5. A SALVO

Barco de Adad

Nonas de agosto

3 d. C.

La luna arrancaba reflejos perlados del mar, totalmente en calma. Julio Aniceto y Adad, el capitán, se acercaron hasta Lucio y se sentaron junto a él.

—Por lo que veo, vas a dormir en cubierta —advirtió Adad—. Si es así, guarda tus pertenencias dentro de la cabina. —Miró a los marineros—: Son buenos hombres, aunque es mejor no tentar a la suerte. ¿Puedo preguntar a qué vas a Roma, joven Celio?

Lucio carraspeó y contestó de un tirón:

—Voy a cumplir el sueño de mi padre, de quien espero ser un digno hijo. Cumpliré un tribunado militar y después me dedicaré a la vida pública.

Mientras hablaba, le pareció que se refería a otra persona. ¿Cómo iba a dedicarse a la vida pública si le temblaba la voz hasta para hablar con un capitán de barco? Él no era hombre de discursos. En las clases de oratoria del último verano se aburría mortalmente, no veía la hora de escaparse al puerto a husmear entre las embarcaciones en construcción. Desde pequeño le había gustado saber cómo funcionaban las cosas. Para Lucio no existía mejor aroma que el de la madera recién cortada, ni textura más agradable que la del ladrillo bien cocido. El día de la colocación de las columnas del foro de Barcino, siendo un adolescente, todos admiraban orgullosos la gran plaza porticada y el templo coronando uno de los lados. Él, sin embargo, quedó fascinado por las simetrías arquitectónicas y por la suavidad de la superficie de las columnas: ante un Gayo estupefacto se había abrazado a una de ellas, palpando con los ojos cerrados la fresca lisura del estuco, imaginando que se trataba de los hombros torneados de una mujer.

—¿Dedicarte a la vida pública, dices? Vaya, hace falta mucho dinero para eso. Y muchas amistades importantes —intervino Julio.

—¿Y el sueño de tu padre coincide con el tuyo? —preguntó Adad.

—Bueno, no creo faltar a la verdad si digo que me atrae más el ejército y no tanto la política. La retórica no es una de mis destrezas, se me dan mejor la espada y los números.

—A veces, la vida nos lleva por derroteros ignotos y uno descubre habilidades que desconocía poseer —le respondió el capitán—. Antes te he visto inspeccionar los sobrebaos de cubierta. Están flamantes, acabamos de reforzarlos.

—Sí, me he dado cuenta. Tal como los veo, el barco tiene tendencia a abrirse por la popa, ¿no es así?

Adad, un hombre fornido y de baja estatura, curvó hacia arriba las comisuras de los labios en un gesto que pretendía ser una sonrisa, pero más bien parecía una mueca de dolor. Le faltaban varios dientes, y los que mostraba presentaban una extraña coloración verdosa debido a unas hierbas que mascaba constantemente. Miró a Aniceto y dijo:

—Este muchacho sabe de qué habla, es espabilado, como deben ser los jóvenes. —Se dirigió entonces a Lucio, con una media reverencia—. Si alguna vez necesitas ayuda, en el puerto de Ostia te sabrán dar razón de mí. Me conocen como Adad, el babilonio. Roma es tan fascinante como peligrosa. Ándate con cuidado, hijo.

—Excelente, excelente, el chico es listo —dijo Julio con ojos de sueño—. Lucio, te digo lo mismo. En cuanto lleguemos te presentaré a mis agentes. Cuando desees enviar correo a Barcino ven a verme. Si no estoy yo, te atenderán mis esclavos. Por desgracia, mi vida es un ir y venir constante, la gente cree que soy libre y, sin embargo, a veces me siento esclavo de mis ocupaciones —reveló con cierto pesar. A lo que añadió el capitán:

—Todos somos esclavos de algo o de alguien. De eso nadie se libra.

Se dieron las buenas noches. Lucio se tumbó boca arriba, apoyando la cabeza en un sobrebao. Junto al colgante de Garza, llevaba al cuello uno de los amuletos de su madre, la mano de Sabacio, que lo protegería de los peligros del mar. ¿Qué misteriosos hilos conectarían a los dioses con sus talismanes? Al contrario que a Tila, a él le costaba imaginar lo que su mano no podía tocar. Se avergonzó al sentirse aliviado por alejarse de ella, de sus soliloquios, de sus manías y de su eterna enfermedad.

Su estómago se espesaba por momentos y cada vez le costaba más tragar saliva. Sabía reconocer muy bien los síntomas del mareo y aquella sensación era otra cosa. Sentía ganas de correr; pero ¿hacia dónde? Contempló los pocos metros de cubierta en los que debería moverse en los siguientes diez días. Otro en su lugar habría estado deseoso de iniciar el viaje, de desempeñar el cargo de tribuno militar, de zambullirse en la política de la gran urbe. La vida le brindaba esa oportunidad y, sin embargo, sentía el cerebro adormecido, aletargado.

El mar seguía en calma. La vaca lunar, juguetona, corneaba una miríada de estrellas. Lucio se durmió intranquilo, y soñó que su alma se había rezagado y aún merodeaba por el puerto de Barcino, enredada en unas cintas amarillas, extraviada en un mar esmeralda.


Garza se despertó a media tarde. Encontró a Harmonía y a Annia sentadas al lado del lecho, mirándola. Se llevó las manos al vientre mientras escudriñaba la habitación buscando la cuna. Notó los pechos duros y doloridos.

—Garza, niña, ¿has descansado? —preguntó Harmonía sonriente, dejando ver sus encías casi desdentadas—. Deberías incorporarte y vaciarte el pecho. Te prepararé unos paños calientes con perejil y una infusión de hojas de nogal.

—¿Dónde está el bebé? —dijo Garza dirigiéndose a Annia.

—Yo…, eh… Está bien. —Annia se acercó a Garza y le dijo en voz apenas audible—: No te preocupes, está a salvo.

—¿A salvo? ¿A salvo de qué? ¡Harmonía! ¿Dónde está? —Garza levantó la voz, pues empezaba a alarmarse.

La esclava respondió:

—La niña está bien, es fuerte como tú. Aunque ha sucedido algo. No te alteres, aún estás débil.

Garza conocía ese tono. Harmonía medía muy bien las palabras, como si temiera que se desbordase.

—Tráeme primero a la niña. Quiero verla. ¿Dónde está mi hija? —Garza apretó la mano de Annia.

—No podrá ser, cariño —y añadió en voz baja—: Pero está a salvo.

—¿Qué estás diciendo? ¡Es mi hija! ¡Traédmela! —Garza hizo ademán de querer salir de la cama. Entre las dos mujeres la detuvieron.

—Tranquilízate, Garza. Todo ha ido mejor de lo que esperábamos. Ha nacido bien, tiene buena osamenta y un llanto fuerte. Domitila va a venir a contarte qué ha pasado, le corresponde a ella. —Harmonía se levantó del escabel y salió de la habitación.

—Annia, cuéntame, ¿ha sido Vibio? ¿Acaso no la ha aceptado?

La esclava asintió y empezó a llorar. En ese momento entró Tila, muy desaliñada, pues aún no había tenido ánimo para rehacerse el peinado. Se sentó al lado de Garza y le cogió las manos:

—Hija, tienes que ser fuerte y aceptar que a los hombres, a veces, les divierte vernos sufrir. —Se llevó una mano a la frente y cerró los ojos—. La jaqueca me está matando. Y este calor… Después de semejante disgusto no creo que sobreviva a este verano. ¡Algún día me encontraréis muerta sobre mi cama!

Harmonía imploró a Garza paciencia con la mirada. Annia seguía sollozando y la vieja esclava le mandó salir de la habitación.

—En fin, Garza, hija, Vibio no ha aceptado a la criatura. No lo culpes a él, sino a Gayo. Por desgracia, siente una profunda aversión por los pelirrojos, ya lo sabes. —Tila tendió la mano a Garza y le ofreció un pequeño amuleto egipcio. Era la figura de un enano malcarado—. Guárdalo, protegerá a tu hija.

Garza, de un manotazo, envió la figurilla hasta la palangana de agua que estaba al lado de la cama.

—¡No quiero amuletos de enanos, quiero a mi hija! ¡Es inocente! ¡Qué más da de qué color tenga el pelo! Por todos los dioses, ¡es un bebé! —Garza empezó a perder los nervios.

—No lo hagas más difícil, te lo ruego. Harmonía, la cabeza me va a estallar, llévame a mi habitación —imploró Tila con voz afectada.

Harmonía llamó a Elbón, quien llegó a la carrera. Se quedó unos instantes con Garza.

—Amigo mío, cuéntame qué ha pasado. Desde que llegué a esta casa solo he sufrido sinsabores. Ojalá mi padre estuviera vivo… ¿Y la niña? —preguntó Garza sin poder reprimir el llanto.

Domina, he hecho lo mejor para la criatura, debes creerme. El amo me ordenó llevarla al vertedero y me advirtió que volviera enseguida. Si no actuaba rápido, yo sabía que Gayo iría a buscarme, y él mismo cumpliría su orden y después me mataría a latigazos.

—¿Adónde la llevaste? —balbuceó Garza, invadida por la pena.

—Los dioses me iluminaron. Mi sobrino Seihar se había quedado un día más en Barcino para reparar una rueda de la carreta antes de volver a las montañas.

—¡Seihar! ¡Alabada sea la diosa del manantial! —exclamó Garza.

—¡Alabada sea, pues en buena hora hizo que se rompiera la rueda! —respondió Elbón—. Lo encontré en el taller de Fusco, el herrero. Cuando le expliqué, Seihar no dudó en llevarse a la niña a Castrum Bergium. No te preocupes, Garza, mis hermanas sabrán qué hacer; nuestra familia es grande, siempre hay mujeres amamantando.

—¡Es un viaje muy largo y por caminos pedregosos! ¡Se tarda varios días en llegar, mi niña se morirá de hambre! —Tras pronunciar estas palabras, notó una sensación desconocida en los pechos, un hormigueo que arrancaba de los costados y subía vertiginoso hasta los pezones. Los sintió gotear y le mancharon la túnica. Garza se tapó con la sábana.

—No temas —dijo Elbón, azorado—. Harmonía tenía guardado el antiguo biberón de Lucio. Preparó leche de almendras, lo metió en un morral junto a otras cosas y yo se lo di a Seihar. Es un buen chico, ya lo conoces. Siempre viaja acompañado de su hermana, él llevará las riendas y ella llevará en brazos a tu hija todo el camino, quédate tranquila.

Annia le enseñó a aliviar la tensión de los pechos. Garza se empleó en ello, necesitaba dejar de pensar y centrar la atención en algo para reprimir las ganas de ir a por Gayo y matarlo. Al menos, su hija estaba viva y en buenas manos. Ahora era una matrona romana, le sobraba tiempo para planear la venganza, que llegaría a su debido tiempo. Lo más inteligente sería hacer creer a todos que había aceptado, sumisa, su destino.

Más tarde, Annia le llevó un caldo de gallina y la dejó descansar. Se sentía débil, vacía, y ansiaba dormir, pero un sentimiento de rabia y abatimiento se lo impedía. Se levantó con cuidado y se asomó por la ventana. Respiró hondo el aire de la noche, que daba una tregua al calor inmisericorde de agosto. En el cielo, el resplandor lácteo de una media luna iluminaba la ciudad dormida.