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«¿INCLUSO PARA ELIMINAR A YERULDELGGER?»
—¿Zarza?
—Sí, querido tío —respondió al reconocer la voz de De Vilgruy.
—Vuelves.
—¿Ya?
—Mañana. Vía Seúl. Y entretanto no hagas nada.
—No he hecho nada todavía.
—Mucho mejor. Haz turismo, vete a comer carne al Altái de la Tokyo o una blanquette al Bistrot, y vuelve.
—¿Puedo saber por qué?
—Hemos terminado de analizar los archivos que conseguiste en Quebec. Ya tenemos lo que queríamos saber.
—¿No hay que confirmarlo in situ?
—No, no hace falta.
—¿Y eso?
—Zarza, eres ejecutor, no analista.
—¿Perdón?
—Te encargas de limpiar, ¿recuerdas? No necesitas saber el qué, ni el porqué. Ya has limpiado y te toca volver.
—¿Cómo? El primer ministro en persona me monta un circo, me trago todos sus jueguecitos de palabras infumables bajo los árboles de Matignon, me casco un viaje de mierda de Knowlton a Ulán Bator vía Moscú y ahora me mandas de vuelta a casa sin una explicación. ¿Puedo saber por qué?
—Porque yo soy el jefe de este servicio y obedezco órdenes.
—En ese caso, lo siento, mi querido tío, pero voy a tomarme unos días de vacaciones.
—Ni se te ocurra.
—Ya estoy en ello.
—Eso es lo que te has creído.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Abre la puerta y lo sabrás.
Zarza se detestó por quedarse mirando el teléfono como un estúpido. Luego clavó la vista unos segundos en la puerta de la habitación antes de ir a abrirla. De Vilgruy estaba plantado allí, con una maldita maleta en una mano y el teléfono en la otra.
—Te he traído tus cosas del hotel Toto. Así no tendrás que desviarte camino del aeropuerto.
Zarza suspiró y le hizo un gesto resignado con la mano para que entrara.
—¿Qué ocurre?
—Han surgido demasiadas complicaciones. ¿No sigues las noticias?
—Sí. Y justo por eso voy a quedarme un poco más.
—Ni hablar. Si lo haces para ayudar a tu amigo Yeruldelgger, olvídalo inmediatamente.
—Acaban de asesinar a su compañera.
—Lo sé. Seguimos el caso de cerca, imagínate.
—No tanto como yo. Estuve en la escena del crimen. Y lo presencié.
Esta vez fue De Vilgruy el que fue pillado desprevenido. Miró a Zarza y luego se dejó caer en uno de los grandes sillones club que había en la habitación.
—Cuéntame…
—Tú primero.
—Ten cuidado, Zarza, no te confundas. El jefe soy yo, ¿entendido?
—Escucha, mi querido tío, no me líes, ¿vale? Salvo que os hayáis pegado el lujo de poner escuchas en esta habitación, aquí sólo estamos nosotros dos. No hay ninguna razón para guardar las apariencias. Puede que yo sólo sea un ejecutor, pero me recorro el mundo jugándome la piel por vuestros ejecutivos trajeados de los ministerios. Así que, dado que aquí no hay más que cuatro ojos, los nuestros, creo que tú también puedes sincerarte un poco si es que pretendes que yo lo haga.
—Muy bien —dijo De Vilgruy, y luego suspiró—. El análisis de los datos que conseguiste lleva a una sola conclusión: Mongolia está estudiando la posibilidad de desviar los ríos del norte del país para crear un lago interior en las provincias del sur.
—Pero ¿qué teorías son esas? ¡Eso son tonterías de propaganda!
—No sabes lo que dices. Nazarbáyev, el presidente de Kazajistán, acaba de resucitar un viejo proyecto soviético de los tiempos de la guerra fría: desviar algunos ríos del norte, en Siberia, para formar un mar interior en el sur. Una idea que el antiguo alcalde de Moscú, Luzhkov, ya había considerado por su interés económico, cifrado en millones de dólares. Se planteaba vender el diez por ciento del caudal del Ob siberiano a los agricultores e industriales de Asia Central.
—¡Fanfarronadas de megalómanos! —lo interrumpió Zarza.
—Por eso tú eres un ejecutor, hijo mío. La privatización y el control del aprovisionamiento del agua será la batalla más feroz que se librará este siglo.
—Nadie podría apoyar proyectos tan suicidas —protestó Zarza, picado por el tono de De Vilgruy.
—¿Ah, no? ¿Y cómo crees que secaron el mar de Aral? Desviando los cursos del Amu Daria y del Sir Daria para irrigar los campos de algodón de Uzbekistán cuando ese país era sólo una de las repúblicas soviéticas.
—¡Eso fue hace medio siglo, en los tiempos oscuros!
—Bien, pues hace tan sólo un año que China terminó la primera fase de su Gran Trasvase. Transferir diez mil millones de metros cúbicos de agua del río Amarillo, al sur, hacia el curso del río Yangtsé, al norte, para salvar a Pekín y a su región de la desertización. El subsuelo de la capital se ha vuelto más seco que el de Argelia. Cientos de kilómetros de canales, en parte subterráneos, a través de cadenas montañosas, y un juego de esclusas monumentales para abrir al río una línea de desvío de aguas. Y ante los resultados, la India acaba de poner en marcha un proyecto para conectar todos sus ríos y afluentes.
—¿Y qué se supone que hacemos nosotros metidos en todo esto, querido tío?
—Prospectiva para estabilizar la región. En fin, eso yo, porque tú no tienes otra cosa que hacer más que obedecer. ¿Quieres saber por qué Francia, y Occidente en general, apenas han protestado ante esos trabajos faraónicos que amenazan con desestabilizar el clima mundial? Para poder observar a tamaño real experiencias que nadie se atrevería a imaginar en nuestros países y todavía menos a ensayar. Y también para evitar que esa región se inflame cuando nosotros todavía no estamos preparados. China representará muy pronto a un cuarto de la población mundial con sólo un siete por ciento de los recursos de agua. La región de Pekín está tan seca que se prevé que las arenas del Gobi la sepulten en veinte años a lo sumo. Y a Occidente no le interesa que estalle una guerra civil entre el norte y el sur de China. No, en tanto que China siga siendo nuestro principal taller. Cuando se convierta en nuestro competidor, puede que sí, pero ahora no.
—Entonces, ¿qué hacemos con Mongolia?
—Nada. Sobre todo tú. Yo voy a limpiar este expediente y la operación nunca habrá existido. El primer ministro está muy contento con el trabajo que hemos hecho. Confirma lo que sabía por otras fuentes y eso le permitirá afinar su estrategia en la región.
—¿Qué quiere decir eso? ¿Qué estrategia? ¿Qué tenemos que ver nosotros con esos proyectos? ¿De verdad pueden ayudar a frenar la desertización?
—Pero ¿qué dices de la desertización? A nadie le importa la desertización. ¿Qué te crees, que vives en los mundos de Yupi? Si los australianos de la Colorado y los canadienses de la Durward están detrás de ese proyecto es por una razón muy simple: en la región sur del Gobi, llena de minas de oro y cobre, se necesitan treinta y dos mil metros cúbicos de agua al día para el ganado y diez mil para los nómadas. Cuarenta y dos mil metros cúbicos en total. Pero las minas necesitan para ellas solas ciento noventa mil metros cúbicos diarios. Hacen falta decenas de miles de metros cúbicos cada día, y los están sacando de unas capas freáticas que a este ritmo van a secarse en menos de ocho años. Sin embargo, se prevé que las minas sean rentables cuarenta años más. Así que hay dos opciones. O se reduce el consumo de agua de los nómadas y sus animales expulsándolos del Gobi, o se trae agua de otra parte. A las compañías mineras y al Gobierno mongol les ha parecido más prudente trabajar con las dos opciones a la vez.
—Pero ¿y nosotros, Francia…?
—Nosotros trabajamos más a largo plazo, con nuestras propias armas. Gracias a lo nuclear vamos a dejar que los demás nos saquen las castañas del fuego.
—¿Lo nuclear?
—Cuando los australianos y los canadienses consideren que este filón ya no es lo bastante productivo, lo que en el mejor de los casos está previsto, como te he dicho, para dentro de cuarenta años, ¿qué crees tú que va a quedar de todo esto, de unas minas perdidas en el culo del mundo con hasta dos kilómetros de profundidad? Suma a eso un Gobierno ávido por encontrar nuevas fuentes de ingresos. Ahí es cuando nosotros les ofrecemos nuestro excepcional saber hacer en materia de reciclaje de residuos nucleares. Somos los campeones mundiales en esa mierda; título que pocos países nos disputan, por otra parte. Se burlan de nuestro ministro de Asuntos Exteriores porque ha inaugurado una granja experimental francomongola, ofreciendo mil vacas de Cantal con el nuevo modelo de crianza sedentaria. Pero olvidan que bajo cuerda ha firmado convenciones que autorizan la compra de las concesiones mineras cuando los contratos de los australianos y los canadienses hayan llegado a su término.
—No me digas que vamos a reciclar nuestros residuos aquí abajo, en la otra punta del mundo.
—Por supuesto que no. «Aquí abajo», como dices tú, quedan dos gigantes nucleares, aparte de China y de Rusia, que se las apañarán solas, así que olvídate de ellas. Dos gigantes con un territorio demasiado pequeño y demasiado inestable para poder gestionar sus propios residuos: Corea y Japón, con los que ya hemos firmado principios de acuerdo. Sin contar Corea del Norte, que un día caerá del lado luminoso de la Fuerza y habrá que desnuclearizarla también.
—¿Y cómo lo haremos?
—Por avión. Una de las minas de la Colorado posee ya en pleno Gobi una pista de aterrizaje para grandes medios de transporte, más larga y más ancha que la del aeropuerto internacional de Ulán Bator.
—¿Sobrevolando China y Rusia? ¡Imposible!
—Olvídate de Rusia, de momento no es muy estable, pero ya lo será. El desvío de los ríos del norte de Mongolia afectará seriamente al equilibrio del lago Baikal, así que ellos irán con pies de plomo. China, por el contrario, está muy interesada en una nueva irrigación de los desiertos al norte de su frontera, que contribuya a sus esfuerzos por salvar Pekín. Así que están negociando un corredor aéreo, a cambio del pago de un derecho de paso, por supuesto.
—¡Qué puto mundo! —maldijo Zarza entre dientes.
—Que diga eso alguien que ejerce uno de los oficios más putos del mundo es de una ingenuidad conmovedora.
—Es decir, que vamos a dejar que esta locura de proyecto prospere, ¿no? ¿Se sabe al menos qué impacto va a tener sobre el medio ambiente?
—Se han hecho muchas hipótesis. La existencia de un pequeño mar interior o de un gran lago, cuya masa de agua se enfría o se calienta según la temperatura ambiente, podría aumentar por ejemplo la fuerza de los vientos y acelerar el avance del Gobi hacia el este, en lugar de frenarlo. La infiltración de una gran masa de agua en un terreno fragilizado por las minas y por una red de fallas importante podría provocar múltiples microseísmos locales con consecuencias terribles. Una masa de agua que por un efecto contrario podría modificar, entiéndase destruir, la red de capas freáticas existentes. Al igual que hay que considerar la hipótesis de que el agua llegue a la cuenca de recepción después de haber barrido la estepa y haberse saturado de sal y de minerales, o sea, de la escoria de metales pesados dispersada durante cuarenta años de explotación minera, volviéndose no apta para el consumo. ¿Quieres más respuestas estratégicas?
—Sólo una —cortó Zarza en un arranque de cólera—: si todo el mundo ha estudiado ya todo eso, ¿de qué ha servido enviarme a Quebec para hacerme con unas informaciones que son un secreto a voces?
—En parte, para mantenernos al corriente del avance del proyecto. Pero, sobre todo, para hacer saber a los servicios de inteligencia del mundo entero que Francia está seriamente interesada en él. Y también para aumentar la presión sobre los australianos y los canadienses. Para demostrar a Ulán Bator que estamos comprometidos. Para sondear a Pekín y a Moscú. Ya ves, para muchas cosas. La patria te está agradecida por ello y ahora te pide que dejes de vaciar sus arcas y vuelvas a casa.
—¿Y por qué tiene que ser mañana?
—Porque estoy esperando a alguien para organizar otra misión.
—¿En Mongolia? ¿Por qué no me la confías a mí? Ya estoy aquí y conozco el terreno.
—Porque creo que no puedo confiar lo bastante en ti para esa operación.
—¿Cómo? ¿Qué me estás contando? ¿Acaso te he fallado en alguna de las misiones que me has asignado?
—No, pero podrías fallar en esta.
—¿Y eso por qué?
—Porque lo que nos han pedido los amigos de Ulán Bator podría afectar a tu determinación.
—Me estás insultando, querido tío. Ellos saben bien que pueden contar con mi lealtad.
—¿Incluso para eliminar a Yeruldelgger?