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SU HERMANA DE LA ESTEPA
Suspiró al intuir de lejos la agitación que reinaba alrededor del paso comercial. Lo habitual era ver una decena de barracas alineadas, cubiertas de carteles publicitarios y separadas de la carretera por un terreno yermo, ancho y polvoriento, que servía de aparcamiento improvisado. Las barracas en frontón, como en el Viejo Oeste, ofrecían diez veces el mismo comercio, una suerte de colmado, bar y garaje. Los mismos frigoríficos llenos de refrescos y cervezas en el exterior, y también los mismos billares, con el tapete quemado por el sol y el invierno, y rayado por los torpes golpes de taco de jugadores demasiado borrachos. En los tiempos del régimen anterior, los soviéticos habían prohibido los juegos en los establecimientos públicos. Pero como en aquella época todo establecimiento era público por defecto, los asiduos habían sacado las mesas de billar para respetar la consigna del partido y seguir jugando. El régimen renunció a recordarles que la calle también era pública. Era la fuerza de la inercia nómada.
Delante de las casuchas se veían habitualmente furgonetas y todoterrenos, algunos coches rusos imposibles, con el capó levantado para dejar respirar a los motores ahogados por el polvo, y camiones remolque cargados hasta tres veces su altura con fardos de lana sucia estrangulados con cuerdas. Y a veces alguna moto, una IZH Planeta 5 casi siempre, con la familia al completo y como ensartada encima. A menudo se veía a un cetrero de águilas, un cazador falso, que permanecía un poco apartado y ofrecía a los turistas hacerse un selfie con él por un billete, bajo la mirada burlona de los camioneros. Además de los carteles con reclamos, el viejo deel de satén púrpura o azul que llevaba para la foto aportaba la única nota de color en aquel paisaje amarillento por el sol y la arena. Pero esta vez, en medio del desorden de la muchedumbre, Yeruldelgger distinguió los colores brillantes de las túnicas de los pequeños jinetes, las chaquetillas de los luchadores y los largos abrigos bordados de las arqueras. Había toda clase de vehículos estacionados por todas partes, entre celosías que se desplegaban y erizaban de varas naranjas para montar las yurtas.
—¿Qué barullo es ese? —gruñó Yeruldelgger reteniendo su caballo.
—Problemas nuevos, supongo —dijo Tsetseg, también intrigada y poniéndose a su altura.
Se quedó a su lado para observar aquella promesa de tormentos, mientras el pequeño jinete los sobrepasaba con su caballo al galope, feliz y orgulloso de anunciar la llegada de Delgger Kan.
—Bueno, creo que vas a tener que ir ahí abajo —dijo ella sin mirarlo—, parece que te esperan para salvar el mundo nómada.
—¿No me acompañas?
—No. Primero voy a ir a ver a una mujer que vive ahí, un poco apartada —dijo Tsetseg levantándose sobre los estribos para mirar hacia una yurta aislada.
—¿Quién es?
—Todavía no la conozco.
—Entonces, ¿por qué tienes que ir a verla?
—Porque creo que somos hermanas.
—¿Tienes familia aquí? —le preguntó Yeruldelgger, asombrado.
—No. He dicho «hermanas» en el sentido de «hermana de la estepa»…
Él quiso preguntarle lo que eso significaba, pero Tsetseg ya había echado a galopar. La vio enfilar hacia la yurta, con la espalda recta a pesar de la edad, los codos abiertos con seguridad y el arco que llevaba con orgullo en bandolera, y se dijo que le habría gustado que aquella mujer lo acompañara a meterse en los siguientes líos. Se resignó a tener que afrontarlos solo, y dejó que su montura lo condujera hasta ellos al paso.
Desde lejos, intentó entender la dinámica del gentío. Demasiados hombres a caballo para los pequeños corredores del naadam. Probablemente fueran criadores, quizá un centenar, que intentaban mantener en calma a las manadas, que parecían muy nerviosas. De vez en cuando un caballo recorría al galope algunos metros y el hombre lo detenía en seco ante el sobresalto de los demás. Distinguió decenas de siluetas agachadas, postradas o atemorizadas, que se mantenían al margen. Seguramente eran ninjas inmóviles ante la agitación de aquellas bestias que pateaban la tierra y apestaban a sudor. También vio una veintena de hombres en uniforme. Negros. Estaban agrupados delante de una muralla pequeña formada por cinco vehículos alineados de forma militar. Eran Hummer de la MGS, idénticos a los que conducían quienes habían saqueado el campamento de Ganbold. Y sobrevolando aquella muchedumbre y enarbolados por unos brazos invisibles, cada vez se veían más estandartes cuadrados, rojos, amarillos, verdes o azules. Eran pequeños y estaban estampados con un emblema que todavía no lograba distinguir. Se estaba preguntando cómo esa reunión disparatada de una multitud tan inverosímil no había degenerado todavía en un tumulto cuando oyó el primer disparo. Entonces vio, por encima de los jinetes, la silueta oronda de Guerléi, brazo en alto y arma en mano, subida al techo de la furgoneta azul de los cuatro artistas locos.
Saber que la teniente seguía tan dispuesta a mantener el orden lo divirtió sin llegar a tranquilizarlo. Puso su caballo al trote, con una sonrisa nerviosa en los labios, motivada sobre todo por el grupo de jinetes que se dirigía a su encuentro, con sus estandartes de todos los colores azotados por el viento del galope. Cuando estuvieron más cerca, reconoció en cabeza al ogro Zorig, el conductor de la furgoneta azul, cuyos pies rozaban el suelo de tan grande que resultaba para su caballo de patas cortas.
—Ave, Delgger, morituri te salutant! —gritó este alegremente, torciendo el bocado de su montura para detenerla en seco.
Yeruldelgger vio cómo el grupo lo rodeaba blandiendo sus enseñas, y el corazón empezó a latirle en la nuca acelerado por un ataque de cólera.
—¿Y eso? —gruñó señalando una bandera.
—Naaran —respondió orgullosamente Zorig.
—¿Naaran? ¿Te estás burlando de mí?
—No, quiero decir que es Naaran quien lo ha hecho, pero, evidentemente, eres tú, todo el mundo te reconoce.
A su alrededor, con sus ojos risueños y llenos de arrugas hundidos entre los párpados, los nómadas agitaban con admiración las enseñas con el rostro de Yeruldelgger. Porque estaba claro que era él. Delgger Kan.
No había nada que hacer. El fervor guerrero de la tropa era tal que él no pudo decir nada. Sobrellevó su enojo en silencio y echó una mirada aviesa a lo lejos, hacia el paso comercial, y todos los jinetes tomaron su cólera sorda por una determinación heroica. Espoleó su caballo con el talón mientras retenía las riendas para neutralizar la impaciencia del animal, luego soltó la brida y partió a galope tendido. La tropa se reorganizó de inmediato y se lanzó gritando tras él, orgullosa de tener un jefe tan feroz.
Al llegar al paso, la muchedumbre se abrió formando una guardia de honor que lo condujo hasta la furgoneta azul encima de la cual lo esperaba la teniente, con la mirada furiosa y los puños en las caderas.
—¿De verdad crees que tengo necesidad de todo esto? —gruñó ella señalando con un gesto amplio de la mano el lío circundante.
—Yo no tengo nada que ver —se enfureció Yeruldelgger—. ¡Sólo quería participar en el naadam!
—¿Ah, sí? ¿Y de dónde han sacado entonces que un tal Delgger Kan, que tiene tu jeta, va a salvar al país de los extranjeros y de los concesionarios de las minas?
—No lo sé, Guerléi, pero ya puedes creerme. Paso de su rebelión como paso de tu investigación. Sólo soy un viejo expoli que intenta encontrarse a sí mismo en el aislamiento de un retiro espiritual. ¡Mierda, joder, es que no es tan complicado, ¿no?!
Había acompañado sus insultos de varios golpes en la frente con el puño tan apretado que los nudillos palidecieron.
—¿Y eso qué es?
Se dio la vuelta para ver lo que ella le señalaba desde lo alto de la furgoneta, y se masajeó con fuerza la cara para asegurarse de que no estaba soñando. Al y Naaran habían colgado de una cuerda, para que se secaran, los carteles que el francés iba produciendo en cadena y que los nómadas esperaban como si fueran regalos. Yeruldelgger hizo que su caballo diera media vuelta y lo arreó hacia ellos. Los carteles estaban dibujados y escritos a mano, en un solo color, sobre papel basto.
«Bajo las dunas, la muerte», decía el primero, que mostraba el cráneo monstruoso de una cabra cíclope. «Concesiones: trampas para estúpidos», proclamaba otro con una yurta encerrada en el centro de un círculo de alambradas. «Prohibido prohibir», con una gran brecha abierta en una alambrada. «No me liberes, yo me encargo», con un nómada al galope blandiendo un fusil. «Todos somos nómadas mongoles» y «Ocupemos el desierto». En otro se leía una especie de poema:
Yo nomadeo.
Tú nomadeas.
Él nomadea.
Nosotros nomadeamos.
Vosotros nomadeáis.
Ellos se aprovechan.
Pero el más solicitado era uno que simplemente rezaba «Delgger Kan» debajo de un retrato de Yeruldelgger dibujado como si fuera el Che Guevara.
Los tres artistas estaban en trance, bajo la mirada fascinada del gentío. El francés explicaba en una especie de jerigonza los eslóganes que los otros traducían al mongol y dibujaban de inmediato en una tela mosquitera montada sobre un marco de madera.
—Es serigrafía —explicó Erwan en francés, al ver a Yeruldelgger—. Encontré en los colmados todo lo necesario para improvisar este taller.
De la muchedumbre, que contemplaba a Yeruldelgger con respeto, se elevó un murmullo de admiración ante aquel héroe que también hablaba la lengua misteriosa del artista. Yeruldelgger sintió que la cólera le congestionaba de nuevo la aorta e hizo un último esfuerzo para controlar sus impulsos cada vez más asesinos.
—Tira todo eso a la basura y déjate de estupideces. No quiero ver una sola bandera ni un solo cartel con mi retrato. Yo no soy Delgger Kan, no sé qué se está tramando aquí y tampoco quiero saberlo. Voy a regresar a mi hogar en cuanto hayáis destruido esos carteles.
Yeruldelgger se volvió. La teniente seguía de pie sobre la furgoneta azul, sin que la rodeara nadie. Él forzó el paso entre la muchedumbre y se acercó a ella.
—¿Y bien? —preguntó él.
—Y bien, ¿qué? —gruñó Guerléi.
—¿Qué es todo este lío?
La teniente dudó un segundo a la hora de escoger entre el enfado y la ira, luego se sentó en el techo de la furgoneta, con los pies colgando.
—No lo sé. ¿Conoces a esos? —preguntó señalando con la cabeza a los hombres uniformados de negro, que estaban junto a los Hummer.
—Son vigilantes de la MGS, ¿no?
—No, son todo lo contrario. Pertenecen al Ejército de los Mil Ríos. Econacionalistas disidentes de Nación Mongola. Antes apaleaban chinos en las calles de Ulán Bator, pero se reciclaron en la lucha contra las concesiones mineras porque todas están en manos de compañías extranjeras.
—No me digas que…
—Sí. Alguien enroló a Nación Mongola dentro de la Mongolian Guard Security, que tiene el monopolio de toda la seguridad privada del país, entre otras la de las concesiones mineras. Y eso es una traición imperdonable para los disidentes.
—Entonces se podría pensar que…
—No razonas mal para ser un viejo expoli. Sí, se podría pensar que el Ejército de los Mil Ríos castigó por traidores a los cuatro tipos del puente y al de la roca, y les aplicó chapuceramente, a lo Gengis Kan, lo que cuenta la tradición sobre cómo se repara el honor.
—Eso quizá explicaría dos de los crímenes, pero no todo este jaleo.
—Desde que existe, el Ejército de los Mil Ríos se dedica a asegurarse manu militari que se aplica la ley.
—¿Qué ley?
—¡No me digas que no has oído hablar de la Ley del Gran Nombre!
—Claro que sí, por supuesto. Conozco las leyes, fui poli, te lo recuerdo. Es la ley que prohíbe las prospecciones y las operaciones mineras cerca de las fuentes de los ríos, las zonas protegidas, las reservas de agua y las zonas boscosas. Data de 2009. Se votó bajo una fuerte presión con grandes manifestaciones por parte de los activistas ecologistas. ¿Qué más quieren?
—El problema es que después de 2009 se han suscrito normativas que matizan su aplicación en beneficio de las grandes compañías mineras, que la burlan metiendo la primera excavadora y comprando luego autorizaciones excepcionales con grandes sobornos. Y que Nación Mongola se haya convertido en un servicio de orden de las concesionarias ha cambiado las reglas del juego. Las compañías mineras empezaron a temer cada vez menos los ataques de los activistas. El EMR ha decidido cambiar de estrategia y centrarse directamente en las grandes compañías usando medios casi militares.
—¿Y es eso lo que se disponen a hacer?
—Si debo fiarme de los rumores, sí, van a apoderarse de una concesión de la Colorado.
—¿Y todos los demás?
—Los nómadas están metidos en esto porque las concesiones privan de pastos a su ganado, y la hierba que hay al borde de las carreteras está envenenada. Los ninjas, porque la Colorado extiende sus concesiones y los empuja lejos de los filones. Y los demás, por ti, porque les han dicho que querías luchar y que estabas organizando un ejército contra la Colorado.
—Pero ¡yo nunca he dicho eso! La Colorado me importa una mierda. ¿De dónde lo han sacado?
—Estaban deseando creerlo, sólo ha hecho falta que alguien se lo dijera.
—Pues bien, tráeme a ese alguien, que yo no voy a necesitar ningún taller de serigrafía para estampar su rostro sobre la primera piedra que encuentre.
—Bueno, ¿y qué hacemos entonces?
—¿Cómo que qué hacemos? Pero ¿es que no te has enterado? Yo no voy a hacer nada. ¡Voy a coger el caballo y me vuelvo a casa!
—¿Y me dejas con todo esto?
—Tú eres la poli, no yo. Este es tu problema. Prácticamente acabas de resolver las muertes del puente y de la roca, ¡no está tan mal!
—No hablo de eso. ¿No te das cuenta de lo que se está preparando?
—Me río de eso.
—La Colorado va a enviar a los mercenarios de la MGS.
—Yo no puedo hacer nada.
—Después de ellos enviarán a los mineros. Y son dos mil.
—No es mi problema.
—Si las autoridades se mueven a tiempo, mandarán a la policía o al ejército para que los frene.
—Me la trae floja.
—Yeruldelgger, esto acabará en una masacre. Dos milicias de descerebrados, compañías mineras sin escrúpulos, un departamento de policía sobrepasado, un ejército que va a reaccionar como reacciona el ejército y unos políticos que quizá prefieran que se produzcan los altercados para explotarlos en su propio beneficio. ¡Mierda, Yeruldelgger, este sigue siendo tu país!
—¿De verdad, teniente, de verdad? Pues ya ves, yo me lo pregunto. ¿Tú te reconoces en este país?
—¿Te crees que tengo derecho a hacerme esa pregunta? Soy la única policía aquí, ¿todavía no te has dado cuenta? El único poli en medio de cuatrocientos brutos, casi todos armados y dispuestos a luchar contra los mil o dos mil brutos como ellos, también armados, que no van a tardar en aparecer. La única poli, Yeruldelgger, ¿me oyes?
—Me caes bien, teniente, pero una vez más: yo ya no soy poli. Y, por otro lado, ¿en medio de este follón supone alguna diferencia que haya un policía o dos? Si todo se va al carajo, tú no podrás evitarlo y yo tampoco. Así que déjalo y haz como yo. Vete a casa.
Le tendió una mano para ayudarla a bajar del techo de la furgoneta, pero ella se la rechazó.
—Vete a la mierda, Yeruldelgger, no eres más que un vejestorio sin honor.
—¿Honor? ¡Vaya, ahora eres tú la que invoca los valores de la tradición! —se burló él.
Arreó su caballo para adentrarse al paso entre los mirones, y en cuanto tuvo un poco de espacio lo lanzó al trote hacia la yurta solitaria donde Tsetseg había ido a visitar a su hermana. Su hermana de la estepa.