—No.
—¿Y ella?
—Ella no viene.
—¿Estás seguro?
—Es lo que te acabo de decir. Sólo él.
—Entonces ya está, estamos listos.
—Okey, preparaos para salir…
Él sintió que la presión de la bota sobre su rostro se aflojaba y unas manos lo agarraban por debajo de los brazos. Oyó que arrancaban un pedazo de sábana y vio la tela caer como un chal sobre Solongo.
—Tápese. Mañana la convocarán como testigo.
Solongo se echó la tela por encima y se puso de rodillas.
—¿Adónde lo llevan?
—Mañana lo sabrá. Quédese donde está y no se mueva hasta que nos hayamos ido.
—¿Por qué lo detienen?
—No tiene por qué saberlo.
—Pero ¡es policía!
—Razón de más. ¡Venga, nos vamos! —ordenó el hombre a los otros comandos.
Los dos hombres que mantenían a Bekter en el suelo lo agarraron para levantarlo y lo empujaron hacia la puerta de la yurta. El tercero cerraba la marcha y comprobaba que Solongo no se movía. El jefe del comando ordenó a sus hombres que se detuvieran un momento, luego abrió el batiente de par en par y se apartó para dejarlos salir. En cuanto Bekter apareció, desnudo, con la cabeza baja para no golpearse con el marco, la luz cruda de un proyector lo cegó y lo forzó a componer una mueca. Un equipo de televisión lo estaba grabando sin ningún pudor, flanqueado por los dos comandos enmascarados, que hicieron otra parada por indicación del jefe. Bekter se dio cuenta de la maniobra y reaccionó como pudo. Se enderezó, olvidando que estaba desnudo, y miró a la cámara.
«¡Bekter! ¡Bekter! ¿Es verdad que secuestró a unos sospechosos para interrogarlos de forma ilegal?».
«¿Es cierto que su departamento dispone de una sala de torturas en un vagón de mercancías de una estación abandonada al este de la ciudad?».
«¿Dio órdenes para que se libraran del cuerpo de Hüttler Kan haciendo creer que se había caído borracho a la carretera de Narnii desde el Peace Bridge?».
Se quedó de piedra. Manipulación, humillación, hacía mucho tiempo que el país se había habituado a ese tipo de actuaciones. Después de todo, ¿no se había detenido hacía poco a un antiguo presidente de la República, favorito en los sondeos, en plena campaña presidencial, al amanecer, para exhibirlo en calcetines y pijama delante de unas cámaras a las que se había avisado de antemano? Lo importante era que él ahora sabía qué acusaciones se escondían tras la manipulación. En cuanto a la humillación, ese error lo habían cometido los maquinadores. Esta probaría, en su momento, la voluntad de daño y la parcialidad del procedimiento. Y aunque el episodio presidencial había demostrado el servilismo de una gran parte del sistema judicial, había unos cuantos jueces que tenían todavía atragantadas esas prácticas mafiosas. El esmero que habían puesto en humillarlo le sería de utilidad más adelante. Estaba regodeándose en esas reflexiones cuando los dos comandos lo empujaron hacia las cámaras, pero la luz blanca de los leds se deslizó más allá de él, ahora sumido en la oscuridad de la noche. Temió de inmediato lo que la precipitación del cámara implicaba. Giró la cabeza, a pesar de los puños de hierro que lo empujaban, y distinguió por encima del hombro la cara demacrada de Solongo, a quien el otro comando mantenía de pie en el hueco de la puerta. Estaba aterrada, medio desnuda, sujetándose la tela rota contra el pecho con los puños crispados.
«Señora, señora, ¿desde cuándo es la amante de Bekter? ¿No era la amante de otro policía? ¿Ese policía no fue expulsado del cuerpo por sus prácticas violentas? ¿Señora, por qué sólo la atraen los polis malos? ¿Le gusta practicar la violencia en su vida íntima?».
Bekter intentó soltarse y al echarse hacia atrás sorprendió a los dos policías que lo sujetaban. Los arrastró al desequilibrarse y golpearon al técnico, que cayó soltando la cámara. Bekter aprovechó para hacer una torsión con la cadera y dar una patada al proyector, que se apagó. De pronto en la oscuridad, el primer golpe en los riñones le irradió un dolor intenso por todo el cuerpo. Por encima de él, la voz del jefe del comando trataba de poner orden en el desbarajuste.
—¡Hacedla entrar! ¡Hacedla entrar! ¡He dicho que ella no!
—Pero ha sido ella la que…
—¿Ha sido ella la que se ha precipitado delante de las cámaras?
—Ella no, la otra. La de afuera es la que me ha hecho la seña.
—Mierda, hazla entrar y cierra esa puta puerta. ¡Aquí las órdenes las doy yo!
El segundo golpe, en la base del cráneo, privó a Bekter de la continuación de la historia. Luego se dio cuenta de que lo arrastraban por los brazos hacia un coche. Los dedos de los pies se le iban despellejando con la gravilla. Lo levantaron, con las manos siempre esposadas a la espalda, hasta desencajarle los hombros. Antes de que lo arrojaran al suelo metálico de una furgoneta, tuvo tiempo de distinguir las suelas rojas de un par de Louboutin inmóviles entre la agitación de pies de los equipos de televisión que se replegaban asustados. Luego alguien cerró con violencia la puerta de la furgoneta y él sintió que el olor y la tibieza del miedo le cerraban la garganta. Entonces se desmayó, en medio del olor de su orina.