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SALVAR MONGOLIA

Desde lo alto de la colina, él contemplaba su país. La otra colina. Del otro lado. Desde allí había observado a los cuatro chalados avanzar a trompicones en su vieja furgoneta azul hasta el cuerpo de Qasar. Su anda, su hermano de sangre, al que había matado con sus propias manos mientras lloraba mirando al cielo. Más allá de la colina se extendían la llanura saqueada por los ninjas y el campamento del crío con los huesos deformes, y un poco más lejos se encontraba aquel extranjero muerto al que él no había matado y que andaba en amores con varias mujeres desde hacía bastante tiempo. Más al oeste se veía la larga cicatriz de la carretera que cortaba la estepa hasta cruzarse con una pista ancestral, a la altura del puente, sobre aquel río lento como una culebra, donde había matado a sus cuatro antiguos compañeros. Y hacia el este, las simas abiertas de la mina de la Colorado, con la que debía acabar. Lo único que aún no comprendía bien era el papel de aquel hombre al que todo el mundo parecía querer acompañar, y el propósito de la pequeña caravana que formaban quienes lo seguían. A través de sus prismáticos había visto cómo Yeruldelgger plantaba cara a los milicianos de la MGS. Cómo los pasos de su caballo lo llevaban de crimen en crimen, con la misma seguridad con la que un zorro de las nieves alcanza a su presa invisible bajo la corteza de hielo. Cómo mediante su mero desplazamiento ya había relacionado entre sí todas aquellas muertes, como si estuviera tejiendo discretamente una red en torno a él. Y también cómo después parecía desinteresarse de todo y seguir su camino. Ese hombre hacía mucho tiempo que lo molestaba. Pero no acababa de decidir si debía hacer de él un aliado o un enemigo. Lo que sí sabía era que escondía dentro una violencia que le costaba mucho controlar. Jebe volvió a encuadrar el perfil de Yeruldelgger en la mira de su Dragunov. Quizá debiera abatirlo en ese preciso momento para conjurar el miedo sordo que le provocaba y que le oprimía el pecho. Algo le decía que si no lo mataba entonces quedarían destinados a encontrarse. Y la idea de enfrentarse a él cara a cara lo inquietaba.

Sin embargo, Jebe había hecho el juramento de las cinco estrellas. El que también hizo el maestro de todos ellos, el gran Gengis Kan, la víspera de atravesar el río Amarillo para atacar la ciudad tangut de Lingzhou. Esa noche, mientras dormía al raso, había visto alinearse en el cielo cinco astros y había tomado aquella señal como una advertencia. Para conjurar la mala suerte anunciada, hizo una promesa a los espíritus. No matar ciegamente y no arrancar la vida más que a quienes tomaran las armas contra él. Jebe había hecho la misma promesa y se atendría a ella, incluso con ese hombre a quien sin embargo intuía como una amenaza. Porque el destino que él había decidido asumir era el mismo que el del Gran Kan. Salvar Mongolia.