50. NÉMESIS

Podium Aquilae

Sierra Oscura

Octubre

El sol del mediodía había secado por completo la humedad de la hierba. Torrentes y manantiales gorgoteaban por doquier, henchidos por el agua de las tormentas de otoño, y el Rubricatus volvía a enrojecer la desembocadura. En el pequeño prado detrás de la cabaña, Lucio y Garza dormitaban entre el zumbido de los abejorros.

Aulo descansaba dentro, casi recuperado de la enfermedad. Había sufrido una leve erupción y la fiebre había remitido enseguida. Durante el mes que llevaban en la montaña del Águila, la cumbre más alta de la Sierra Oscura, se habían refugiado en la antigua cabaña de caza que utilizaba la familia de Barkal desde tiempos inmemoriales. Lucio descendía con frecuencia a la ciudad y a las Espeluncas para ayudar a Druso a organizar la vendimia. En cuanto a Vibio, alguien lo había visto embarcar hacia Tarraco el día del ritual de Cernunnos. Lucio aguardaba ansioso el final de la epidemia para poder ocuparse de preparar y firmar los documentos oficiales del divorcio.

Afortunadamente, la viruela no fue de las peores. Las lluvias llegaron puntuales y contribuyeron a limpiar el ambiente. Tal y como había pronosticado Lucio, los que habían sido rociados con el polvo pasaron la enfermedad de forma leve, aunque algunos bebés murieron, a pesar del remedio. Y Elbón. Desde los primeros síntomas, Harmonía y él se habían encerrado en la antigua casa de Gayo. Solo Lucio y Luna, que prefirió quedarse a ayudar en el manantial, los visitaban cada pocos días. El azar quiso que Elbón muriera en los brazos de aquella a quien había salvado siendo bebé. Sus cenizas fueron enterradas cerca de las de Barkal y Gayo.

Desde su privilegiada situación, Garza, Aulo y Lucio habían podido contemplar, día tras día, los remolinos de humo causados por las múltiples piras funerarias en las necrópolis. Habían muerto también algunos de los veteranos más ancianos, que no pudieron superar la última batalla de sus vidas. Tras las jornadas más virulentas, la colonia empezó a recuperar el pulso. Los casos nuevos iban cada día más a la baja y, tímidamente, algunos decuriones se dejaron ver por la Curia, cada uno con su excusa.

En cuanto a Garza y a Lucio, la felicidad les llegó aquellos días inciertos como el fruto de un trabajoso alumbramiento. Durante las horas en que Aulo dormía, ella se sumergía en los ojos de él y él lo hacía entre las frondas de su cuerpo, viviendo en un hechizo como dos adolescentes, lejos de todo lo que habían conocido antes, como en otra existencia donde solo les alcanzaban los ecos de un pasado lejano. Vaciaron su alma el uno en el otro, e imaginaron que podían moldear el futuro entre sus manos como una pella de arcilla.

—No sabía que fueras tan dormilona —susurró Lucio. Garza se desperezó sobre la hierba y sonrió, sin abrir los ojos. Él admiraba su piel dorada mientras le deslizaba el pulgar por el labio inferior. Ella abrió la boca y se lo atrapó, para hacerle cosquillas en la yema con su lengua. Se lo soltó de pronto y dijo:

—Qué rápido han pasado las semanas desde el encuentro con Cernunnos. —Él la besó con ternura, acariciándole la mejilla con la barba, como a ella le gustaba, y Garza lo miró con los ojos brillantes antes de susurrarle—. No sé por qué razón los embarazos me dan siempre tanto sueño.

Lucio se incorporó y su cara pasó de la sorpresa a la alegría, para sumirse enseguida en la aprensión. Le puso una mano en el vientre y le susurró:

—¿Estás segura? Pero… No digas nada. Tengo miedo de que el aire, los árboles o el cielo sientan envidia de nosotros y quieran arrebatárnoslo.

—¿Es que no te alegras? —dijo ella, hundiendo los dedos en sus rizos.

Lucio la abrazó, aspirando la fragancia de su cuerpo.

—¡Por supuesto, cielo! Pero me he convertido en un hombre receloso. Todas las alegrías de mi vida han llegado acompañadas de duras pruebas, como si tuviera que ganármelas a pulso, una a una.

Apareció Aulo, pertrechado con el carcaj y el arco que Seihar le había regalado en su última visita. Había pasado la mañana practicando puntería contra un tronco seco.

—Estoy aburrido. Voy a salir un rato a ver si cazo algo.

Lucio y Garza se miraron y rieron al unísono.

—¿Qué? ¿No me creéis capaz?

—Hacer puntería es una cosa, Aulo, cazar con arco es diferente. Y nada fácil —le advirtió Lucio—. Sin embargo, eres fuerte y tengo la sensación de que vas a ser un buen cazador.

—Prefiero que salgas más tarde con tío Lug, hijo —dijo Garza.

—Está bien. Entonces iré a ver si ha caído algo en las trampas.

El chico dejó el arco y las flechas apoyados contra un montón de leña y desapareció entre los árboles. Lucio y Garza volvieron a mirarse. Él desplazó su mano desde la cintura de ella hasta uno de sus pechos, notando cómo el pezón se encabritaba a través del tejido. Habían perdido muchos años, el deseo contenido les quemaba como cuando eran jóvenes, y por eso ambos apreciaban tanto aquellos pocos momentos de soledad. Garza volvió a adormecerse con una expresión de placidez en su rostro. Lucio bajó su mano al vientre de ella. Un hijo. La alegría lo invadió. Pero la paternidad era una moneda de dos caras, pues se mezclaba a partes iguales con el desasosiego.

Tras el ritual, una extraña intuición se había despertado en su interior. Algo le decía que no debía desdeñar la inquietud que lo había embargado al conocer el estado de Garza. Ansió el momento de que fuera libre para poder alzarla en sus brazos y cruzar juntos el umbral de la casa. Con el embarazo en marcha, habría que acelerar los pasos: iría a Tarraco al día siguiente en una de las embarcaciones de cabotaje que aún se atrevían a salir, buscaría a Vibio y lo traería a rastras ante Terencio Mus. Estaba dispuesto a darle mucho dinero para que se fuera lejos y los dejase en paz. Y si no aceptaba, encontraría algún método más expeditivo. Defendería a los suyos con uñas y dientes, y solo los dioses sabían a lo que estaba dispuesto.

Se oyó un berrido cercano. Los ciervos continuaban en celo. Ya había advertido a Aulo que se alejara de ellos si los veía, pues se convertían en animales violentos durante la berrea. Una nube tapó el sol y el ambiente refrescó de pronto. Lucio se entretuvo en quitarle a Garza las briznas de hierba que se habían quedado prendidas en su cabellera. Ella abrió los ojos.

—Vamos dentro, no quiero que te enfríes —dijo Lucio.

—Mi amor —susurró Garza, pasando el dorso de sus dedos por la incipiente barba—. Olvidaba que es tu primer embarazo. Te lo advierto: no me gusta que me traten como a una enferma.

—No es la primera vez que vivo de cerca un embarazo, Garza.

La tristeza turbó su semblante al recordar a Dohae y a su hijo, y a todas las mujeres que vivieron la preñez en las terribles condiciones de Berenice. Había visto dar a luz en la misma cantera y cómo algunas mujeres perdían a sus bebés y eran obligadas a seguir trabajando mientras se desangraban.

Garza, intuyendo la tormenta que los recuerdos amenazaban con desencadenar dentro de él, se incorporó y lo besó.

—Ya pasó, amor. Cuando estés preparado me podrás hablar del infierno que viviste. Solo cuando tú quieras.

Se levantaron y pasearon abrazados hasta el borde del prado, asomándose al despeñadero que había a sus pies. De repente, los pájaros interrumpieron su canto y el bosque se tornó extrañamente silencioso. Ambos se pusieron en alerta.

—Debe de haber ciervos cerca. Voy a buscar a Aulo. Entra en la cabaña.

Lucio se puso las sandalias y se adentró en la espesura, buscando huellas. Algo serpenteó a su paso. Aguzó el oído mientras avanzaba. Tras tanta lluvia, los níscalos habían empezaban a aparecer al pie de los árboles, inundando el bosque con su aroma. Continuó un poco más y llegó hasta un claro. El asno con el que Lucio subía y bajaba del monte ramoneaba entre los arbustos. Eso era todo. Aspiró el olor a humedad y pensó que aquella era una buena tarde para recoger setas. Se había sobresaltado sin razón.

Fue en busca de Aulo por un sendero que llevaba hasta un soto en el que abundaban las conejeras. Se abandonó a sus pensamientos. En realidad, no le había sorprendido la noticia del embarazo. La noche del ritual había tenido la certeza de que estaba engendrando un hijo. Desde entonces, el temor refrenaba su júbilo, porque la misma fuerza que lo envolvió entonces le transmitía que el peligro aún acechaba.

Al lado de la senda divisó marcas de cuernas de ciervo sobre la corteza de un árbol joven. Se acercó para tocarlas. La savia del tronco aún estaba fresca, las marcas eran recientes. Un chasquido de ramas le hizo atisbar un movimiento entre el follaje y entonces lo vio: un majestuoso venado lo contemplaba. Alzó la testa y berreó con fuerza. Lucio recibió el mensaje directo en el corazón, como el silbido que precede a la flecha. Echó a correr con todas sus energías hacia la cabaña, rasgándose la túnica y la piel entre las ramas, imprimiendo a sus piernas toda la potencia de que fue capaz. Entró en la cabaña y la encontró desierta. Se quedó escuchando, pero solo oyó el tumulto de su cuerpo dominado por el pánico. Abrió un arcón y cogió su espada.

—¡Lug!

Era la voz de Garza desde el prado. Rodeó la casa lo más deprisa que pudo y, cuando vio la escena, la sangre se le heló en las venas. Garza estaba atada al tronco de un árbol y Vibio retenía a Aulo por detrás, apoyando el filo de un cuchillo contra su garganta. Frente a ellos estaba Untiken, reclamándole a Vibio que lo liberara.

—¡Suéltalo, Vibio! ¡Me aseguraste que no les harías nada!

—¡Maldito gusano! ¡Déjalo ir! —le gritó Lucio a Vibio—. ¿Y tú? ¿Tú qué haces aquí? —Reparó en que Untiken también iba armado con una espada.

—¡Untiken es ahora mi esclavo! —exclamó Vibio—. Se lo he comprado al lanista de Tarraco. Él me ayudará a poner las cosas en su sitio de una vez por todas.

—Me creías ya muerto, ¿verdad, romano? —Untiken emitió una carcajada feroz—. Pues nada de eso. Las puertas del infierno no quieren abrirse para mí.

Lucio se acercó a él con cautela mientras le decía:

—No te engañes, Untiken. Nuestro enemigo común es Vibio. No dejes que te enrede en su juego.

—No, Lucio, ¡eres tú quien me enredaste! —gritó Untiken, señalándolo con el dedo—. Yo esperaba una muerte digna, luchando contra fieras y gladiadores, pero solo me enfrenté a bufones, a los que ensartaba en mi espada para el regocijo de las putas y los ociosos que acuden a la arena.

—Te salvé de la cruz. ¡Untiken, escucha! —Lucio se contenía, pero el corazón se le salía del pecho—. No caigas en su trampa, ayúdame a liberar a Garza y a Aulo… Después podrás escapar, te daré caballos y dinero, podrás establecerte lejos.

—¡Silencio! ¡Basta de charla, ahora soy yo quien pone las reglas! —gritó Vibio—. Querido primo Lucio, te diré lo que va a suceder: Untiken te va a matar, él se quedará con tu tortolita y con su hijo y yo con toda la herencia, la de los Domicios y la de los Celios. ¿Qué te parece? ¿Quién es ahora el gusano inútil?

El íbero se abalanzó hacia Lucio con un mandoble en vertical, con tal fuerza que la espada se clavó en la tierra.

—¡Untiken! —gritó Garza—, ¡te lo pido por tu hijo! ¡Baja la espada! Podemos arreglarlo.

—El único arreglo aquí es que Untiken mate a Lucio —dijo Vibio, con sus ojos acuosos más saltones que nunca—. Os llevará lejos, a las tierras de los vascones si es necesario. Las autoridades romanas os darán por muertos, yo mismo testificaré que os vi caer por un barranco si es preciso.

La lucha se reanudó. Lucio pudo esquivar los potentes envites del layetano hasta que se vio acorralado contra la pared de la cabaña. Se escabulló con un ágil movimiento y en su huida propinó una patada hacia el brazo de Untiken, haciendo volar su espada por los aires.

—¡Untiken! —gritó Vibio, forcejeando con un Aulo blanco como la leche—, ¡o matas a Lucio o mato a tu hijo! Te recompensaré, recuérdalo.

—¡No! —gritó Garza—. ¿Cómo has podido aliarte con Vibio? ¡No puedes hacernos esto! ¡Lucio y yo nos arriesgamos por ti!

El íbero se volvió hacia Garza antes de recoger de nuevo la espada:

—No me conoces si creías que me iba a dejar morir para divertir a los romanos. —La voz del guerrero sonaba quebrada—. Voy a luchar por ti y por Aulo. ¿No lo ves? Ya no me queda nada más. —Untiken, con el pecho hundido y los brazos caídos a ambos lados del cuerpo, cubiertos de laceraciones mal curadas, era una sombra de lo que había sido—. Solo me quedáis tú y Aulo. Lucio te abandonó, ¿no lo recuerdas?

Sus ojos eran dos finas líneas en cuyo interior espejeaba aún alguna esperanza, pero su voz sonaba lastimosa, implorante. Garza rompió a llorar. Untiken recuperó la apostura, recogió la espada y gritó:

—¡Te estoy retando, Lucio Celio, hijo de Gayo! —Caminó hacia él haciéndole señas con la mano de que se acercara—. Una vez te dije que teníamos una pelea pendiente. Pues bien, el momento ha llegado. ¡Demuestra cómo lucha un romano!

—¡Oh! ¡Mira, querida, con qué gozosas escenas nos están deleitando! —dijo Vibio burlón—. Yo os voy a decir cómo se va a resolver esto. ¡Le rebanaré el cuello al niño si no empieza el baile!

El íbero volvió a lanzarse contra Lucio, espada en mano. Este luchaba con desgana, a la defensiva, hasta que recibió un pequeño desgarro en un brazo.

—Somos hermanos de sangre. No voy a luchar contigo, y aún menos delante de tu hijo. —Lucio tiró la espada al suelo y clavó sus ojos en Aulo, tomando conciencia de que el muchacho acababa de enterarse de quién era su verdadero progenitor.

—¡No te creía tan cobarde! Te entregas mansamente a la muerte. Soy mucho más fuerte que tú y desarmado caerás pronto bajo mi espada.

—Podemos llegar a un acuerdo en el que los dos salgamos beneficiados —dijo Lucio con las manos en alto, mientras un hilo de sangre le resbalaba por el antebrazo y caía en la hierba.

Se aproximó a Untiken. Ambos empezaron a dar vueltas, uno frente a otro, acercándose cada vez más. Lucio se arriesgaba a que el íbero lo matara de una estocada, de tan próximos que estaban.

—El único acuerdo —dijo Untiken en voz baja— es que me dejes huir con Garza y con mi hijo. Tú conservas la vida, juntos nos ocupamos de Vibio y yo recupero lo que es mío. ¿Estás dispuesto?

El rostro de Lucio se ensombreció. Estaba claro que no tenía ninguna otra salida excepto luchar con Untiken.

—Garza lleva en su vientre un hijo mío.

—¿Qué estáis cuchicheando? —gritó Vibio.

El íbero sonrió con amargura. Sus ojos centelleaban. Agarraba tan fuerte la empuñadura de la espada que sobre los músculos de sus brazos asomaron unas palpitantes venas azuladas.

—Ya ves, no hay alternativa. O me matas o te mato. —Su voz sonaba extrañamente serena—. Este cabrón lo ha urdido muy bien.

—¡Basta de charla, Untiken! —gritó Vibio—. ¡Haz lo que has venido a hacer y acabemos con esto!

—¡Que los dioses sepan que estoy dispuesto a morir! —gritó Untiken alzando al cielo la espada.

Lucio respiró hondo. Había que ir a por todas y participar en aquella inesperada pero inevitable última escena. Tensó los músculos y gritó:

—¡En la manada solo puede haber un rey lobo!

El mismo Untiken recogió su espada de la hierba y se la lanzó.

Intercambiaron varios mandobles. Lucio seguía sin atacar a fondo, esquivando al contrincante, lo cual le causó algunos rasguños más. Untiken manejaba bien la espada, pero carecía de la práctica necesaria para vencerle. Un bárbaro más, todo fuerza y coraje, pero falto de técnica. Decidió que lo cansaría mientras pensaba qué hacer con Vibio. Miró a Garza y, en ese descuido, el íbero le rasgó la túnica a la altura de las costillas. Lucio sintió la calidez de su propia sangre empapándole la piel.

Aulo empezó a patalear, hundiendo los talones en la tierra y haciendo que Vibio retrocediera hacia el risco. Arriesgándose a que lo degollara, asió con las dos manos el brazo que lo retenía intentando alejarlo de su cuello mientras profería frases en cántabro que solo Garza comprendió. Siguió empujando con los pies hasta que estuvieron al borde del despeñadero.

—¡Estate quieto, estúpido! No me costaría nada lanzarte al vacío —lo amenazó Vibio.

Lucio estaba herido. No podía bajar la guardia ni una vez más. Si alguien tenía que morir allí no iba a ser él. Emitió un gruñido y se abalanzó sobre el íbero, que eludía como podía los certeros estoques del romano. Era demasiado pesado para moverse con ligereza, por eso a Lucio no le costó acorralarlo contra la pared de la cabaña, de espaldas al prado. Esperó a que se cansara, buscando un hueco por donde clavarle la espada.

Entonces se oyó un grito desgarrado de Garza:

—¡Aulo, no!

Untiken desvió la mirada más allá de su contrincante y se quedó rígido. Lucio aprovechó la ocasión para pincharle con su espada el abdomen, sin atreverse a clavarla. Tras un instante, Untiken volvió en sí y dedicó a Lucio una mirada helada. Después sonrió: se estaba despidiendo. De un empellón, se arrojó sobre la espada romana, de forma que esta se clavó profundamente en su vientre. Sus miradas no se despegaron ni aun cuando Lucio soltó la empuñadura como si le quemara. Cayeron de rodillas.

Lucio extrajo la hoja y su nariz se inundó con el hedor acre de la sangre. Hasta ese momento no fue consciente de los gritos de Garza. Se volvió entonces hacia el despeñadero y no vio a nadie. Vibio y Aulo habían caído al vacío.

—¡Desátame, Lucio! ¡He de ir a buscar a Aulo! ¡Rápido!

Lucio se asomó al barranco horrorizado. Más abajo, sobre un saliente, divisó la túnica brillante de Vibio, pero no había ni rastro de Aulo. Garza gritaba y él no reaccionaba. La miró y caminó hacia ella, sacó la daga de su sandalia y cortó las cuerdas. Ella corrió hacia un extremo del risco y desapareció.

—¡No! ¿Qué haces? ¡Garza! —El bramido de Lucio sonó desgarrador. ¿Acaso deseaba arrastrarse ella también hacia la muerte, llevándose a su hijo no nacido al más allá? ¿Habría perdido el juicio? El mundo entero dejó de tener sentido. Se agarró la cabeza entre las manos, pensando que las sienes le iban a explotar. Sintió la sangre manando de la herida de su costado mientras empezaba a sentir un cansancio extremo. Debía aceptarlo: la felicidad le estaba vedada, quizá no la merecía.

—No te apures por ellos, romano —oyó decir a Untiken, que seguía con vida—; ese extremo del despeñadero está lleno de cavidades y salientes donde anidan las águilas. Son íberos, trepan como linces. ¿O es que ya no te acuerdas?

—¡Maldita sea, Untiken!

Lucio corrió hacia la cabaña y volvió con una soga enrollada. La ató al árbol en el que había estado Garza y el otro extremo se lo ató a la cintura, empapada de sangre. Se asomó al risco, dispuesto a bajar, cuando oyó la voz de ella.

—¡Lug! ¡Ayúdame!

Miró por donde sonaba la voz y vio un pequeño saliente donde Garza y Aulo se hallaban agarrados. La sangre le bombeaba en las sienes y, mientras les lanzaba las cuerdas, le dio las gracias a Cernunnos por haber conservado aquellas vidas que tanto significaban para él. Tensó la soga con todas sus fuerzas, rodeando el árbol y clavando los talones en la hierba. Los dos pudieron subir ágilmente. Estaban cubiertos de rasguños y Aulo se había dado un fuerte golpe en la frente, pero estaban bien.

Aulo miró a Untiken con los ojos exageradamente abiertos, como si estuviera viendo a un fantasma. El íbero intentaba tapar con una mano la herida, por la que sobresalía parte del intestino. Lucio se quitó la túnica y lo tapó. Después abrazó a Garza, mientras Aulo corría hacia su padre. Ella profirió un quejido:

—El tobillo izquierdo, creo que me lo he torcido.

Lucio posó una mano en el vientre de ella, mirándola con ansiedad.

—No te preocupes, aún es muy pequeño. Estará bien, es fuerte, como nosotros. —Lucio le acarició la mejilla. Garza miró hacia donde estaba Untiken. Aulo lloraba abrazado a él. Lucio y ella se acercaron.

—¿Por qué has permitido que sucediera, Untiken? —Garza se arrodilló a su lado. Su voz sonaba dura, aunque sus caricias eran dulces. Le retiró con delicadeza el pelo de la cara y juntó su frente con la de él.

—Me aseguró que no os tocaría y yo… ¡necesitaba creerle para poder salir de aquel lugar! —dijo un Untiken con el rostro contraído por el dolor. Aulo le sostenía una mano y se mecía mientras emitía sollozos ahogados—. ¡No quiero lágrimas! Lucio ha sido un buen contrincante. Los dioses me lo tendrán en cuenta cuando, dentro de poco, me siente a su mesa para compartir su cerveza.

Garza le golpeó el brazo con un puño diciendo:

—¿Por qué has sido siempre tan terco? ¡Nos has puesto a todos en peligro y has encontrado la muerte! Debías haberte ido a las montañas…

—¿Y huir como un cobarde, como tantos otros? ¡Mi hijo se sentirá orgulloso de mí! —dijo agarrando a Aulo por la nuca. De súbito, le sobrevino un vómito de sangre. Lucio lo ayudó a incorporarse para que no se ahogara.

Aulo explotó, gritándole a su madre:

—¿Por qué no me lo dijiste? ¿Por qué preferiste que creyera que esa rata era mi padre?

—Hijo, respeta a tu madre y cuídala. Ha demostrado ser la más inteligente de todos nosotros. Mi mundo está muerto, como yo. —Casi no le quedaban fuerzas. Su potente voz se había convertido en un lastimoso jadeo—. Y no le guardes rencor a Lucio. Respétalo como a un padre. —Aulo sollozaba sin control. El íbero posó su mano ensangrentada sobre la de Lucio—: Y tú, romano, enséñale a mi hijo a ser digno de sus antepasados. Haz de él un hombre.

Sobre la hierba se había ido formando un gran charco rojo. Untiken murió tras varios espasmos. Aulo se abrazó a Garza y ambos sollozaron sobre el cuerpo inerte. El silencio del bosque era rasgado de vez en cuando por los berridos, cada vez más lejanos, de los venados.

Súbitamente, se oyó un ligero sonido de piedras desprendidas. El llanto de Aulo cesó de pronto. Se pasó las manos por la cara para secarse las lágrimas y solo consiguió embadurnarse con la sangre de Untiken, como si se adornara con una macabra pintura de guerra. ¿O quizá lo había hecho a propósito? Se incorporó y miró a Garza. De una zancada, alcanzó el montón de leña donde había dejado su carcaj. Cogió una flecha y la colocó en el arco. Su rostro se había transformado, había perdido la última brizna de niñez. Con la mandíbula apretada y los ojos clavados en el risco, tensó el arco.

—¡No, zagal! ¡Deja que lo haga yo! —gritó Lucio yendo tras él.

—Déjalo —dijo Garza con voz serena.

El iris de sus ojos había adquirido la tonalidad amarilla de un lobo dispuesto para el ataque. Lucio le dejó hacer, pues vio a Untiken asomado a los ojos achinados de su hijo. Una figura encorvada y oscura apareció por entre las rocas. Aulo apuntó.

La flecha pasó rozando el costado de Vibio, que, malherido y con media cara ensangrentada, estalló en una carcajada.

—¡Maldito bastardo, cómo osas…! —exclamó Vibio—. ¡Mira a esa zorra! ¡Ninguno de los hijos que ha tenido son de su marido! ¡Yo soy la verdadera víctima!

Lucio arrancó el arco de las manos a Aulo, que extrajo otra flecha del carcaj y se la tendió.

—¡Lucio! ¿Qué vas a hacer? ¡Soy tu primo, sangre de tu sangre! Espera, podemos llegar a un acuerdo; me iré lejos, no os molestaré. —La voz de Vibio había perdido el tono desafiante y sonaba falsamente desgarradora. Cayó de rodillas.

Lucio tensó el arco con determinación. De la herida de su abdomen, la sangre manó con más fuerza.

—¡Por la memoria de tu padre, no lo hagas! Haré lo que tú quieras.

—Untiken habría debido matarte hace años. Me habría ahorrado la molestia —rugió Lucio.

Soltó la flecha al tiempo que cerraba los ojos y sentía el escalofrío provocado por el silbido. Oyó cómo el cuerpo de Vibio se desplomaba hacia atrás, sobre la roca, y el sonido sordo de su cabeza golpeándola. Se acercó y se topó con aquellos ojos de batracio muy abiertos, mirando hacia ninguna parte.

Garza se abandonó al llanto, arrodillada junto a Untiken. Aulo se quitó la túnica y la rasgó para vendar las heridas de Lucio. Después fue a abrazar a su madre, quien, ya más calmada, les dijo:

—Nadie debe saber lo que ha pasado aquí hoy. Ni siquiera Luna. Quedará entre nosotros tres.

Lucio, presionándose la herida con la palma de la mano, se echó en la hierba. Las nubes corrían muy arriba en el cielo, en forma de cabritillas.

—Aulo, te has arriesgado demasiado. Vibio te podía haber degollado o podíais haber caído al vacío —dijo Garza.

—Conozco bien el risco. Hay muchos salientes y a veces me descuelgo para llegar al nido de las rapaces. Ha sido una suerte que me enseñaras a hablar en cántabro. Vibio era un cobarde, no se habría atrevido nunca a matarme. Sabía que, si lo hacía, cualquiera de vosotros tres lo despedazaría tarde o temprano. Por eso me arriesgué.

—Mañana lloverá —dijo Lucio, incorporándose con esfuerzo. Se fue hasta la pila de leña y cogió el hacha—. Hay que cortar más leña para incinerar los cuerpos.

—Lo haré yo —repuso Aulo—. Tú debes descansar…, padre.

Lucio lo miró extrañado. ¿Qué estaba diciendo? Había perdido sangre y a su cabeza le costaba pensar con claridad. ¿Padre? Solo podía referirse a él. Renqueando, pero con el pecho henchido de orgullo, se fue hacia Aulo y lo tomó por los antebrazos, saludándolo como hacían los soldados. Y oyó a Garza decir:

—¿Entiendes ahora por qué los dioses te dejaron con vida?


El crepúsculo empezó a envolver la llanura con sus sombras. Mientras Aulo apilaba otro montón de leña, Garza había lavado las heridas de Lucio, les había aplicado ungüentos y las había vendado. Asomados al saliente, contemplaron cómo una sábana violácea iba cubriendo el mar y la colonia. De pronto, el último rayo de sol derramó su arrebol sobre el mar y encendió los muros de Barcino.

Los gañidos de un halcón rompieron el silencio. Lucio siguió al majestuoso animal con la vista, sintiendo en el corazón la ligereza de su vuelo.