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…Y EL DEPÓSITO EXPLOTÓ

Yeruldelgger condujo su caballo hasta la cima que dominaba un valle largo y estrecho e hizo una señal al pequeño grupo que lo seguía para que se detuviera. Ganbold espoleó su montura hasta llegar a su lado, y las dos mujeres se les unieron sin prisa. Tal como había anunciado, al día siguiente Yeruldelgger había salido en dirección al lugar donde se celebraba el naadam, sin impedir que Tsetseg, Odval y Ganbold lo acompañaran. Incluso había dado a entender que, si estaban de camino, o no tenía que desviarse mucho, se dejaría guiar por Odval y Ganbold hasta los lugares adonde querían llevarlo.

En el fondo del valle distinguieron un río inmóvil y sinuoso. Una carretera recta y asfaltada lo atravesaba por un puente de maderas combadas por la intemperie y el peso de los convoyes. Reparó de lejos en que su esqueleto maltrecho había sido reforzado a toda prisa con unos bloques de hormigón que habían depositado en el agua por debajo de las vigas maestras. Era una de esas carreteras nuevas de la estepa, construidas de cualquier manera para llegar a una mina o a una concesión extranjera. El valle también lo cruzaba una pista tradicional. En sentido oblicuo, desde el sur, hasta alcanzar el puente, del que se alejaba de inmediato rumbo al norte. La pista y la carretera atravesaban el río por la misma construcción. A la salida este del puente había una decena de vehículos bloqueados por culpa de una lona enorme desplegada sobre la carretera. Algunos imprudentes habían intentado rodear el obstáculo, alrededor del cual merodeaban a cierta distancia varios conductores curiosos o impacientes. Un todoterreno se había quedado atascado en el río al intentar cruzarlo. Y un camión cisterna, con su remolque, había terminado atravesado tras salirse del terraplén para tratar de vadearlo. El remolque, desarticulado, bloqueaba la carretera a la entrada del puente.

Ganbold contempló divertido aquel desorden durante la corta cabalgada que los llevó hasta el puente. Yeruldelgger, por su parte, no apartaba la vista de la gran lona azul. Antes incluso de llegar allí, reconoció a la única persona de entre el gentío —ocioso y divertido, o impaciente e irritado— que parecía tener un comportamiento lógico y profesional. Era una mujer de uniforme. Se acercó a ella sin bajarse del caballo, en el momento en que esta levantaba la lona para tomar fotos con su móvil. El olor pútrido y el zumbido de las moscas no dejaban lugar a dudas sobre lo que ocultaba el plástico. En el asfalto había abundante sangre seca.

—¿Cuántos? —preguntó Yeruldelgger.

—No necesitas saberlo —dijo la mujer policía sin darse la vuelta.

—Soy un expoli de Ulán Bator. Puedo ayudarte, si quieres.

—Si eres un expoli es porque no eras lo suficientemente bueno para seguir siéndolo, así que continúa tu camino.

—¿Están pisoteados por caballos?

Esta vez la poli se dio la vuelta y se lo quedó mirando.

—No puede ser verdad: ¡no me digas que tú eres Yeruldelgger!

—Sí, te lo juro, es él —contestó Ganbold en su lugar—. Y lo he visto hacer cosas locas a lo Shaolin con…

—¡Ganbold, por favor! —lo cortó Yeruldelgger sin dejar de mirar a la mujer policía—. ¿Cómo sabes quién soy?

—¿Bromeas? Todos los habitantes de la región saben que el expoli más tocapelotas de Ulán Bator ha plantado aquí la yurta.

—Increíble…

—Veamos, ¿qué te hace pensar que estos han sido pisoteados por caballos? —preguntó ella.

—Porque no es sólo una carnicería, ¡es un mensaje! —dijo Tsetseg.

La poli se volvió hacia ella sin responderle, antes de dirigirse a Yeruldelgger.

—¿Qué es esto, señor exmejor poli de Mongolia? —dijo, señalando a Tsetseg, Odval y Ganbold con gesto burlón—. ¿Estás montando tu secta chamánica particular?

—Debajo de la lona hay varios cuerpos atados y bien alineados, unos al lado de los otros, todos con el esqueleto completamente roto, ¿no es así?

La mujer policía explotó de pronto con una cólera inesperada, gritando al gentío que pasara al otro lado del puente. Como los curiosos parecían caminar arrastrando los pies, sacó el arma y disparó al aire para apremiarlos a ir más rápido. Al cabo de unos segundos, de aquel lado del puente no quedaban más que Yeruldelgger y su grupito.

—¿Cómo sabes lo que hay debajo de la lona? —preguntó la poli, irritada.

—Demasiada sangre para un solo muerto, no hay ningún vehículo accidentado y seguramente tú no has alineado los cuerpos. Y tampoco los has cubierto con la lona, ¿no?

—No —admitió ella—. El primero que se ha quedado bloqueado ha sido el conductor del camión cisterna y se lo ha encontrado todo tal como está ahora.

—¿Ha sido él el que te ha llamado?

—No, yo iba camino del próximo paso comercial para realizar una investigación. Me he acercado y he asumido la responsabilidad hasta que lleguen los refuerzos.

—¿Has avisado? ¿Qué te han dicho?

—Que siga el protocolo habitual: tomar fotografías del accidente, anotar los nombres de los testigos y apartar los cuerpos y los vehículos a un lado para restablecer la circulación. Esta carretera conduce a una mina que pertenece a la Colorado.

—No toques nada, hermanita, esto no es una carnicería, es un mensaje —repitió Tsetseg.

—Oye, si quieres dirigirte a mí hazlo con «teniente», ¿de acuerdo? Olvídate de los «hermanita» y de ese aire de superioridad nómadas. En Mongolia estamos en el siglo veintiuno, como el resto del mundo, así que para ya con tus boberías de bruja y déjame trabajar.

—Sin embargo, no se equivoca —intervino Yeruldelgger—. Esto no es ni mucho menos un accidente. Es un crimen.

—¿Ah, sí? ¿Ahora resulta que la vieja es analista?

—No tienes por qué faltarle al respeto.

—Lo siento, pero hablo como me da la gana. Una vieja es una vieja y un poli es un poli. No hay necesidad de usar la palabrería hipócrita.

—Estás en tu derecho, teniente, como quieras. Ella es vieja y no es poli, eso es verdad, pero fue profesora de Historia.

—¡Mira qué bien! Pues que me deje investigar y vuelva a sus libros de magia.

—Pero si eso es justo lo que está haciendo, teniente. Sus libros de magia hacen que acierte de pleno. Y eso nos conviene.

—Escucha, viejo poli, sabes tan bien como yo el lío que montan en las investigaciones los iluminados de su clase. Tengo cuatro muertos debajo de una lona, una veintena de vehículos inmovilizados desde el amanecer, otros tantos conductores dispuestos a meterse por donde sea y un bloqueo en una carretera minera de la Colorado, y si no restablezco el tráfico, estos no van a tardar en llamar al ministro, que está en deuda con ellos…

—¡Así que ahí debajo hay cuatro muertos!

—¡Sí, coño, son cuatro! —explotó la poli—. Y están alineados, atados y hechos papilla, como tú has dicho. Y sí, me he dado cuenta perfectamente de que no es un accidente. ¿Tan idiota crees que soy?

—¿Puedo echar un vistazo?

—No, sigue tu camino junto a tu panda de iluminados y déjame a mí gestionar esta carnicería.

—No es una carnicería… —empezó Tsetseg.

—¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí! —les gritó desenfundando de nuevo el arma.

La vieja Tokarev salió volando por los aires en el instante en que la teniente la apuntó a Tsetseg.

—¿Lo ves? —dijo Ganbold con orgullo—, te he dicho que sabía hacer trucos a lo Shaolin. ¿A que no lo has visto venir? Como me pasó a mí. ¡El abuelo es demasiado fuerte! Este tipo es Donnie Yen en el cuerpo de Chuck Norris, es…

El chaval salió disparado por encima de su caballo; una patada de Yeruldelgger lo había hecho saltar del estribo.

—Escuchadme bien todos —dijo este, cansado ya ante lo que veía que se le venía encima—. No quiero volver a caer en la trampa de mi rabia. Vine al Gobi por un deseo sincero de reconstruirme en paz y armonía. Ya no soy poli, no quiero volver a serlo y no quiero seguir siendo violento. Y como veo que me estáis empezando a joder seriamente los mantras, seré breve: ¡olvidaos de mí!

Se hizo el silencio a un lado y otro del puente, incluso más lejos, entre los que estaban al volante de los vehículos que se habían quedado atascados en medio del río. La teniente lo aprovechó para recoger el arma y de paso ayudar a Ganbold a levantarse.

Tsetseg empezó a hablar:

—En la época del Gran Kan, las relaciones entre las tribus y los clanes, e incluso en el seno de las familias, estaban marcadas por los cambios de alianzas y las traiciones. A Gengis Kan lo horrorizaban los traidores. La traición era contraria a su código de honor y valentía, y tenía una manera ejemplar de castigarla. Por ejemplo, a aquellos que lo habían librado de Jamukha, su anda, su hermano de sangre que se había convertido en su peor enemigo, los castigó igualmente por haber traicionado a su propio jefe. Hizo que los tumbaran de espaldas, los ataran y los alinearan uno al lado de otro, que los taparan con una alfombra gruesa en el suelo de la estepa, y luego lanzó sobre sus cuerpos a sus caballeros a todo galope. Un tumen entero, una unidad del ejército de diez mil caballos. Cien veces. Este es el castigo de los traidores: ser machacados vivos pero sufriendo mil fracturas antes de morir, pues los jinetes evitaron pisarles las cabezas tanto tiempo como pudieron para que el tormento durara el máximo.

—Pero ¿por qué los cubrió con una alfombra? —preguntó asombrado Ganbold.

—Para que los caballos no se asustaran y no tropezaran al pisotearlos —respondió Yeruldelgger en lugar de Tsetseg.

—¡Uaaau! ¡Qué tipo tan listo! —exclamó el chaval, con admiración.

—¿Y crees que nos encontramos ante una versión moderna de ese castigo? —preguntó la teniente.

—Se le parece demasiado como para no considerar esa hipótesis, pero la poli no soy yo —dijo Tsetseg.

—¡Ni yo! —soltó Yeruldelgger, que veía cómo las miradas se volvían hacia él.

—Eso está muy bien porque yo no te he preguntado nada —dijo la teniente arrodillándose para levantar la lona y examinar de nuevo los cuerpos—. Si se trata de la muerte de unos traidores, quiere decir que asesinos y víctimas pertenecen al mismo grupo. Uno sólo es traidor a los suyos.

—Ese es un buen comienzo —admitió Yeruldelgger, que puso a andar a su caballo, seguido de inmediato por Ganbold, Odval y Tsetseg—. Pero ¡la historia de Jamukha demuestra exactamente lo contrario!

—¡Eh! ¿Adónde vas? ¡Para ahí, eres un testigo! —gritó la teniente.

—Yo no he visto nada. ¡Tú ya estabas aquí cuando hemos llegado! —dijo Yeruldelgger, mientras se alejaba.

—De todas maneras, quédate, ¡es una orden!

—¿Es ese tu modo de pedirme que te ayude? —se burló Yeruldelgger.

—¡Es mejor que morir! —gritó la teniente.

La detonación impidió que Yeruldelgger respondiera. Un tiro y un impacto. Se volvió y vio a conductores, chóferes y pasajeros salir disparados en todas direcciones para esconderse entre los matorrales o detrás de los vehículos. Sólo la policía permaneció de pie, mirando a un lugar impreciso de la colina de enfrente. Yeruldelgger regresó al galope, se inclinó hacia un lado de la silla y la agarró con un brazo al pasar para soltarla detrás de un pilar del puente y bajarse de inmediato del caballo para protegerla con su cuerpo.

—Pero ¡¿qué coño haces?, imbécil! —gritó ella, resistiéndose.

Sin dejar de maldecir como un camionero, la poli lo tiró al suelo para soltarse y al levantarse sacó el arma reglamentaria y disparó tres tiros.

—Si me permites, teniente, el alcance real de tu vieja TT-33 no llega ni a los cincuenta metros, y estás apuntando a un tipo que se encuentra a una altura de más de trescientos.

—Lo sé. Es sólo para inmovilizarlo. Quizá mientras esperamos a que al mejor expolicía de Mongolia se le ocurra arrastrarse e ir a ver si alguno de esos nómadas palurdos tiene un fusil de caza escondido en el vehículo.

—Lo que pasa es que el mejor expolicía de Mongolia es un expolicía, ya te lo he dicho. Para mí todo esto se acabó. Voy camino de participar en un naadam, esa es la única razón de que haya pasado por aquí. De todos modos, no te iba a servir de nada.

—¿Ah, no? Dame cualquier viejo Baikal ruso, o incluso un Lion Brand chino, que pesa como un burro muerto, y me cargo a ese tipo al primer tiro.

—¡Lo dudo!

—¿Es que no me crees capaz? ¿Quizá porque soy mujer?

—No, lo dudo porque ese tipo ya no está donde tú crees que está.

—¡Ay, me había olvidado de tus poderes cosmogónicos de policía chamánico!

—No, es una simple deducción. Uno: él podría cargarse por sorpresa a cualquiera de nosotros y no lo ha hecho. Dos: los crímenes de honor se arreglan entre gente de honor. Y tres: ese tipo sólo quería joderte la vida para divertirse antes de largarse. Ha disparado contra el depósito del camión cisterna.

La poli lo apartó de un empujón para subirse al puente y distinguió el carburante que chorreaba del depósito. Al ver que ella se exponía sin miedo, todo el mundo comenzó a salir de los escondrijos y la poli tuvo que disparar de nuevo.

—¡Aléjense! ¡Inmediatamente! ¡El camión cisterna podría explotar! ¡Apártense todos!

La gente se desperdigó de nuevo por la estepa, todavía más lejos, pero se quedó parada para ver los fuegos artificiales. Sólo Yeruldelgger se acercó por el puente tan tranquilo hasta la teniente.

—¿No has exagerado un poco? El gasoil alcanza su punto de ignición a los cincuenta grados; lo aprendí en una de mis últimas investigaciones. Por debajo de esa temperatura ambiente, no hay gases suficientes en el aire para inflamarlo. Y sin llama, no hay explosión.

—El camión —se limitó a responder la teniente.

—¿…?

—…

—¿Qué pasa con el camión?

—Es un ZIL-130 de Likhachev. El último modelo salió en el año 1991, puede que en 1992, uno de los primeros que montaron en la nueva fábrica UAMZ después del desmantelamiento de la Unión Soviética.

—¿Y…?

—Que tiene motor de gasolina.

—¡No fastidies! —soltó Yeruldelgger entre dientes.

—Exacto. Espero que no sea también eso lo que transporta la cisterna.

Los dos recularon vigilando la gasolina que se estaba derramando debajo del camión. Fluía hacia el canal estrecho que bordeaba la carretera. Al intentar adentrarse en la estepa para dar un rodeo, el ZIL se había atascado y una de sus ruedas delanteras se había encajado en el canal y hacía ahora de presa. La gasolina estaba recorriendo ese mismo camino pero en sentido inverso. Un hilillo se dirigía hacia la fila de vehículos abandonados.

—Espero que ninguno de esos imbéciles haya dejado fermentando airag en el coche —suspiró la teniente.

Yeruldelgger se subió al caballo. Remontó al galope la fila de vehículos abandonados y llamó a una joven que se había quedado al abrigo de una vieja furgoneta todoterreno para dar el pecho a su recién nacido mientras otros dos críos se peleaban en el asiento de atrás. Hizo que se largaran, aterrorizándolos con gritos y gestos, luego se aseguró de que nadie más se hubiera quedado en los cinco últimos vehículos. Iba a alejarse al galope para ponerse también él a resguardo, cuando vio llegar a un motorista con un gorro de cuero de aviador y unas gafas de kamikaze. Llevaba a toda la familia a bordo, vestida con trajes tradicionales. Una niña de coletas con un deel fucsia iba entre el hombre de rostro curtido y una mujer de pómulos altos y gastados por el viento. Detrás de ellos, el chaval, como un hombrecito, orgulloso de no ir agarrado al deel azul celeste de su madre sino al portaequipajes cromado de la antigua Planeta 5 roja. El hombre detuvo la moto detrás del último coche y no apagó el motor. Había visto el embotellamiento desde lejos y había pensado que se trataba de una avería o un accidente. El cuerpo del hombre delató sus intenciones, y Yeruldelgger comprendió que iba a recorrer toda la fila hasta el puente para ver qué era lo que estaba bloqueando el paso. Para hacer eso, tendría que maniobrar con la moto cargada con toda la familia entre el desorden de coches que habían quedado aparcados de cualquier modo. Así que, para concentrarse mejor, despegó de sus labios agrietados el pitillo Soyuz de contrabando que estaba fumando y lo lanzó con un golpe de dedo al canal, para poder agarrar bien el manillar con las dos manos.

Yeruldelgger se sorprendió de no poder siquiera gritar. Vio el resto incandescente del cigarrillo rebotar contra una piedra, saltar al otro lado del canal y luego rodar suavemente hacia atrás, directo al fondo de la zanja por la que fluía la gasolina. «Hace falta una llama —se tranquilizó Yeruldelgger en silencio—, hace falta una llama, una colilla no es suficiente. Sólo los vapores arden». Pero la colilla prendió varias ramitas secas a su paso y estas enrojecieron junto a la esquina de un papel que había tirado en el suelo y cuyas aureolas que prendieron en los bordes retorcidos terminaron por inflamarse. Se había formado el triángulo del fuego: un carburante y un comburente unidos en un solo vapor, y una llama para la ignición.

El hombre miró sin comprender el reguero de fuego que remontaba el canal. Detrás de él, la mujer, confiada, llamaba la atención a los niños, que metían bulla, mirándolos con mala cara.

—¡Ponte a salvo! —le gritó Yeruldelgger—. ¡Ponte a salvo, el camión cisterna va a explotar!

El hombre no tuvo tiempo de dar media vuelta con su vieja Planeta sobrecargada. El reguero de fuego alcanzó el ZIL en pocos segundos y el depósito explotó.