6. EL PUENTE DE AD FINES

Ad Fines

20 de mayo

9 a. C.

Gayo no consintió que los niños hicieran la peregrinación nocturna hasta Ad Fines, como era costumbre cada primavera entre los layetanos del sur. Lucio aún estaba débil, por eso lo llevó el día antes a caballo, bien envuelto en el sagum de lana negra que había usado en las últimas campañas cántabras. Tila y Quinto los acompañaron. Los esclavos llegarían al día siguiente en carreta. La esposa de Gayo refunfuñó todo el viaje a causa de la incomodidad de su silla de montar y por ver al niño dentro de aquella prenda vieja, apestosa debido a las sucesivas capas de grasa para impermeabilizarla.

Avanzaban a buen paso. Gayo les explicó el acuerdo establecido entre las autoridades romanas, Barkal y los demás notables indígenas. Harían coincidir la fiesta layetana de inicio de la primavera con el ritual romano de los Argea. A los recién llegados les interesaba conservar la paz, y nada mejor para ello que fomentar las celebraciones conjuntas.

Remontaron el Rubricatus por el flamante tramo litoral de la Vía Augusta. En la falda de las colinas, a ambos lados del río y cerca de los cultivos ribereños, se arracimaban las humildes casas indígenas de tapial y suelo de tierra batida. La mayoría de los poblados amurallados, situados en la cima de los cerros, como el de Olorda, permanecían abandonados hacía ya tiempo. Algunos indígenas se habían trasladado a los aledaños de la ciudad para ejercer un oficio y otros eran jornaleros o esclavos en las explotaciones vinícolas romanas, cada vez más numerosas. Pero el grueso de los hombres jóvenes nutría las filas de las fuerzas auxiliares de las legiones. La recompensa valía la pena: tras veinticinco años de servicio obtenían la ciudadanía romana, solo así podrían adquirir los derechos de los hombres libres.

A la hora de comer se detuvieron a la altura del alfar de Celso; un poco de pan con queso y olivas fue suficiente para saciar el apetito. Los niños chapotearon en el río al lado de unas lavanderas íberas. Cuando acababan, estas tendían los trapos sobre las rocas calientes y los arbustos, y jugaban a mojarse unas a otras. Las túnicas se les pegaban al cuerpo, ante un gozoso Gayo que intentaba dar a los niños su primer aleccionamiento en la lucha cuerpo a cuerpo y una inconforme Tila, malhumorada al ver cómo se embarraban la ropa. Las clases acabaron en un ataque de cosquillas y una reprimenda materna.

—¿Es que no sabéis por qué se llama Rubricatus? ¡Mirad vuestras togas!

—Solo es tierra roja, tía Tila… —respondió Quinto, pasando las manos por encima de las manchas.

Con la ropa empapada siguieron su camino, dejando atrás los cerros bermejos. Pronto el río empezó a encajonarse entre barrancos donde crecían almendros, higueras y granados. Tras una pronunciada curva, apareció un panorama casi irreal: al lado de una agrupación de casas indígenas, un gran puente de piedra con un arco de triunfo en uno de sus extremos se alzaba de orilla a orilla; más allá se iniciaba una fértil llanura limitada, a lo lejos, por una mole rocosa que a los niños les pareció un gigantesco animal dormido. La luz anaranjada de la tarde se reflejaba en la Montaña Sagrada y resaltaba las manchas veteadas de vegetación entre sus extrañas formas redondeadas, como un coloso cubierto de algas que emergiera del océano.

Desmontaron y Gayo los llevó hasta el embarcadero para que pudieran ver el puente de cerca. Lucio parloteaba maravillado:

—Mira, Quinto, este es el puente de mi padre, él lo construyó, ¿verdad, padre? Y ahora cobra dinero a los que quieren pasar por él.

—¡Ja, ja! Así es. Pero fueron mis hombres quienes lo construyeron, hijo. Estuvimos trabajando aquí mientras los agrimensores proyectaban Barcino. ¿Ves ese arco, zagal? ¿No te recuerda algo?

—¡Sí! ¡El arco de Tarraco! Lo vimos cuando fuimos a visitar al abuelo Domicio. —Lucio pasó de la euforia a la seriedad. Miró a Quinto y le dijo, con una solemnidad que hizo sonreír a su padre—: Cuando sea mayor, seré un ingeniero y construiré puentes, acueductos y murallas…

—¡No, por los dioses! —contestó Gayo—. Los ingenieros son aburridos y cargantes, solo tienen números y líneas en la cabeza, y el bolsillo siempre vacío.

—Y antes de construir el puente, ¿cómo se cruzaba el río? —preguntó Quinto.

—Había un puente de barcas, más podridas que los dientes de una vieja. No sé cómo resistía, el Rubricatus es muy bravo en otoño.

—¡Mirad! Allí hay una inscripción, ¿la veis? En aquel pilar… —A Lucio le brillaban los ojos de emoción.

—Cuando nosotros ya no estemos —intervino Gayo—, los nietos de vuestros nietos la leerán, y dirán con orgullo que las legiones Sexta Victoriosa, la Décima Gémina y la Cuarta Macedónica construyeron este puente. Lo hemos dejado escrito sobre piedra, ¿sabéis por qué?

Verba volant, scripta manent —respondieron al unísono.

—Así es. Primero construimos Caesaraugusta y, después del puente, nos esperaba Barcino. Creedme, muchachos: no hay nada más bello que contemplar a millares de hombres perfectamente organizados actuando como si los moviera una sola alma. ¡Eso es el ejército!

Atravesaron el puente. Al alcanzar el otro extremo, saludaron a los oficiales de guardia del portorium, encargados de cobrar el portorium. Mientras Gayo despachaba con ellos, Tila y los niños descansaron en un prado junto al río. Lucio no podía apartar la mirada de la construcción. Le parecía lo más bello que había visto nunca. El arco central era algo mayor que los laterales. Los dos pilares hundían sus cimientos bajo el agua y, sobre estos, se abrían unas pequeñas ventanas de descarga. No era plano, sino que se elevaba en dos vertientes con el punto más alto en el centro. En el otro lado del puente, en la orilla este, el arco de triunfo recordaba a los viajeros las victorias del omnipresente Augusto.


Al día siguiente desayunaron gachas de cereales y huevos rellenos que les había preparado Melonia, la posadera de la mansio de Ad Fines. Gayo Celio demostró tener con ella mucha familiaridad. Al parecer, Melonia había acompañado muchos años a la legión, sirviendo al ejército de muy variadas maneras. Veterana también ella, había decidido establecerse y regentar su propio negocio.

Las carretas de los peregrinos estaban cruzando el puente cuando los niños y Tila salieron del establecimiento. Lucio, excitado, se abalanzó hacia su madre y la abrazó con fuerza.

—¿Qué haces, bruto? ¡Me vas a manchar la ropa! Te lo he dicho muchas veces: no me gustan los abrazos, me ahogo, déjame. —Sin abandonar el gesto de disgusto, añadió ante un frustrado Lucio—: ¿Por qué los dioses no me darían una niña?

De repente, una voz muy conocida los llamó desde la otra orilla. ¡Era el abuelo Domicio! Su comitiva empezaba a cruzarlo en ese momento. Iba acompañado de Melampo, su inseparable secretario.

—¡Hija mía, qué alegría veros! ¿Cómo está Lucio?

Tuvieron que alzar la voz. La muchedumbre se estaba concentrando cerca del puente para ver llegar las carretas adornadas con enramados y guirnaldas de flores. Un grupo de flautistas ensayaba cerca de ellos.

—Ay, padre, Lucio está bien, ¡soy yo quien no está bien! —gritó Tila.

—No será para tanto —respondió Primo con un gesto de desdén—. ¿Avanza a buen paso la nueva ciudad?

—¿Ciudad? ¡Es un campamento a medio construir! No hay ni una sola persona interesante, solo me relaciono con indígenas, esclavos y legionarios. ¡Lucio se está criando como un campesino! —El niño bajó los ojos con expresión avergonzada. Tila continuó—: Padre, quiero divorciarme. No soporto más esta situación, me paso días enteros sin levantarme de la cama, me faltan las fuerzas.

—¿En la cama? ¿Y quién lleva tu casa, los esclavos? —Primo se pasó la mano por el cabello blanco, se colocó bien la toga y alzó la barbilla, recuperando enseguida su porte patricio—. Tu madre hilaba y tejía sin descanso, ¿o es que no lo recuerdas? Hija, una buena esposa cumple con sus obligaciones. Además, eres una Domicia, nunca lo olvides. Barcino prosperará y tú representas allí a nuestra familia. Por cierto, ¿has buscado un pedagogo para Lucio? Con ocho años, ya debería…

—No hay mucho donde elegir —respondió Tila—. Podrías enviarnos alguno de Tarraco.

Lucio levantaba la mirada fugazmente para mirar a Primo Domicio. Recordaba muy bien la última vez que se habían visto. Toda la familia había viajado tres días en carreta hasta Tarraco para ir a festejar el nuevo año a casa del abuelo. Su madre pasó meses reprochándole a Gayo el no haber ido en barco, lo cual les habría permitido llegar en el mismo día. Pero desde la batalla de Actium, Gayo Celio consideraba que el reino de Neptuno era para él un lugar hostil.

Se alegraba de llevar las botas de cuero rojo que el abuelo le había regalado como strena de Año Nuevo, aunque las tablillas enceradas fueron de lejos el regalo más apreciado. El secretario, que se había quedado un poco rezagado, los alcanzó. Al verlo, Lucio dio un paso atrás, asustado. Observó con asombro su piel lechosa, excepto unas feas manchas marrones que salpicaban aquí y allá su rostro. Los diminutos rizos de su cabello, del color del huevo batido, le enmarcaban la cabeza como si se tratara de un gorro de lana. La nariz era ancha, con unos agujeros enormes como ojos de animal, y sus labios, de tan gruesos, parecían inflamados por una buena tunda.

—¡Te saludo, Melampo! —dijo Quinto.

Lucio abrió los ojos con horror.

—¿Le conoces?

—¡Claro! Es el secretario del abuelo. Es albino. Se lo compró a un mercader garamante cuando aún era un bebé. Tener cerca a un albino atrae la buena suerte.

En ese momento llegó Gayo, muy sonriente. Se le torció el gesto al ver a su suegro, a quien saludó con fingida reverencia:

—¡Querido suegro! ¿A qué se debe tu ilustre visita?

—Te saludo, yerno. El colegio de pontífices de Tarraco me ha elegido para desempeñar la ceremonia del puente. El anterior pontífice ha alcanzado una edad provecta y no puede desplazarse, y yo aún puedo dar mucha guerra. —Sus aristocráticas facciones y el marcado acento romano de su latín le conferían un aura de autoridad de la que nadie parecía poder sustraerse. Nadie excepto Gayo—. Ha sido buena idea hacer coincidir la ceremonia con la peregrinación de los íberos. ¡Lucio! Ven aquí, hijo, déjame verte.

El niño dio un salto y avanzó hacia él como un potrillo, sin dejar de mirar de soslayo al extraño personaje.

—No tengas miedo; es Melampo, mi secretario. Ya debes de saber algo de griego, adivina por qué se llama así.

—No sé griego, abuelo, aunque puedo hablar muy bien la lengua de los layetanos —contestó el niño con una sonrisa triunfal.

—¿De los layetanos? ¡Y de qué sirve eso! Tu primo Quinto tiene un preceptor de griego. Verás, Melampo significa «hombre de pies negros».

—¿Y de qué sirve un secretario? —preguntó Lucio, aunque se arrepintió después. Al lado de Quinto sentía que él no sabía nada de nada, y temía que el abuelo lo tomara por un ignorante. Ni siquiera sabía qué era un «garamante».

Tras una carcajada, Primo Domicio escrutó con detenimiento las facciones de su nieto antes de responder:

—Pues, como ya te debes imaginar, un secretario sirve para guardar secretos. —Lucio miró de hito en hito al albino, que al sonreír mostró una dentadura perfecta. El abuelo cambió de tema—: He dado gracias a los dioses cada día por haberte recuperado de tu enfermedad. Eres fuerte, hijo, me siento orgulloso de ti. —El anciano miró a Tila y después al niño—: Pronto acabaré mi cometido en Tarraco y regresaré a Roma. Me hago viejo y quiero volver a casa. Quizá tú y tu madre me podríais acompañar y pasar allí un tiempo, si tu padre lo permite, claro —dijo Primo, colocando una mano sobre el hombro de Lucio.

Gayo lo miró sorprendido. Fue a hablar, pero no salió ni una sola palabra de su boca. Miró a su esposa, cuyo rostro se había iluminado súbitamente.

—Vaya, esto no me lo esperaba. Creía que querrías mantenerte alejado de nosotros, tan poco acordes con tu alcurnia —respondió Gayo con sorna.

—¡No seas necio! Piénsalo, yerno. En Roma yo podría educar a Lucio como le corresponde. —Primo Domicio hablaba muy erguido. A pesar de su edad, se conservaba delgado. Lucio lo adoraba, era alto y poderoso, y era su abuelo.

Se hizo un silencio incómodo. El niño, con la perspicacia de sus ocho años, comprendió la trascendencia del momento. Entre las miradas de soslayo y las sonrisas nerviosas se estaba dirimiendo su destino. Y era su padre quien debía decidir. Finalmente este habló:

—Estimado suegro, todo a su debido tiempo —dijo Gayo despacio, eligiendo muy bien las palabras—. A tu hija parece habérsele secado el vientre, por no decir más cosas. Lucio es mi único vástago y no creo que eso vaya a cambiar. Aún es niño y quiero tenerlo a mi lado. Hay cosas que solo un padre puede enseñarle a su hijo.

—¿Y qué le vas a enseñar? ¿Cómo trasegar ánforas de vino en la bodega? —La voz de Primo sonó burlona.

Gayo apretó los puños, intentando mantener la calma.

—Sí, si es necesario. Mi hijo será un hombre. —Gayo miró intensamente a Primo—. Un hombre de verdad. Hará carrera en Barcino y heredará mi negocio.

Las palabras le salieron sin pensar, y en cuanto acabó de pronunciarlas se arrepintió. El plan que había trazado en su mente no era ese. Era el corazón el que había hablado: amaba a Lucio y le dolía imaginarlo lejos de él, y más aún verlo convertido en un señorito de manos inmaculadas.

Primo Domicio no perdió la sonrisa ni el porte, pero su mandíbula se endureció.

—Disculpadme —dijo abruptamente—, debo prepararme para la ceremonia. Por cierto, Gayo Celio, te espero después en el despacho del portorium. He de tratar un asunto contigo.

Mientras Gayo se alejaba, Tila no pudo evitar encararse a su marido:

—¿Prefieres ver pudrirse a tu hijo en este agujero del mundo antes que educarlo en Roma? ¡Lucio también pertenece a la familia Domicia!

—¡Oh, mujer, no empieces con tus necedades! Nadie, ni siquiera el mismísimo Júpiter, me va a decir cómo educarlo. Tu padre es astuto, Tila, y tú no sabes nada de la vida, no tienes ni idea cómo actúa toda esa ralea patricia. Si tanto quiere a su nieto… ¿por qué no viene nunca a visitarnos? Lucio ya tiene una familia, no necesita a nadie más. Por ahora.


Primo quiso imitar, en la medida de lo posible, la ceremonia anual de Roma, cuando desde el puente Sublicio se arrojaban al Tíber muñecos de mimbre, atados de pies y manos, que eran arrastrados por la corriente. En esta ocasión fue el Rubricatus el que recibió los sucedáneos de víctimas humanas que, en el ánimo de todos los presentes, se llevaron consigo penas y negruras, purificando sus almas y dejándolas impolutas, prestas a disfrutar de las alegrías que la primavera auguraba.

La carreta de Elbón y Harmonía llegó tarde, pero con una sorpresa: los acompañaba Seihar, un sobrino de Elbón. Tenía más o menos la misma edad de Lucio y Quinto, y no les faltó tiempo para encontrar intereses comunes. Seihar no hablaba muy bien el latín, así que se entendieron ayudándose de las palabras íberas que conocían.

Estuvieron un buen rato espiando al albino y, al verlo comer, beber y hablar como una persona, perdieron el interés y bajaron al río por la escalinata de piedra que descendía hasta el agua. Construyeron diques con ramas y piedras mientras Garza tejía nasas de junco para capturar peces. Lucio no dejaba de mirar el puente, el aparejo de los pilares, los arcos. Era todo de piedra, como la Montaña Sagrada. ¿Quién construía las montañas? Quizá, pensó, en la época de los Titanes, cuando se creó la Tierra, también hubo ingenieros. Una vez, cuando visitaban las obras de Barcino, su padre le dijo que nadie igualaba a los romanos en el arte de la construcción, ni siquiera los egipcios. Podían hacer cualquier cosa, pues habían inventado un tipo de argamasa, el hormigón, que se lo permitía. Un gorgoteo en el estómago lo despertó de sus pensamientos. Ya era hora de comer y volvieron corriendo al prado.

Familias enteras reían y comían habitas tiernas recién desgranadas y queso de cabra, tortas de centeno con miel, bocados de peras cocidas en vino y muchas otras delicias. Lucio vio a Elbón y Harmonía charlando con indígenas, desconocidos para él. Oyó que lo llamaban y, al girarse, divisó a Barkal haciéndole señas. Estaba sentado con Garza y otros layetanos. Le pareció grosero no atender a su llamada, pero temía a su padre: no le gustaría verlo con ellos. Dudó unos instantes, sin saber qué hacer, así que Barkal tuvo tiempo de adivinar qué sucedía. Se levantó y fue hacia él.

—Hola, Lucio. ¿Quieres venir a jugar un rato con Garza? No te preocupes, querido, mi mujer no está.

«¿Querido?». Nunca nadie le había aplicado ese calificativo. No le molestó. Se mordió los labios y buscó con la mirada por todas partes. Barkal insistió:

—Hace muy poco he visto a tus padres caminando con tu abuelo hacia el puente. —Se inclinó y le dijo al oído—: No hay peligro a la vista. Ve a avisar a Elbón y dile que estás conmigo.

Lucio sonrió. Le gustaba Barkal, con él nunca se sentía cohibido o amenazado. Aceptó su propuesta y, al poco, se presentó con Seihar y Quinto llevando una pata de jamón de parte de Elbón.

—¡Por Lug, el temerario! ¡Un jamón ceretano! Preséntame a tus amigos —dijo Barkal.

—Quinto es mi primo, vive en Tarraco, y este es Seihar, sobrino de Elbón, a quien ya conoces. ¿Has dicho Lug, el temerario? ¿Quién es?

—¿No conoces a Lug? Deberías, pues lo llevas en tu nombre. Es el dios de la luz. Los pueblos de las montañas lo veneran.

—¡Un dios que se llama como yo! —A Lucio se le salían los ojos de sus órbitas—. Bueno, mi nombre es Lucio Celio, pero a mí me gusta más Lug.

Seihar se adelantó y saludó a Barkal:

—A su servicio, señor. Soy Seihar, bergistano, y mi familia viene a Barcino de vez en cuando para vender jamones y maderas. El jamón es un regalo para ti y tu familia. —Habló en íbero y Lucio lo entendió un poco. En atención a Quinto, que parecía muy perdido, Barkal respondió en latín:

—Seihar, cada vez que tu familia pase por casa de Gayo Celio estaré encantado de recibirlos también en la mía y comprarles sus productos. ¿A qué esperamos? Pásame el cuchillo, Garza; hagamos los honores a esta pieza.

Los chicos comieron hasta hartarse y después enseñaron a Garza a jugar a las nueces. La niña no hablaba mucho; sin embargo, sus expresivos ojos verdes decían todo lo que su boca callaba. Llevaba recogida en una trenza su espesa cabellera rubia y vestía una túnica blanca bordada de flores amarillas. Lucio y ella se miraban y sonreían.

Una voz airada sonó de repente. Lucio se fijó en el fornido layetano que estaba discutiendo con Barkal:

—¿Cómo has permitido esto? ¿Qué tienen que venir a hacer los sacerdotes romanos a nuestra celebración?

—No espero que lo entiendas, Artabeles. Con este enemigo no vamos a poder, más nos vale colaborar para poder conservar cierto poder de decisión.

—¿Poder de decisión? Te has vendido a los romanos, Barkal.

—No, Artabeles, aprendo de ellos. Pondremos nuestras leyes por escrito, como ellos hacen, disfrutaremos del agua que traen sus acueductos, calentaremos nuestras casas —dijo Barkal, dándole un codazo amistoso—. Tú mismo disfrutas de mis pequeñas termas de vez en cuando, te encanta pisar el mosaico caliente de mi baño… Después de haber conocido cómo vive un romano, ¿prefieres seguir durmiendo en una choza de adobe abrazado a las cabras?

—No sé cómo te permito esas palabras. —Una vena se le hinchó en la sien—. Tú estás soñando. Masacran a los pueblos que no doblan ante ellos la cerviz, arrasaron Ilduro y todo el norte, después fue Baitolo. Lo único que quedaba de la Layetania, Barkeno, ya está muerto. Pronto ni siquiera hallaremos refugio en las montañas, esos perros llegarán a todas partes.

—La Layetania hace tiempo que estaba sentenciada, solo era cuestión de elegir cuál era la mejor muerte. En cuanto a Barkeno, con el puerto casi cegado, ¿qué futuro le esperaba? Y esos perros, como tú los llamas, nos han construido una nueva Barkeno. ¿Es que no lo ves?

—Eres tú quien no ve lo que realmente sucede. La mayoría de los layetanos acabarán trabajando como esclavos en las haciendas de esos advenedizos. Me avergüenzas, Barkal. Mírate, pareces uno de ellos, sentado en su senado y vestido con su toga. Antes labrábamos la tierra de nuestros padres, ahora nos sentimos extranjeros en ella, dividida y regalada a esos patanes. Por fortuna, no todos pensamos como tú. Aún hay íberos que quieren luchar. —Se puso en pie y se llevó la mano al cinto, buscando algo que no encontró.

—Tú trabajas bien el cuero. —Barkal intentaba mantener la calma—. Antes no ganabas ni una sola moneda hasta el día de mercado, una vez cada tres lunas, ¿ya lo has olvidado? Ahora puedes vender correajes, sandalias, arreos, zurrones y todo lo que quieras a los romanos deseosos de hacer negocio contigo.

—Ese es el problema, amigo. Para ti todo es un negocio. Arreglos, pactos, acuerdos… Lo que está en juego es nuestra manera de vivir, nuestros dioses no nos perdonarán que los olvidemos. Yo no me vendo por un baño caliente. Y no dejaré a mi hijo Untiken mezclarse con ellos.

La voz de Artabeles quedó ahogada por el son de los caramillos y los flautines. Unas chicas indígenas, con un vestido hasta los pies bordado con motivos ajedrezados, avanzaban cogidas de las manos en dirección a otros tantos muchachos. La gente se unió a ellos, formando una cadena que serpenteaba por todo el prado.

Mientras tanto, Lucio y Garza fueron a mirar si había algún pez en las nasas. Al acercarse al puente, el niño oyó los gritos. De pie, en la puerta de la oficina del portorium, Primo Domicio parecía transformado. Su rostro estaba rojo de cólera, los pliegues de la toga se le habían caído y la llevaba arrastrando. En unas horas había envejecido años. Lucio se paró en seco al comprobar que era a su padre a quien gritaba:

—¡Esto se acabó, Gayo, se acabó! No quiero volver a verte, desaparece de mi vida. Pero si me entero de que maltratas a mi hija o a Lucio… usaré todas mis influencias para destruirte. ¡Fuera de aquí! ¡Fuera!

Primo Domicio reparó en la presencia del niño. Se apoyó contra la pared, se llevó la mano al corazón y se forzó a sonreír. Lucio comprendió el gesto. Antes de poder reaccionar, su padre lo había agarrado por el brazo.

—¿Y tú qué haces con esta? —Gayo señaló con la cabeza a Garza.

La niña salió corriendo hacia donde estaba Barkal, que saludó a Gayo con la mano. Sin hacer caso del saludo, este ordenó a su hijo que lo siguiera. Lucio arrancó a andar mirando hacia atrás para ver si su abuelo aún estaba allí, pero no lo vio. Barkal y Garza lo observaban y levantaban la mano despidiéndose. La fiesta había acabado rematadamente mal.