17. UNA TABERNA EN SUBURA
Roma
Kalendas de septiembre
3 d. C.
El día había empezado bien: ejercicio desde el amanecer en el Campo de Marte, lucha, puntería y carrera, seguido todo ello de un baño en las termas. Después, una visita a la biblioteca del Pórtico de Octavia, donde Lucio descubrió un inesperado tesoro: diez volúmenes dedicados al oficio de ingeniero, planos, engranajes, máquinas de guerra. El autor era un tal Vitruvio Polión, experto constructor de balistas y escorpiones en las legiones de César. Tras informarse a través de Gayo Elio Meliso, el bibliotecario, del lugar donde podía conseguir una copia, Lucio y Quinto salieron de allí trotando como si les persiguieran los toros de Gerión. A la altura de los foros, Quinto se había quedado enredado en los brazos de las hermanas Calpurnias, tiempo que Lucio aprovechó para comprarle a un librero del Argiletum una copia del primer volumen de Vitruvio. El resto de volúmenes los tendría a su vuelta de Egipto.
El sol había superado su cenit y ambos estaban hambrientos y acalorados. Subieron hacia el Clivus Suburanus en busca de una taberna donde poder tomar un bocado.
—¡Por Júpiter, Juno y Minerva! ¿Aquí vivía Julio César? —exclamó Quinto.
El barrio de la Subura no era precisamente un lugar agradable. Altísimas insulae, como colmenas humanas, amenazaban ruina y mostraban su esqueleto de madera y ladrillo; los carniceros descuartizaban animales en tajos colocados en plena calle, reguerillos rojos corrían por entre las piedras del pavimento y formaban charcos de sangre coagulada; más allá, en grandes calderos, se hervían cartílagos, vísceras y otros despojos, que después eran embutidos en tripas por adolescentes semidesnudos y en algunos portales individuos de aspecto patibulario cantaban las virtudes de las chicas de los lupanares cercanos.
En un instante, un corrillo de niños zarrapastrosos los había rodeado.
—Vámonos de aquí. Mañana embarcamos y no deberíamos buscarnos problemas —sugirió Lucio. Su primo no estuvo de acuerdo.
—No seas pusilánime. En estos burdeles hay mujeres de la Galia Cabelluda que te montan al estilo de Hermes y te dejan la mentula seca como un salchichón, ¡ja, ja! —bromeó Quinto mientras le daba un suave puñetazo en sus partes—. Venga, Lucio, dejémonos asaltar por el lúbrico Cupido.
—Sí, es muy probable que nos asalten, aunque no exactamente con flechas de amor. —Lucio suspiró. Era excitante, por supuesto, pero no llevaban esclavos y los tirabuzones rubios de Quinto, además de su fina indumentaria, eran un reclamo demasiado vistoso.
Lucio preguntó a los mocosos que tendían la mano hacia ellos:
—¡Le doy un as a quien me diga dónde podemos encontrar buena comida! —Uno de los niños le tironeó de la túnica—. Domine, mi hermana trabaja en El sátiro feliz. Se llama Cleopatra y os atenderá bien. También podréis comer un buen plato de puls. Si me dais la moneda, os llevo.
Lucio miró a su primo, quien asintió con la cabeza, y ambos, después de espantar casi a golpes a los demás, se dejaron conducir por el golfillo. Se adentraron en el barrio. A sus oídos llegaban sonidos en lenguas ignotas, salpicados aquí y allá de palabras en latín. Cuando llegaron a la taberna, vieron en la entrada a un grupo de jóvenes patricios, entre los cuales reconocieron a un Cornelio con el cual habían cenado en casa de tía Domicia.
La taberna despedía un hedor rancio, una mezcla de comida grasienta, sudor y vino, pero estaban tan hambrientos que no les importó. El niño los acomodó en un rincón y cuando Quinto le dio su as se escabulló hacia la planta superior y no lo volvieron a ver. Los candiles que iluminaban las paredes del local eran claramente insuficientes, quizá para ahorrar sebo, lo cual no parecía un inconveniente para los clientes, una abigarrada mixtura de castas y orígenes. Sin mediar palabra, una chica escurrida de carnes y con los ojos mal pintados de negro les sirvió vino. Acto seguido, se sentó sobre las rodillas de Quinto. Les dijo que se llamaba Cleopatra y que era egipcia. Los dos primos se sonrieron: su acento era marcadamente bético.
—Dime, bella Cleopatra…, ¿qué nos vas a traer de comer? ¿Lechugas sagradas del dios Min para acrecentar nuestra virilidad?
Quinto era atrevido. Mientras hablaba le había bajado la túnica hasta la cintura y le acariciaba el pecho. Lucio reparó en que las manos de la fingida hija del Nilo mostraban manchas blanquecinas y estaban tan arrugadas como las de una anciana. Le preguntó por ellas y la chica respondió en voz baja:
—He trabajado mucho tiempo en la lavandería de Glauco. Los pies y las manos te arden con los orines y el agua de ceniza.
Lucio prosiguió su interrogatorio:
—¿Y cómo llegaste hasta aquí desde Hispania?
La muchacha se lo quedó mirando fijamente y sonrió. La había descubierto.
—Con Onira. Me crie en el mismo prostíbulo en que ella trabajaba —dijo mientras miraba ansiosa hacia la barra.
—¿Tu padre es hispano también?
Cleopatra echó otra ojeada nerviosa, como un perrilla asustada. Volvió la cabeza hacia ellos y les susurró:
—No conozco a mi padre. —De nuevo miró inquieta alrededor y dijo—: Ese que viene hacia aquí es Glauco.
Un hombre alto y musculoso, con la cabeza rapada, se acercó a la mesa con dos cuencos humeantes y preguntó si les apetecía comer. Ambos aceptaron enseguida. Cleopatra se había restregado los ojos y la pasta de galena, completamente corrida, le había marcado dos grandes ojeras negras, lo cual le confería un aspecto aún más desvalido. El hombre le hizo una señal con la cabeza para que se fuera, tras lo cual se sentó con ellos.
—Sois nuevos por aquí, ¿no? Es un honor que hayáis elegido mi taberna. ¿Puedo conocer el nombre de estos ilustres clientes?
—Soy Quinto Valerio Albo, de Tarraco, y él es mi primo Lucio Celio, de Barcino. Y tú eres Glauco, ¿no? —preguntó Quinto antes de embucharse una cucharada del engrudo marrón.
—Sí, soy el dueño de todas las tabernas de esta calle. —Hablaba echado hacia atrás en la silla, con las piernas estiradas y las palmas de las manos sobre sus pectorales—. Puedo ofreceros las mejores hembras, si ese es vuestro deseo, aunque también tengo mozalbetes imberbes. ¿Preferís sirias, de tetas duras y corazón caliente? ¿O negras como el carbón, con la vulva sonrosada y suavecita? ¿Egipcias? ¿Hispanas?
Lucio interrumpió la orgullosa enumeración de Glauco:
—¿Y Onira?
—¿Onira? —dijo Glauco con extrañeza—. Murió el año pasado, y no hay día que no escupa a los dioses por habérmela arrebatado. Esa jaca era una mina de plata. Primero hechizaba a los clientes con sus contoneos al ritmo de las castañuelas y después todos hacían cola para estar con ella. Creedme: no hay mujeres en este mundo como las bailarinas gaditanas.
Era difícil entenderlo, pues utilizaba la jerga plebeya y su acento romano era muy cerrado. Lucio y Quinto habían devorado el plato y apuraban el vino. Glauco prosiguió:
—¿Qué me decís del vino? Viene de un lugar llamado Layetania, a saber dónde queda eso. —Quinto, reprimiendo la risa, le dio un codazo a Lucio mientras Glauco seguía con su perorata—. Lo compro baratito y con una buena mezcla ahuyenta la murria y calienta la andorga. Vamos a lo nuestro: veo que os ha gustado Cleopatra. Parece poca cosa, pero engaña: yo mismo la he entrenado, sabe cómo hacer disfrutar a un macho.
Quinto miró a Lucio, que parecía estar a millas de distancia, y dijo:
—Está bien, llevo tanto tiempo sin solazarme la entrepierna que lo haría hasta con una gallina. Maestro, sírvele más vino a mi primo, a ver si se le suelta la lengua y te cuenta cómo son las «jacas» layetanas —dijo Quinto, irónico.
Lucio lo fulminó con una mirada de gorgona. Se levantó y, ante la atenta mirada de Glauco, le dijo a su primo:
—Tú invitas, ¿no? Te espero fuera. Y cuidado con la jamelga, no te vaya a cocear.
Necesitaba salir de allí. La cháchara de Glauco le había revuelto el estómago. Se sentó en un poyete unos metros más abajo de la taberna y esperó a sentirse mejor. Por alguna razón, en su mente apareció la figura de Cleopatra, pero con unos ojos verdes que él conocía muy bien. Le habría gustado conocer a Onira, la bailarina gaditana. Quién sabe adónde iban a parar los muertos, en qué oscuro rincón del infierno estaría bailando. ¿Habría también en el Hades un callejón para las putas y otro para los maleantes? Cruel vida la de Cleopatra. ¿La encontrarían en un vertedero? ¿En qué momento se decide el destino de cada uno? «Los dioses deben divertirse a nuestra costa jugándose nuestro destino como quien juega a las tabas», pensó Lucio. La brújula de su vida apuntaba lejos de Roma. Seis meses, solo seis meses, y estaría de vuelta. Y entonces, ¿qué?
Lucio se impacientaba. Echó a andar calle arriba, sobrepasó la taberna y, por el rabillo del ojo, captó a su derecha un destello de luz sobre una hoja de metal. En la callejuela, un hombre se batía contra tres atacantes. Era el joven Cornelio. Lucio corrió hacia la taberna y encontró en la puerta al mocoso que los había llevado hasta allí.
—¡Chico! ¿Quieres ganarte otro as? Ve a avisar a mi amigo, está arriba con Cleopatra, dile que Lucio está en apuros y arrástralo hacia esa callejuela, ¿me has entendido? —Antes de acabar la frase, el niño ya se había esfumado.
Lucio agarró el palo de atrancar la puerta de la taberna y se dirigió rápidamente a ayudar a Cornelio. Avanzó con sigilo para sorprender por la espalda a uno de los asaltantes, a quien propinó un trancazo en la cabeza. «Al menos, ahora somos dos contra dos», pensó.
El joven Cornelio acababa de recibir un buen revés en la mandíbula que lo había dejado sin sentido. Lucio se encomendó a Hércules y deseó con todas sus fuerzas que apareciera su primo lo antes posible. Quinto Salvio, el mejor luchador de la Cuarta, lo había entrenado bien, y agradeció las lecciones de pancracio, la lucha libre griega, aunque sus peleas siempre habían sido fingidas. Por fortuna, en los meses transcurridos en Castrum Bergium, antes de ir a Roma, había incrementado su condición física. Estaba defendiendo su propia vida y la de un Cornelio, así que dejó a un lado los remilgos y se dispuso a hacer todo el daño que pudiera, la ley estaba de su parte.
Con el palo pudo ir manteniendo a raya a los dos contrincantes. Su preocupación creció al observar a uno de ellos, un tipo peludo como un oso dálmata y navaja en mano, así que lo eligió como primera víctima. Intentó varios golpes secos para desarmarlo, aunque el otro atacante, un sujeto de baja estatura pero fuerte como un roble, logró agarrarle el palo por un extremo. Lucio, al darse cuenta, bajó la guardia, momento aprovechado por el de la navaja para patearle el vientre. Cayó al suelo sin soltar el bastón, a pesar del dolor. Maldito Quinto, ¿a qué estaba esperando? Con ambas piernas golpeó al de la navaja y consiguió que esta se le cayera de las manos. Mientras tanto, el otro no aflojaba, y forcejeó con él sin poder evitar que le arrebatara el palo.
Cornelio empezaba a recuperarse. En un movimiento rápido, cogió la navaja del suelo, con tan mala suerte que el oso dálmata le dio una patada y el arma voló por los aires. Si de algo podía presumir Lucio era de agilidad. Poseía un cuerpo esbelto y rápido, y eso le permitió elevarse por encima de los demás y coger la navaja al vuelo. Los otros dieron un paso atrás. Lucio, de un vistazo, advirtió una rendija en la cloaca del pavimento. Deslizó la navaja por ella. Prefería luchar a puñetazos.
—¡Cornelio, levántate! —gritó Lucio—. ¡Yo me ocupo del peludo, tú encárgate del otro!
No le fue difícil poner fuera de combate al contrincante. Era grandote pero torpón, y a su lado Lucio se movía con la ligereza de un rebeco. ¿Dónde estaba el mentula de Quinto? El oso no tenía tiempo de recuperarse entre golpe y golpe, y Lucio acabó por hacerse de nuevo con el bastón, con el que consiguió neutralizar al oponente.
Cornelio se defendía como podía, aunque el roble lo estaba acorralando a derechazos. Lucio agarró al bribón por el pelo y lo obligó a darse la vuelta, lo cual dio un respiro al joven, cuyo aspecto empezaba a ser lastimoso. Por salvarlo, Lucio recibió varios puñetazos que casi lo dejaron sin sentido, pero sus rápidas reacciones y el vertiginoso baile al que sometió al bruto acabaron por marearlo. Lo derribó con una patada en el esternón. Al caer, su nuca rebotó contra el suelo y un círculo carmesí empezó a enmarcarle la cabeza como un aura.
Unas palmadas sonaron por el callejón. Cornelio y Lucio, con las manos apoyadas en las rodillas y la respiración desbocada, alzaron la cabeza alertados por el sonido. Era Quinto, seguido de Glauco y del mocoso. Lucio dirigió una mirada cortante a su primo, que fue el primero en hablar:
—¡Brillante! Ni un salio borracho habría danzado con ese brío —exclamó Quinto en tono burlón.
—¡Me podían haber matado! Mereces que te corten tu mentula crassa y la echen a los cerdos, yo mismo lo haré en cuanto te descuides. ¡Por todos los dioses, Quinto! ¿Alguna vez te vas a tomar algo en serio? —Lucio estaba furioso. Escupió la sangre que le corría desde la nariz y caminó hacia Cornelio, cuya faz se amorataba por momentos.
—Gracias, amigo. Estamos en deuda —acertó a pronunciar el patricio—. Necesitamos lavarnos y descansar. ¡Glauco!, prepara una sala para mí y para mis amigos, yo invito.
—¡Eso está hecho! Venid, señores: mis chicas limpiarán vuestras heridas y os reconfortarán con el mejor vino.
Casi había anochecido. Cornelio había sido transportado hasta su casa en angarillas, pues sus ojos se habían hinchado hasta el punto de no poder ver. Se aseguró de dejar una escolta para que acompañase a Lucio y Quinto cuando volvieran a la suya.
Yacían en un triclinium acompañados de dos hermanas lucanas, menudas y morenas. Sobre la mesa había un cuenco de nueces y varios vasos de vino vacíos, como vacía estaba la crátera donde Glauco había mezclado el néctar. Una chica entró en la habitación, portando un guiso de cordero con especias. Volvían a estar hambrientos, se sirvieron una buena porción y la devoraron al instante.
—Este cordero apenas tiene sabor, debe de estar castrado —dijo Lucio, gangoso por la borrachera. Estaba abrazado a una de las chicas, a la que acercó su cara para susurrarle—: Cariño, sigue haciendo eso, tus labios son suaves como los de una vestal.
Estaba magullado por todas partes, sus músculos se habían tensado por el esfuerzo y, aunque pareciera delgado, los meses pasados ejercitándose en las montañas lo habían fortalecido. La chica lo besó en el hoyuelo del mentón, ronroneó como una gata y se empleó a fondo en su oficio. Lucio siguió hablando, con una voz cada vez más pastosa:
—¿Sabes, Quinto, por qué castran a los borregos? Para ablandarlos. Deberías ver a mi padre, lo sabe hacer muy bien. Es un esberrrrto. —Le costaba hablar.
Quinto respondió, aún en peores condiciones:
—¿Qué tonterías dices? Aquí estamos dos sementales, deja ya de hablar de borregos castrados. Bor cierrrto, brimo, estoy imbresionado. Te has cargado a tres rufianes tú solito. Pero también te has llevado unos buenos mamborros.
—Pedazo de asno, ¡que se te lleve al infierno la negra Broserbina! ¿Qué iba a hacer? ¿Ver cómo se cargaban a un Corrrrnelio delante de mis narices mientras tú fornicabas con media taberna?
—Brimo, escúchame: estás brebarado para ser soldado. Sabes defenderte y no quiero ni bensarrrr qué harás con el gladius en la mano.
Lucio pareció recuperar la sobriedad de golpe:
—Deja de decir sandeces. Aprenderé rápido y engordaré bien mi patrimonio. ¿Qué clase de estúpido podría preferir ser un simple soldado raso a prosperar en Roma?
Quinto lo miró con aire divertido mientras se metía una uva en la boca:
—Tú, brimo Lucio. Borrrque es la única manera de ingresar en el cuerpo de ingenieros. A no ser que optes bor aceptar el destino de un borrego castrado.