7
…EN LA CUERDA Y LA CARNE DESGARRADA
—Primero cortas la carne, la sazonas generosamente con sal gorda y la dejas reposar al menos veinticuatro horas. Cortas en daditos la grasa de las partes del animal que no utilizas, para que se deshaga mejor…
—Naaran, ¿podemos hablar de otra cosa? ¡Joder, que estamos acampados a los pies de un fiambre!
—Al día siguiente —continuó Naaran imperturbable— desalas la carne frotándola bien bajo un chorro de agua corriente, fundes la grasa en una sartén y la sofríes en ella…
—¡Mierda, Naaran, déjalo ya!
—La carne no necesita estar más de media hora en la grasa. Luego la metes en botes…
—Al, Zorig, decidle que se calle, que tenemos un muerto ahí, un muerto de verdad, ¡y él lleva horas hablando de carne!
—A continuación metes los botes en una marmita, en una marmita con agua, y la pones al fuego. Dejas hervir una hora a cien grados y listo, ¡ahí tienes tu confitado!
—Voy a vomitar, os lo juro, voy a vomitar. ¡Cómo podéis hablar de carne confitada con un cadáver en la mesa!
—¡Porque la que trajiste de Francia estaba deliciosa, Erwan!
Naaran no era el mejor pintor de los cuatro pero era de lejos el mejor cocinero. Buscaba en internet recetas del mundo entero y se entretenía con ellas en un rincón de su taller de la Unión Mongola de Artistas, en la segunda planta del Blue Building, en el barrio de Sukhbaatar. Bajo el cielo inmenso de la noche, a Erwan le habría encantado escucharlo hablar durante horas del bortsch ruso, el poutinecanadiense, el yessa de pollo, el tajine o la feijoada, si no fuera porque esa noche estaban acampados apenas a unos metros de un cadáver enrollado a una piedra.
—Pero al menos podríamos hacer algo por el muerto, ¿no?
—¿Qué quieres que hagamos, Erwan? ¡Está muerto! —dijo Al.
—¿Ni siquiera por respeto a su alma?
—¿Su alma? Ya nos cuesta bastante ocuparnos de las nuestras…
—¡Yo creía en vuestras hermosas tradiciones, el respeto por los muertos y todo eso!
—Precisamente. Quienes lo ataron así lo hicieron respetando la más pura tradición. A los muertos se los abandona en la estepa porque el espíritu se esconde en los huesos. Al entregar el cadáver a las fauces de los depredadores y a los picos de los carroñeros, el espíritu tiene la oportunidad de liberarse —explicó Zorig.
Acampados alrededor del fuego, con los deels medio desabrochados a pesar del frescor de la noche y el cuerpo caliente de vodka, picoteaban directamente con los dedos las hebras de carne confitada de la cazuela, envueltos en su olor dulzón. Se llamaban entre ellos «los cuatro perros errantes», como «los cuatro perros feroces de Gengis Kan», aquellos cuatro amigos de la infancia que siempre permanecieron fieles al guerrero. Salvo porque ellos no tenían un Kan al que obedecer. No eran más que una jauría de perros ladradores y vagabundos, ebrios de juergas y de colores.
—¡Nuestro único señor es el arte! —vociferaba Zorig antes de desvanecerse en cada coma etílico—. El arte: tirano y genuino.
Todos estaban sentados alrededor de la hoguera, que habían encendido en medio de un pequeño círculo de piedras. Naaran había recalentado los muslos de pato confitados, al estilo nómada: en una cazuela sobre un lecho de brasas y con piedras calientes encima de la tapa, a modo de horno. Cuando se enteró de que las conservas de Erwan procedían de una granja de Quercy donde las elaboraban con una raza cruzada de patos, había insistido en prepararlas con toda reverencia.
—Se cruza un pato macho salvaje del Perú con una hembra gorda de Pekín. Un híbrido estéril que se logra por inseminación artificial. Pura biogastronomía. ¡El genio francés al servicio de los gourmets!
Naaran trajinaba alrededor de la cazuela mientras los otros se calentaban los riñones aguijoneados por el frío nocturno. El resplandor del fuego alteraba sus facciones y proyectaba unas sombras alargadas que se contoneaban contra las rocas. Erwan estaba sentado frente a la piedra del muerto y no le quitaba la vista de encima. De pronto saltó hacia atrás sobre las nalgas y, reculando a trompicones, se hundió en la nada de la noche.
—¡Se ha movido! —gritó—. ¡Se ha movido!
—¿Movido? —dijo Zorig incrédulo, inclinando la cabeza para ver el cadáver, que estaba por encima de él, sobre la piedra contra la que se había recostado.
Erwan gritó apuntando con un dedo al muerto:
—¡Se ha movido su barriga, mirad, está respirando!
La voz del bretón se quebró con tal espanto que picó la curiosidad de sus compañeros. Uno a uno fueron levantándose para observar en silencio el cadáver.
—Es una ilusión óptica —concluyó Zorig antes de ventilarse el trago de vodka que tenía en la mano.
—Tienes razón —dijo Naaran—. Es el efecto de las sombras danzantes del fuego.
—¡Ahí está otra vez, se ha movido! —gritó Erwan con el cuerpo rígido de miedo.
—Creo que tiene razón —dijo Al, acercándose—. Este muerto respira con la barriga, ¡o eso parece!
—No está respirando, panda de idiotas —dijo una voz que salió de la nada—. Las vísceras del cadáver se están descomponiendo y los gases de la putrefacción le hinchan el abdomen.
El estómago de Erwan se comprimió contra los intestinos y corrió a vomitar en el vacío oscuro de la pendiente que había junto al campamento. Su pie resbaló con un guijarro, se le torció un tobillo bajo el peso del cuerpo desequilibrado y se venció al vacío ante la mirada pasmada de sus compañeros, demasiado sorprendidos y demasiado ebrios para ser capaces de sujetarlo. Erwan arrojó al cielo el poco pato confitado que había comido y todo el vodka que llevaba dentro; en la caída se golpeó contra la piedra que estiraba el cuerpo, se agarró a la cuerda en un acto reflejo y por un segundo creyó que se había salvado. El tiempo que tardaron en soltarse las articulaciones, los cartílagos y los tendones a medio descomponer del cadáver, sumado a su propio peso y al de la piedra, terminó por arrancar los dos brazos del muerto. Esta vez, Erwan cayó hacia atrás, en la oscuridad, gritando, enredado en la cuerda y la carne desgarrada.