EPÍLOGO
Promontorio de Júpiter
Septiembre
48 d. C.
He esperado a que todos se fueran para desembarazarme de la toga. Con los años he aprendido a lucirla con la prestancia de un senador, pero pocos sospechan que nunca he acabado de acostumbrarme a esta engorrosa prenda. Mi nieto Gayo y Drusilla están escondidos en las ruinas del templo de Júpiter y creen que no los veo. Buscan mi compañía en todo momento, y yo la de ellos. Celia, la hija de Aulo, se hace la remolona admirando las guirnaldas de la ofrenda a Barkal. Como cada año desde mi regreso a casa, todos los Celios subimos hasta la cúspide del promontorio y honramos a nuestros antepasados íberos.
Avanzo por los jardines que rodean el monumento. En el otro extremo de la rosaleda, el sol calienta las piedras de la gran exedra. Fue Aulo, cuando alcanzó el duunvirato, quien sufragó los gastos. Nunca se podrán reparar las injusticias sufridas por los layetanos —¡y por tantos otros bajo el yugo de Roma!—, por eso le apoyé frente a aquellos que denostaban la idea: una exedra en la cima de Barkeno, para el recuerdo de los primeros decuriones de origen íbero, Aulo Asedilo Layetano el primero de todos ellos. «Porque el Tiempo es envidioso —decía mi padre—, y todo lo corroe».
A mi edad, estoy preparado para el reencuentro con el viejo centurión en las mansiones de Proserpina. Me sentaré a la mesa con él, con el abuelo Atisio y el tío Publio, y con mi primo Marco, a quien di muerte yo mismo. Compartiré su pan y su vino, y les gustará saber que el nombre de nuestra familia permanece escrito en una lápida de piedra en la muralla de una colonia lejana y cálida, donde prosperan la vid y el olivo y donde el mar es fecundo y la tierra está empapada de agua dulce.
—¡Mira, Lug! —grita Celia, señalando hacia el puerto y poniendo la otra mano por visera—. ¿No es aquel el Arsínoe? No sabía que hubiera vuelto ya.
—Llegó ayer de Roma, sin novedad. Esta misma mañana lo habrán descargado.
Ella y Aulo son los únicos que se dirigen a mí con ese nombre. A pesar de mi edad, al oírlo siento aún cierto cosquilleo infantil, como la primera vez, cuando, junto al puente de Ad Fines, se lo oí decir a Barkal. Hace años que dejé de temer a los dioses y empecé a respetarlos. Desde entonces, ellos también me respetan. Pocos recuerdan al poderoso Cernunnos y a la diosa sin nombre, ya nadie los reclama ni los venera, por eso, cada primavera me uno a la procesión de ancianas que suben al manantial para arrojar ofrendas a las aguas.
A Celia le gusta arrodillarse frente a mí y mirarme las manos, callosas y ásperas. Los carpinteros del astillero intercambian miradas de extrañeza cuando bajo al taller a ensamblar las espigas en las mortajas, a martillear clavijas y embrear las quillas. He desempeñado todas las magistraturas y recibido todos los honores, y, sin embargo, sé que mi lugar está junto a la madera y la piedra. La fragancia del pino, de las tablas de roble y de ciprés, me recuerdan a Garza, al bosque donde encontró la muerte mientras trepaba con Celia y Luna al lugar secreto donde crece la belladona.
Garza, mi compañera, mi amor, mi amiga, me mantenía unido a la tierra, a la casa. ¿Cómo fui capaz de pasar tantos años lejos de ella? Por las noches siento que mi alma podría dejarse caer al vacío de un momento a otro. Todo lo que yo sabía y conocía dejó de tener sentido sin ella. Mi propia casa, mis propias tierras, empiezan a serme ajenas, como si ya perteneciera a ese lugar donde habita el olvido.
—¡Abuelo! —Drusilla, el vivo retrato de su madre, Belaiska, me llama—. ¡He encontrado una moneda!
—¡No tienes derecho a llamarlo abuelo! ¡Es mi abuelo! —Gayo llega trotando, sin la toga, con la cara tiznada y un tajo en la pierna.
—Pues claro que tiene derecho, Gayo. Druso es como un hijo para mí, así que yo soy como un abuelo para Drusilla, y también para Celia. ¿Dónde está tu toga?
—¿Y la tuya? —responde con picardía—. Bueno, eres el abuelo de todos, pero solo a mí me llevas a pescar sargos —dice mirando desafiante a las niñas.
Caminamos juntos hacia el faro. El viento cálido de levante desprende algunos mechones de la cabellera dorada de Celia Plácida. No ha heredado ni una brizna de la agresividad de su abuelo Untiken. Sé que su madre ha empezado a buscarle marido mientras ella pasa los días inmersa en la lectura en la biblioteca de Barkal. Ella era la preferida de Garza, me consuela pensar que mi amor murió en sus brazos. Sin embargo, desde entonces la placidez de la niña se ha trocado en gravedad. Se entrega a la lectura con circunspección, como si buscara con afán la respuesta a los porqués del destino. En eso se parece a mí.
Las gaviotas chillan por encima de nuestras cabezas y el padre Rubricatus fluye rojizo, invulnerable, hacia el mar. Rememoro el día en que volví a casa: remonté su orilla con paso firme, dispuesto a tomar posesión de lo que me correspondía. Ahora sé que el río siempre ha fluido dentro de mí, ofreciéndome su fortaleza. Las vidas siguen cauces secretos a través de los cuales recalamos en uno u otro lugar. Hasta el día en que la nave parte sin retorno.
Una voz blanca y tersa viene a rescatarme del abismo.
—¿Puedo hacerte una pregunta, Lug?
Le sonrío. Celia necesita saber, como yo a su edad. La rueda de la vida gira una y otra vez, por eso el pasado no finaliza nunca. Lo llevamos dentro.
—¿Mi abuelo Untiken era realmente tan fiero como lo describen?
Tardo en responder, embelesado con su serena belleza.
—Sí, lo fue. En realidad, todos lo fuimos. Jóvenes, bellos y buenos. ¿Te he contado cuando matamos a un lobo con nuestras propias manos?
Celia sonríe, me toma una mano y me la besa. Probablemente le he relatado la historia cientos de veces, como hacen los viejos. Respiro hondo, noto cómo el aire fresco penetra en mis pulmones. ¡Por todos los dioses! Estoy vivo y no tengo quebrantada la salud. Conservo el porte marcial, todavía puedo derribar en la palestra a los jovencitos que se inician en la lucha. En invierno, cuando atravieso el foro cubierto con el manto de marta cibelina, todos bajan la cabeza ante mí.
Celia mira el mar con una sonrisa enigmática. Es joven, bella y buena, como nosotros lo fuimos, resuelta, intensa y calmada al mismo tiempo. Odio imaginarla encerrada entre las cuatro paredes de una domus, sometida a un marido. Quiero verla libre, a bordo de uno de mis mercantes, en las orillas del mar Eritreo, o galopando por el desierto sobre un dromedario.
Drusilla me tira de la túnica, insistente:
—Es una moneda de Pegaso, pero tiene unas letras extrañas, debe de ser griego.
La examino. En una de sus caras observo una cabeza femenina y en la otra un caballo alado. La froto contra mi túnica. Sigue ennegrecida, aunque reconozco de inmediato el tacto de la plata. Es una dracma. Y las letras no son griegas, sino íberas. Celia se acerca a verla:
—Las tres primeras letras se parecen mucho a las de la estela de Barkal.
—¡Mira! ¡Y esta es una «N»! —añade Drusilla.
—¡Barkeno! —grita Gayo—. Estamos en Barkeno, ¿no? Debe de ser una moneda antigua, de los layetanos. ¡Abuelo! ¿Crees que habrá más debajo de estas ruinas?
—Debajo de estas ruinas hay una gran ciudad, Gayo, la primera Barcino. Y sí, hay monedas, y penas y alegrías, vidas enteras enterradas. —Los tres me rodean y me miran con extrañeza—. Mantened siempre viva la memoria de los antiguos, honradlos y recordadlos porque, en realidad, habitan en vosotros.
Es hora de irse. El viento arrecia y el mar empieza a cabrillear. Gayo también quiere una moneda. Rebusco en mi bolsa de cuero y saco una. La efigie del emperador Claudio me arrastra de nuevo al pasado, a los fríos bosques del limes superior, donde combatí junto a su hermano, el gran Germánico. Y siento a la Madre Roma desamparada porque los buenos hombres se fueron ya: Julio César, Augusto, Agripa, Germánico. Ahora es el tiempo de los idiotas.
Bajamos con cuidado bordeando las bocas de los grandes silos de cereal, hoy escombreras. En uno de ellos sobresalen las patas rígidas de un asno muerto. Tanto poder, tanta riqueza, tanto orgullo y tanto esfuerzo desvanecido. Como mi vida.
Los niños corretean a mi alrededor. Seguirán su camino, soñarán, sufrirán, aprenderán y amarán. Debería enseñarles, advertirles y explicarles tantas cosas… Pero ¿con qué palabras podría transmitir mi gratitud por unos esclavos a quienes quise como a unos padres, la profunda admiración por los guerreros que murieron por mi espada, la fortaleza de Garza, la indestructible amistad de Harith, la reciedumbre de una vida cargada de heridas y esperanzas, la indefectible tentación del poder y la gloria, el gozo de la vuelta a casa?
Cada hombre está solo ante su vida. Con los brazos abiertos y el corazón en la mano, recibimos las señales de los dioses. Solo entonces se nos revela el destino.
Y dejamos nuestra huella sobre el polvo del olvido.