3. SOMBRAS DE SOSPECHA
Barcino
Nonas de agosto
3 d. C.
Sentado en su cátedra de madera de roble con una tablilla encerada en la mano, Gayo contaba las lunas desde el matrimonio de Garza y Vibio. Este, recostado en un escabel de mimbre, lo miraba con gesto apático. Su cabello negro era espeso y ondulado, y la nariz grande, con las aletas abiertas. Unos labios carnosos, casi femeninos, contrastaban con la mirada ligeramente bizca de sus ojos oscuros y saltones.
—Ha nacido antes de tiempo —dijo Gayo con voz grave.
—¿Y qué? Yo mismo nací antes de tiempo, mi madre siempre me lo decía.
—¿No te das cuenta? Esa niña puede no ser tuya. —Gayo intentaba hablar en voz baja, pero nunca había sabido hacerlo.
—Imposible —contestó Vibio arrastrando la «i» con aquella desgana que tanto encabritaba a Gayo—. Yo mismo la desvirgué. Vi la sangre.
—¿Estás seguro? Hay maneras de engañar a la pronuba. Esa Garza siempre ha correteado por los campos con el pelo suelto, como una mujerzuela.
Gayo posó la vista sobre el magnífico armario de haya que acababa de construirse él mismo. Desde niño había sido muy hábil con las manos; no había tenido más remedio, pues su familia sobrevivía apenas en una pequeña granja cerca de Bononia, en la Galia Cispadana. En el mueble se guardarían las imagines maiorum de su estirpe, que se iniciarían con la suya propia cuando él muriera. Los patricios recordaban a los ancestros sacando en cada funeral sus máscaras de cera, verdaderos retratos de los antepasados. Él no era patricio, aunque se había ganado a pulso el ascenso al orden ecuestre y, con la ayuda de los Domicios —y del dinero de estos—, su hijo Lucio tendría su efigie por derecho propio.
—¿Y no será que no la quieres porque es pelirroja? La madre de Garza lo era. —Se acomodó los pliegues de la toga para no arrastrarla por el suelo—. La niña es mía. Dejé preñada a Garza la misma noche de bodas —dijo Vibio con aire petulante.
Vibio Crispio había llegado a casa de Gayo con catorce años, desnutrido y andrajoso, tras perder a sus padres en el terremoto de Neápolis. Gayo era su única familia, por lo que se embarcó de polizón hacia Barcino. Al ser descubierto, los marineros lo molieron a palos y lo amenazaron con tirarlo por la borda. El capitán le propuso un acuerdo: lo mantendría con vida si se esforzaba en hacerle las noches más placenteras. Al arribar a puerto lo arrojaron a la arena, con el orgullo quebrado, además de algún hueso. Se arrastró hasta casa de Gayo, ante quien se presentó con un aspecto que partía el alma, y su tío le dio amparo, como hijo que era de su hermana Celia.
Ante el silencio de Gayo, Vibio empezó a recelar. No porque tuviera un especial interés en la recién nacida —no estaba en absoluto inclinado hacia la paternidad—, sino por la desagradable situación que se avecinaba, y que él se veía protagonizando. Sin embargo, obedecer era su única alternativa. Había tensado demasiado la cuerda con su tío y había estado muy cerca de verse en la calle, por eso había aceptado sin rechistar su proposición. Casarse con Garza no había entrado nunca en sus planes, pero era la mejor forma de vincularse a la familia para siempre y procurarse un suministro regular de dinero para sus gastos.
Gayo se levantó y mandó llamar a Nasia Sabina, que acudió a regañadientes. La mujer entró sin llamar y, con los brazos en jarras delante de los dos hombres, dijo:
—¿Qué queréis? Todavía no he acabado mi trabajo. Aún no ha expulsado la placenta y no debería moverme de su lado. Pero… ¡qué vais a saber vosotros!
—Mujer, ándate con cuidado y mide tus palabras. He ayudado a parir a muchas yeguas y sé muy bien de qué hablas. Quiero saber una cosa: la niña ¿ha nacido bien formada? —la interrogó Gayo.
—La niña es preciosa, con la cara sonrosada y el cuerpo perfecto.
—¿No la ves… pequeña? —preguntó Vibio.
—¿Pequeña? Bueno, las niñas siempre son más pequeñas… —Nasia arrugó la nariz. ¿Qué pretendían?—. Tiene un hermoso cabello pelirrojo, será una belleza.
—De acuerdo, vuelve a tu trabajo —le ordenó Gayo con el ceño fruncido.
La partera, que había entrado muy brava en el tablinum, salió cabizbaja. Antes de entrar en la habitación de Garza, le hizo una seña a Harmonía.
—¿Tienes almendras en la despensa? —preguntó con una voz apenas perceptible.
—Sí, esta mañana Lucio se ha llevado una buena bolsa para el viaje.
—Rápido, haz leche con ellas, tengo un mal presentimiento.
La niña, ya limpia y bien fajada, berreaba sobre la piel de cordero que Harmonía había colocado encima de las losas del atrio. A su alrededor, las mujeres intentaban calmarla: una chascaba la lengua, otra se arrodillaba y la acariciaba y otra le hablaba con la voz atiplada, como solo las mujeres saben hablar a los bebés.
Nasia Sabina, ante el larario, derramaba un poco de leche ante la figura de las Nixae, las tres diosas acuclilladas. Elbón seguía en la cocina, colando la pasta de almendras y avena puesta previamente a remojar. Le temblaban las manos, por eso derramó gran cantidad de leche cuando llenó el biberón de cerámica que había pertenecido a Lucio. ¿Para qué lo querrían? ¿No estaba presente acaso Fabia Tertula, el ama de cría?
Los minutos pasaban y la niña no se callaba. Las mujeres miraban nerviosas hacia el despacho de Gayo, sin saber qué hacer. Vibio se demoraba demasiado en recoger a su hija del suelo, y eso solo podía traer mala suerte. La nutrix, con los senos ya hinchados, no pudo soportar más la situación y echó a andar hacia el tablinum. Antes de dar tres pasos, la pesada cortina se descorrió. Vibio, impasible, clavó sus ojos en la mujer, que se apartó para dejarle paso. Se colocó delante de la niña y esperó a Gayo. Este llegó, miró al suelo y se cruzó de brazos.
De repente, ante la incredulidad de las congregadas, Vibio miró al bebé y dio media vuelta, se dirigió hacia la puerta de la casa y se marchó. Como si presintiera la gravedad de la situación, la niña dejó de llorar. Se hizo el silencio. En las gargantas de las mujeres se congelaron los gorjeos. Gayo llamó a Elbón, quien esperaba, en la cocina, la peor de las órdenes.
Llegó con la mirada baja, no queriendo escuchar lo que estaba a punto de oír:
—Llévatela al vertedero. Esta niña no es aceptada. Te quiero de vuelta enseguida.
Tila se desvaneció. Harmonía, siempre pendiente de ella, logró sostenerla con su corpachón. Gayo fue hacia ellas y ayudó a Harmonía a tender en el suelo a su esposa. Fabia levantó enseguida a la niña, quien retomó el llanto de nuevo. La vieja esclava recogió la piel de cordero, la enrolló y se dirigió apresurada a la cocina. Gayo rugió:
—¡Elbón! ¿Es que no me has oído? Coge a la niña y llévatela. Y vuelve enseguida, te estaré esperando —ordenó Gayo Celio, endureciendo su mirada de cíclope.
Elbón tomó a la niña de los brazos de una estupefacta ama de cría y se dirigió a la entrada, arrastrando los pasos. Cuando se disponía a salir, Herennio, el atriense, le dio un morral que había preparado Harmonía, con la piel de cordero, dos paños de lino fino y el biberón con forma de delfín lleno de leche tibia de almendras y avena.
Elbón apretó a la niña contra su pecho y echó a andar con premura. No quería ser preguntado. Evitó las calles principales y recorrió un tramo del intervallum hasta la Puerta Romana. Lo que vio tras la muralla le revolvió el estómago. El vertedero, un enorme montón de desperdicios apilado en el foso, había rebasado el nivel del suelo. El cúmulo de verduras podridas, excrementos humanos y cadáveres de animales provocó la náusea del esclavo. Algunos decuriones habían expresado su malestar por esa situación en varias ocasiones, pues los caminantes llegados a la ciudad por la Vía Augusta se encontraban con aquel montículo de basura maloliente.
Se detuvo desesperado. Se quedó allí, sin saber qué hacer, mirando a todas partes. No había dónde cobijarse del sol de agosto y sudaba profusamente. Unos cerdos rebuscaban entre los despojos, otros se disputaban el cuerpo tieso de un gato. Después de unos instantes eternos, dio media vuelta y empezó a caminar a grandes zancadas, rodeando la muralla. Por Cástor y Pólux que no iba a dejar a la niña allí, antes dejaría que Gayo lo desollara a latigazos. Ya había recibido una vez un castigo monumental que casi le cuesta la vida, y había sido, albures del destino, por culpa de la abuela de aquella niña. Desde entonces, Gayo no había vuelto a ponerle la mano encima, pero lo podía volver a hacer. El bebé se había dormido en el vaivén del paseo. Elbón se detuvo a contemplar sus facciones delicadas, la piel sin mácula, la perfección recién nacida. Extrajo del morral uno de los paños de lino y se secó el sudor de la cara. Lo guardó e instintivamente acercó la cara al pelito anaranjado de la niña. La salvaría, por lo más sagrado.