23. LA CIUDAD SURGIDA DEL MAR
Berenice troglodítica
Costa del mar Rojo
5 d. C.
El númida se había quitado la túnica y luchaba desnudo contra un legionario que lo doblaba en estatura. Con las únicas armas de sus puños, se enfrentaban en combate desigual un gigante romano de cráneo cuadrado y sobrecejo prominente, y un muchacho con tez de bronce y cabellos negros recogidos en trenzas cuya agilidad era sorprendente. Entre el griterío de las decenas de soldados que se agolpaban para ver el combate en la explanada, Djedi se movía como una comadreja, recogiendo las apuestas, claramente inclinadas a favor del descendiente de Rómulo.
—Vámonos a la taberna, Lucio, prefiero ir a empinar el gaznate antes que ver cómo esa bestia le rompe el pescuezo al chico —dijo Néstor, que se había acicalado para ir a la ciudad. El cabello, negro como el carbón, y la piel del neapolitano relucían por obra del aceite perfumado.
—No esté tan seguro, señor —respondió Lucio, sin poder apartar la mirada del númida, que saltaba alrededor del romano como una liebre—. Esquiva los puñetazos de Libanio sin esfuerzo. Parece una gacela.
—¡Mira quién fue a hablar! Lo extraño es que Djedi aún no te haya propuesto una pelea. Todos hemos aprendido en la calle a dar mamporros, y tú seguramente también; sin embargo, posees algo que le falta a muchos: técnica. Todavía me acuerdo de la cara que puso al centurión Calidio cuando lo agarraste por la pierna y por poco se la arrancas. —Néstor rio, mostrando su blanca dentadura.
—Y yo me acuerdo de los tres días que pasé en el calabozo por ello —replicó el otro entre carcajadas.
Lucio agradecía poder contar con la amistad de Néstor, un veterano recién ascendido a centurión. Gracias a él había soportado con más entereza la fatiga y el rigor de sus dos primeros años como legionario. Djedi, por su parte, lo había ayudado a entender mejor el carácter de los egipcios y a interpretar sus costumbres.
Los legionarios jaleaban al bruto, mientras los auxiliares númidas, silenciosos, observaban a su compañero con ansia contenida. Una voz de trueno resonó de repente por encima de las demás. Era Mamerco Pompilio, el tribuno.
—¿Qué significa esto?
Se impuso el silencio. Los contendientes dejaron de luchar, sin desviar la mirada el uno del otro, midiendo cualquier movimiento. Lucio clavó sus ojos en Néstor, arrepentido de no haber salido de allí cuando se lo había propuesto. Quería evitarse problemas, y hasta entonces lo había conseguido. Las peleas estaban prohibidas en el campamento y fuera de él, y no deseaba que el tribuno lo relacionara con aquel grupo de energúmenos. Pompilio, un tipo de poca estatura y cabello hirsuto, lucía una sonrisa desconcertante. Nunca se sabía a ciencia cierta en qué estaba pensando, y era difícil saber si las cosas le parecían bien o mal, pues nada se podía leer en sus turbios ojos.
—¡Qué significa esto, he dicho! —repitió Pompilio—. Una pelea y nadie me ha avisado, ¿eh? —Echó un vistazo a los contrincantes, alzó la mano y señaló al númida diciendo—: ¡Diez a uno a que gana el morenito!
Se llevó la mano al cinturón y extrajo unas monedas. Antes de que se diera cuenta, Djedi estaba frente a él con su sonrisa mellada. El griterío se reanudó, ante la mirada cómplice del tribuno. Libanio, pesado como un elefante, empezó a recibir los golpes del númida, que se atrevió incluso a propinar a su adversario un cabezazo en el vientre, derribándolo como una torre de asalto. Antes de que pudiera levantarse, se sentó a horcajadas sobre su cuello. Libanio se puso en pie, pero las piernas del chico le apretaban el pescuezo como una tenaza.
—Eres Lucio Celio, el hispano, ¿verdad?
Se sobresaltó al oír su nombre en boca del tribuno, que se había desplazado sigiloso hasta colocarse a su espalda.
—Sí, señor —respondió, en voz alta por el griterío. Libanio había conseguido atrapar al númida y lo estrujaba en un abrazo que poco tenía de amistoso.
—Tengo órdenes para Néstor y para ti. Vamos a la taberna de La Cornuda, os las explicaré mientras bebemos.
Lucio miró a Néstor sorprendido. ¿Recibir órdenes en una taberna? Pompilio captó la reacción.
—Legionario, si llevaras diez años en el culo del mundo, como este centurión y yo, te pasarías el reglamento por la entrepierna. —Pompilio dio unas palmaditas en la espalda a Lucio mientras soltaba una carcajada.
La lucha continuaba. Libanio, mareado por el frenético vuelo del gorrión númida, había redoblado la intensidad de sus puñetazos. El chico los esquivaba todos y aún le sobraba tiempo para darle algún que otro tortazo. Cuando ya lo tuvo bien cansado, se elevó en el aire con un salto prodigioso y descargó una patada con los dos pies en el pecho de Libanio, que cayó hacia atrás y se desplomó, boqueando como un pez fuera del agua.
Con la bolsa repleta de dinero, Pompilio y los dos soldados se dirigieron a la taberna. El campamento estaba situado a pocos metros de la zona portuaria de Berenice. Era una noche clara, la luna llena se reflejaba en la superficie del agua e iluminaba los cargueros que se mecían fondeados en la bahía. Los bloques rojizos de madrépora y coral muerto con los que estaban construidas las casuchas de la ciudad resplandecían con una luz rosada, casi fantasmagórica.
Los marineros contaban que Berenice había surgido del mar una lejana y terrible noche de galerna; los más ancianos juraban haberla visto alzarse sobre las aguas chorreando sal y algas, y el paso del tiempo la había petrificado como las rocas del desierto. Pocos sabían que la ciudad había sido construida dos siglos antes por el rey Ptolomeo Filadelfo para impulsar el comercio con Oriente. De su pasado esplendoroso nada quedaba en pie, excepto el templo de la diosa cornuda. Ahora solo había chozas de madrépora en las que vivían los escasos habitantes que, por las noches, como escurridizas criaturas escamosas, se refugiaban en sus oquedades abisales.
Existía otra ciudad del mismo nombre, situada más al sur, en el corazón del desierto. Los Ptolomeos la llamaron Berenice Pancrisia, la ciudad de oro, pues de sus minas llegaron a extraerse toneladas de metal amarillo, del cual estaban formados los dioses.
Antes de llegar a la taberna, pasaron por delante de la única casa que podía denominarse así. Pompilio les contó que era la casa del poderoso mercader Harith el Hadramí. Llegaron al cuchitril, un cobertizo de cañas sostenidas sobre los consabidos bloques de madrépora. Una enseña de madera coronaba el chamizo y Lucio entendió enseguida el nombre del establecimiento. La Cornuda era Hathor, la diosa con cuernos de vaca que reinaba en el desierto junto a Gebtiu, el señor de los beduinos. Pompilio pidió vino para todos.
—He estado leyendo tu expediente, Lucio Celio. Es muy inusual —dijo Pompilio mientras se limpiaba los dientes con la uña del dedo meñique, exageradamente larga. Ante el silencio de su interlocutor continuó—: ¿No serás uno de esos espías del emperador?
—¿Un espía? —exclamó Lucio con extrañeza—. ¡No, señor! Me alisté como soldado raso para aprender el oficio de ingeniero.
Pompilio sonrió. Dio un trago y profirió un eructo. En su rostro se dibujó una sonrisa forzada y sus ojos brillaron como los de un sapo. Observó a Lucio. Su aspecto bien cuidado, su mirada franca, la tez bronceada por el sol, la piel todavía sin una sola arruga.
—Así que rechazaste a la gran puta de Alejandría para venir al desierto a dormir entre boñigas de camello. Interesante. ¿De qué huyes?
Lucio miró a Néstor, desconcertado.
—No huyo, señor. Solo sirvo a Roma —contestó sin disimular la irritación.
—Pudiste haberla servido de otra forma más adecuada para alguien de tus posibilidades. Estoy seguro de que algo escondes. O eres un espía o un memo —dijo Pompilio—. Y me inclino más por lo segundo. ¿Tú qué opinas, centurión?
Ante la provocación, Néstor decidió terciar:
—Señor, estamos impacientes por saber qué órdenes debemos cumplir. Nuestro mayor deseo es servir al Augusto. Y, si los dioses lo permiten, demostrar nuestra valía.
Pompilio continuaba mirando a Lucio como quien observa un animal desconocido. Él le mantenía la mirada, mientras respiraba hondo para no saltarle encima.
—Como habréis podido observar, en este destacamento solo cuento con una caterva de palurdos, la mitad egipcios, y un puñado de morenitos. Necesito alguien como vosotros, gente civilizada. Mañana en la caravana acompañaréis a Harith el Hadramí y a su hija. Ambos habláis griego, ¿me equivoco?
Néstor abrió los ojos como platos. Miró a Lucio, después a Pompilio y exclamó:
—Puede estar seguro, tribuno, de que cumpliremos nuestro deber con diligencia. Yo me crie en la Magna Grecia y hablo griego perfectamente. Seremos la sombra del mercader.
—Eso espero. Lo que os ordeno no es baladí. ¿Tienes idea de quién es Harith el Hadramí? —preguntó mirando a Néstor, mientras seguía escarbándose entre dos muelas. Ante el silencio de su compañero, habló Lucio.
—Según me han contado, es el principal proveedor de productos de lujo de Roma. Varios de esos barcos que cubren el trayecto a la India son suyos —dijo señalando con la cabeza hacia la bahía—. Debe de ser un hombre muy rico.
—Estás bien informado. —Pompilio seguía examinándolo. Su húmeda mirada resbalaba por cada uno de los rasgos del muchacho—. Sin embargo, la próxima vez que hables sin permiso me aseguraré de que el centurión te ponga una falta, pedazo de estúpido. ¿Me has oído?
—Sí, señor —respondió Lucio, manteniéndole la mirada.
—La misión de nuestro destacamento es defender la caravana que atravesará el desierto hasta el valle, hasta Coptos. La vanguardia de la cohorte irá al frente, en el centro colocaré las carretas con los productos más valiosos. Esta vez llevaremos bastantes, pues la mercancía es pesada y hay que repartirla, de lo contrario las ruedas se hundirían en los trayectos arenosos. En los flancos irá la caballería númida y el resto detrás, custodiando la retaguardia, con los suministros.
Un vendedor de tortas y buñuelos se les acercó con una cesta. Pompilio lo echó con un gesto.
—¿Dónde viajará Harith? —preguntó Néstor mientras observaba con disimulado disgusto cómo Pompilio, tras haber finalizado su aseo dental, se metía con fruición el meñique en el oído izquierdo.
—Con las carretas. Harith siempre viaja en camello, no se separa de esas horribles bestias ni para dormir. Es inmensamente rico, pero no deja de ser un árabe con aros en las orejas. En cuanto a la hija, debe de ser más fea que Libanio; nunca le he visto la cara y esta es ya la tercera vez que mi destacamento los escolta. El turbante solo le deja al descubierto los ojos y viste y se comporta como un hombre. —Pompilio se sacó el dedo del oído y lo examinó mientras seguía hablando—: La cuestión es que vosotros vais a hacer de enlace entre ese pajarraco y yo. Lo ayudaréis en todo lo que necesite y seréis amables con él y su hija. Dicen que Harith es amigo personal de Augusto, tened cuidado con lo que decís y lo que hacéis.
—Muy bien, señor.
—Otra cosa: me vais a tener bien vigilados a los númidas. No me fío nada de esos hombrecitos. Hace pocos meses hubo una insurrección entre algunas tribus mauritanas y debemos tener los ojos bien abiertos.
Pompilio hizo dos chasquidos con la lengua para indicarles que se retiraran. Ambos empezaron a caminar, guiñándose el ojo. Se sentían muy afortunados.
—Este hombre me pone enfermo —dijo Néstor—, pero debo decir que he estado a punto de besarle los pies. Iremos a caballo, amigo, y no nos separaremos de ese ricachón. Me han dicho que es muy generoso con aquellos que lo sirven bien.
Lucio estaba sumido en sus pensamientos. Si cumplía bien su cometido en estas primeras misiones y se ganaba la confianza de los tribunos podría optar rápido a quedar liberado de las rutinas de los demás soldados y acceder a la condición de aprendiz de ingeniero. Era lo que más deseaba, por encima de todo. En sus marchas por el país, durante la instrucción, había podido maravillarse con las tumbas y los templos de los antiguos faraones. Atesoraba en su cilindro de madera forrado con piel de cabra, del que nunca se separaba, todos los dibujos sobre papiro que había realizado desde Roma.
También guardaba allí la última carta recibida, por la cual había sabido del ataque de apoplejía de su padre. A Lucio le corría prisa demostrar a su familia que había elegido el camino correcto. La carta no decía nada de Garza. Seguía maldiciéndose por haber aceptado mansamente el matrimonio de Vibio con ella, como se acepta el pedrisco que se cierne sobre la cosecha, por inevitable.
Su padre había sido muy hábil sembrando en su ánimo la duda de la traición de Garza y él había decidido dejarla crecer. Pero qué importaba ya. El tiempo lo iba diluyendo todo, los sentimientos, los recuerdos, las esperanzas. Ella se esfumaría lentamente de su mente, como una vana ilusión. Su hija, lo único que podía seguir uniéndolos, se había esfumado también. Se llevó la mano al colgante que Garza le había regalado. Lo arrancó de un tirón y pensó en lanzarlo al mar, pero antes de hacerlo lo contempló. La luz de la luna impactó contra la piedra metálica y un extraño halo glauco la envolvió. Y, de repente, un destello prendió en su interior el afán de conservarlo. Lo colgó de nuevo en su cuello y allí se quedó, sobre su pecho, donde guardaba el amor que, como un cachorrillo que nadie desea, se había visto obligado a asfixiar.