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«¡RECOGED POR LO MENOS LOS BRAZOS!»
—Está en deuda contigo —dijo Zorig, sirviendo una segunda y generosa porción de pato confitado a Yeruldelgger—. Ha sido una suerte que estuvieras ahí.
—¿En plena noche, en los confines del Gobi, en la ladera más abrupta de esta montaña? —dijo Al, receloso.
—No estaba ahí por casualidad, venía a veros.
—En cualquier caso, si no lo hubieras pescado por el brazo cuando volaba por encima de ti, nuestro amigo francés se habría convertido en un modelo menos hermoso que nuestro desconocido, aunque este ahora, por su culpa, se haya quedado en versión Samotracia.
—Casi me arranca el hombro —se quejó Erwan, con el brazo en cabestrillo bajo la chaqueta.
—Pero, bueno, ¿habéis oído eso? Es como el ciego que se burla del tuerto. Tú le has arrancado los dos brazos al pobre fiambre. ¡Nada de «casi»! —se rio Naaran.
—Eso sigue sin explicar qué hacías ahí, a unos metros de nuestro campamento —insistió Al, todavía desconfiado.
—Ya te lo he dicho, venía a veros.
—¿Por ese camino imposible y en plena noche? ¿Y cómo sabías dónde estábamos? ¿Sabes quiénes somos?
—Unos amigos que se han reunido, y nosotros estamos acampados al pie de esta pendiente. Hemos estado todo el día siguiendo vuestra pista. Sabía que estabais en algún lugar de esta montaña. He esperado a que se hiciera de noche para poder distinguir el resplandor de vuestro fuego y he subido a veros.
—¿Por esa pendiente?
—Se me conoce por ser muy directo en todo lo que hago.
—¿Y cómo sabías lo del cadáver?
—Os he oído hablar cuando me acercaba al fuego. Confieso que me ha divertido bastante y me he quedado un rato escuchando.
—¿Y para qué venías a vernos?
—Para traeros esto —dijo Yeruldelgger sacando de su deel siete hojas blancas dobladas en cuatro—. Supongo que es de alguno de vosotros.
—¡Mis dibujos! —exclamó Zorig.
—Has sembrado con ellos toda la estepa. Son muy bonitos. Muy depurados. Me gustan mucho. ¿Son grafitos?
—¿No me digas que has escalado una montaña en plena noche para comprar un dibujo de Zorig? —intervino Al, intrigado aún por la presencia de Yeruldelgger—. Para empezar, hay una galería en la plaza Sukhbaatar donde los puedes comprar, y además su último cuadro se ha vendido por ciento doce mil dólares a un coleccionista de California. Eso hace que el dibujo que llevas en las manos valga tres o cuatro mil dólares, y tú no tienes pinta de disponer de ese dinero.
—Pues tú tienes pinta de ser demasiado arrogante como para acampar con un cadáver, dos borrachos y un descuartizador francés.
El tono bonachón del invitado sorpresa no engañó a nadie. Todos se enderezaron en un acto reflejo, con la nuca tensa por la prudencia. Algo en Yeruldelgger, algo apenas perceptible, acababa de entregarles el mensaje de que era mejor no provocarlo. Algo mineral. Definitivo. Brutal, incluso.
—¿Para qué has venido entonces?
—Porque encontré el primero de tus dibujos cerca de la escena de un crimen.
—La escena de un crimen. ¿Eres poli?
—Lo era. Ya no lo soy.
—Entonces, ¿no estabas allí como investigador?
—No. Sólo por curiosidad. Cuatro tipos han muerto aplastados a la salida del puente, donde la nueva carretera asfaltada se cruza con la pista vieja, en el valle al sur. ¿Estabais allí?
—No. Nos quedamos en los contrafuertes de la montaña. Precisamente para tener una perspectiva interesante del valle. Me acuerdo bien de ese puente —dijo Zorig.
—¿Ha habido un accidente? —preguntó Naaran.
—Un crimen. Los han aplastado a propósito. Varias veces, los cuatro bien alineados. Han quedado hechos papilla.
—¿Debajo de una alfombra? —preguntó Zorig.
—Casi. Debajo de una lona —dijo Yeruldelgger.
—¿Por qué una alfombra? —replicó Naaran, que sin saberlo estaba repitiendo la misma pregunta que Ganbold.
—Eso me hace pensar en Jamukha —murmuró Zorig— y en la suerte de los cinco traidores que lo entregaron a Gengis Kan.
—¿El Jamukha del que nos hablaste a propósito de nuestro muerto? —preguntó el francés, sorprendido.
—Sí —afirmó Zorig—, el hombre de la roca murió como Jamukha, el hermano de sangre del Gran Kan.
—¿Quieres decir con los riñones partidos para que no se le derramara la sangre? —preguntó con interés Yeruldelgger.
—No, eso es lo que la gente cree. La leyenda dice que Jamukha pidió al Kan que lo matara sin derramar su sangre, para no ensuciar la tierra mongola, como manda la tradición. Así que se supone que el Kan lo puso de través sobre el tronco de un gran árbol caído, con los pies sujetos al suelo y, del otro lado del árbol, dos soldados forzándole los hombros para doblarlo hasta romperle la espalda.
—¿Y no fue eso lo que sucedió?
—No. El Kan accedió a la petición de Jamukha, pero aun así quiso que sufriera un buen rato por la traición que había cometido. También para que su muerte sirviera de ejemplo a cualquiera que pensara en traicionarlo. A Jamukha lo ataron al árbol de pies y manos con unas cuerdas gruesas. Varios hombres las cruzaron por detrás del tronco, luego las tensaron y anudaron a unas estacas. De hecho, Jamukha murió asfixiado, con la caja torácica tan distendida que no podía respirar. Como los crucificados, que se ahogaban por el peso de su propio cuerpo suspendido.
Durante un instante, todos se preguntaron cómo era posible que aquel artista grande y bruto conociera esa clase de detalles. El francés había arrancado los brazos de un hombre muerto con el rostro mirando al cielo, según indicaban las costumbres bárbaras y antiguas, y como los cuatro cadáveres del valle. Yeruldelgger se descubrió mirándole la cara como si fuera la de un hombre de otros tiempos muerto por honor. O por traición.
—Bueno, pues os dejo —soltó.
—¿Qué? ¿Cómo es eso de que nos dejas? ¿Y el muerto?
—El muerto es vuestro —respondió Yeruldelgger como si fuera algo evidente—. Vosotros fuisteis quienes lo encontrasteis, ahora el reposo de su alma es cosa vuestra.
—Pero ¿qué debemos hacer?
—Podéis llevárselo a la teniente de la policía que se ocupa de los cuatro muertos del valle, ella sabrá qué hacer con él. Además, tal vez estos asesinatos cometidos de manera ritual estén relacionados.
—Espera, no tenemos ni idea de este tipo de cosas. Quiero decir, no sabemos desatar un cadáver, cargar con un cuerpo, eso es trabajo de poli, y se trata de la escena de un crimen, tú debes de saber cuál es el procedimiento aunque sólo sea porque…
—Sí, claro, hay que preservar las pistas, ya me conozco esa cantinela. Pero en mi opinión, las únicas pistas que podría encontrar aquí un experto, ya sea de Miami o de Las Vegas, serían grasa de pato, vómito de francés y vodka de contrabando.
—Te lo ruego… —le imploró Naaran.
—Lo siento —dijo Yeruldelgger—. Os lo he dicho, ya no soy poli. Y, de todos modos, si lo fuera, no habría tocado ese cadáver.
—¿Y qué habrías hecho?
—Recoger las pistas, y luego dejar el cuerpo ahí, como hacían nuestros antepasados. Los quebrantahuesos no van a tardar en descubrirlo y en venir a romper su osamenta para liberarle el alma.
—¡Eso es horrible! —se indignó Erwan—. ¡Es cosa de bárbaros!
—Es tan sólo el retorno a la naturaleza de lo poco que somos. He tenido ocasión de hablar de ello con una forense que conozco. ¿Sabes que en tu tierra, o cerca de ella, en Alemania, por ejemplo, los cuerpos de vuestros muertos no se descomponen con la suficiente rapidez, hasta el punto de que saturáis los cementerios? Los atiborráis tanto de aldehído fórmico, de paraformaldehído, de fungicidas, bactericidas, viricidas y otros biocidas, para que tengan buen aspecto el día del funeral, que una vez enterrados no se descomponen. Pensadlo bien: ¿qué es más bárbaro, enterrar a los muertos haciéndoles tener el aspecto más vivo posible, o dejarlos retornar cuanto antes a la naturaleza?
—¿Podríamos dedicarnos a filosofar otro día? —lo interrumpió Al—. Yo estoy de acuerdo en levantar el campamento mañana por la mañana, pero no para ir a ver a esa policía. Dejemos el cuerpo donde está y evitémonos líos.
—Eso es horrible —repitió Erwan—. ¡No lo podemos dejar así!
—Tiene razón —admitió Yeruldelgger mientras desaparecía por la pendiente—. ¡Recoged por lo menos los brazos!