8. EL POBLADO VIEJO

Espeluncas

Verano

7 a. C.

Tila nunca llegó a recuperarse de la ruptura con su padre. Desde aquel día fue presa de un decaimiento que la tuvo largos meses en cama. Dos años después del suceso de Ad Fines, Gayo accedió a la petición de su esposa y permitió a Quinto pasar de nuevo el verano con Lucio. Seihar, el sobrino de Elbón, se unió al grupo durante varios días mientras sus padres recorrían la Layetania vendiendo sus productos. Lucio estaba feliz, se compenetraba bien con ambos.

Una mañana sus correrías los llevaron hasta el río. Allí se encontraron con Garza, cazando ranas con un niño indígena a quien ya habían visto en la fiesta de primavera. Al verlos, este les gritó:

—¡Fuera de aquí, romanos!

—Déjalos, son mis amigos Lug, Quinto y Seihar —dijo Garza.

—Venimos a bañarnos —informó Quinto con el ceño fruncido.

—Nadie se va a bañar aquí, guapito. —Untiken parecía mucho mayor por su corpulencia y por la fiereza de su expresión—. Id a molestar a otra parte.

—Estas tierras son de mi padre, así que si alguien molesta eres tú. —Lucio miró a Garza—. Aunque si eres amigo de ella puedes quedarte.

—Es Untiken, el hijo de Artabeles —respondió Garza—. Hemos planeado subir al poblado viejo por el camino de las Espeluncas. Nos gusta trepar por las rocas y meternos en las cuevas. ¿Queréis venir?

—Podemos poner trampas —dijo Seihar—, y quizá cacemos algún conejo.

—¡Sí! Llevo mi honda y mi piedra de fuego —añadió Lucio, sacando sus tesoros de una bolsa de piel que llevaba en bandolera.

El grupo se puso en marcha ante el evidente disgusto de Quinto. Garza y Lucio, compañeros de juegos en los últimos tiempos, encabezaban el grupo. Untiken los observaba molesto.

—¿Qué le pasa a Quinto? ¿Está enfadado? —le preguntó Garza.

—Se ha criado en la ciudad, no le gusta mucho ensuciarse y esas cosas. Pero le estoy enseñando a cazar, se acostumbrará.

—Mi madre me ha dicho que algún día te lleve al manantial. Podrías venir con tu madre.

—¿Mi madre? —dijo Lucio, enarcando las cejas—. No lo creo. Ella también prefiere vivir en la ciudad. Además, siempre está enferma.

—La mía tampoco está bien. Siente mucha añoranza de Cantabria. No quiere aprender latín. Está triste porque ella es la última de su pueblo y cuando muera no quedará nadie que pueda hablar con los antepasados.

—Eso no es cierto. Tú hablas su lengua. Te he oído —señaló Lucio.

—Eso le digo yo. Además, su estirpe se transmite de madres a hijas. Yo podré transmitirla, y enseñaré a mis hijos a hablar como los cántabros. —Garza arrancó una ramita de hinojo y empezó a chuparla.

—¡Yo también quiero aprender! —dijo Lucio, poniéndose delante de ella y caminando de espaldas.

—Eso no le gustaría a tu padre…

Lucio cogió una rama del suelo, se tapó un ojo con la mano y empezó a imitar a Gayo, blandiendo el palo por encima de su cabeza:

—¡Por el gran culo de la diosa frigia! ¿Qué estás farfullando, maldita hija de Plutón?

Todos estallaron en carcajadas menos Untiken, a quien no le había hecho nada de gracia la irrupción de Lucio, Quinto y Seihar. Garza echó a correr gritando:

—¡A ver quién llega antes a la cueva de la Mujer Muerta!

Corrieron sorteando matojos y trepando por las piedras. Seihar fue el primero en llegar, seguido de Lucio y Garza. Untiken se movía más lento, pues su robustez le restaba agilidad.

—Quinto y Untiken, por haber llegado los últimos tendréis que entrar y sacar un hueso —dijo Garza con una sonrisa pícara.

—Yo entro solo, no necesito a ese —dijo Untiken señalando a Quinto.

—Adelante, no me apetece nada entrar en esa cueva con un oso —se burló Quinto, arriesgándose a recibir una pedrada.

Al cabo de unos minutos, Untiken salía con un omóplato en la mano. Los demás se apartaron, todavía tenía pegados restos de carne podrida y, con el calor, hedía. Se lo arrojó a Quinto, este a Lucio y así sucesivamente. Seihar cogió el hueso, lo miró y dijo:

—Esto es solo un hueso de jabato. Yo he visto los huesos de los gigantes; esos sí son grandes.

—¿Y tú cómo sabes que son huesos de gigantes? —preguntó Untiken con los brazos en jarras.

—Mi padre me los enseñó, están cerca de la ciudad de Eso, en la tierra de los ilergetes. Los he visto con mis propios ojos —dijo Seihar, poniéndose los dedos índices en las mejillas—. Son de la época en que la diosa de la Montaña Sagrada creó a los animales y a los hombres, grandes como los titanes. Desde entonces todo se ha ido empequeñeciendo, hasta que seamos como hormigas y desaparezcamos.

—¿Qué tonterías dices? Quizás eso os suceda a los íberos, pero no a los romanos —dijo Quinto ante un Untiken que enrojecía por momentos. La voz de Garza les llegó desde arriba:

—¡Eh! ¿Subís o no? Por aquí hay muchos agujeros de abejarucos, ¿queréis verlos?

Había trepado por encima del abrigo rocoso y seguía adelante como una cabra montesa. Con los pies desnudos y los dedos como garfios, trepaba con una facilidad pasmosa. Seihar intentó emularla, sin éxito. Resbalaba una y otra vez.

Lucio la miraba con cierta preocupación, si se caía desde aquella altura podría golpearse la cabeza contra la roca. Sin embargo, la admiraba. Nunca demostraba miedo. Las horas transcurridas a su lado eran las más divertidas y estimulantes. Buscaban nidos de avispas, montaban en el burro coceador de Cauco, el viejecillo giboso que vivía en una choza del bosque, y jugaban a ver quién lanzaba más lejos los guijarros en el río. El tiempo parecía volar cuando estaban juntos. Gayo no aprobaba esos encuentros, por eso procuraban hacerlo cuando estaba en Barcino.

Sin dudarlo, Lucio empezó a trepar tras ella, pero a los pocos metros resbaló y se desolló las rodillas. La potente voz de Untiken sonó a su lado, perforándole el oído:

—¡Rubia, trepas como un lince!

—¡Y tú ruges como un oso! —gritó Garza desde las alturas, imitando su voz.

Lucio no se dio por vencido y, al tercer intento, consiguió llegar hasta arriba. Garza lo esperaba con una corona de hierbas trenzadas.

—¡Bravo! Untiken es el más fuerte, pero tú eres el campeón. El premio es tuyo. —Le colocó la corona y lo besó fugazmente en los labios.

Lucio bajó la cabeza para disimular el rubor. Su mirada se encontró con la del íbero. ¿Así que él era el más fuerte? Sintió una punzada de rabia. Aquel condenado chico le estaba fastidiando el día.


Durante el camino practicaron con sus hondas y tirachinas. De nuevo Garza demostró ser la más hábil, pues atrapó un conejo, frente a los cuatro pajarillos que ellos cazaron.

Cuando llegaron al poblado viejo hicieron fuego y asaron los animales. Después de comer, merodearon por las casas en ruinas. Debajo de unas maderas encontraron unos gatitos recién nacidos. Los tomaron en sus manos y los llevaron consigo, tras prometerle a Garza devolverlos a su lugar para que mamá gata los alimentase a su vuelta.

—¿Quién vivía aquí? —preguntó Seihar.

—Los antepasados de mi padre, aunque todos acabaron por trasladarse a Barkeno —informó Garza.

Caminaron por una calle excavada en la roca. A ambos lados se levantaban paredes de adobe encima de un murete de piedra. Los tejados se habían hundido, excepto el de una casa que se encontraba al final de la calle. Garza los mandó callar llevándose un dedo a los labios, y les susurró:

—¡Rápido, escondeos!

Todos se parapetaron detrás de un muro y observaron. Garza les contó que, desde hacía una temporada, alguien había convertido aquella casa en su refugio. A veces se reunían allí varios jóvenes y llevaban odres de vino y muchachas.

—El cabecilla del grupo es muy antipático. Cuando me ve merodear por aquí me tira piedras.

Quinto había apoyado la rodilla en una roca saliente del murete, que cedió con su peso. Cayó hacia adelante lastimándose la barbilla. En el muro quedó al descubierto un hueco, del que sobresalía algo. Lucio metió la mano y sacó un cráneo de cabrito. Untiken, enfurecido, lo derribó de un golpe. Los gatitos rodaron por el suelo.

—¡No toques eso, maldito romano!

Lucio se levantó con furia y le devolvió el puñetazo. Garza se interpuso. Quinto agarró a Lucio y Seihar a Untiken, quien se lo sacudió de encima con energía.

—¿Qué ha hecho de malo? ¡Solo es un hueso! —gritó Quinto.

—Es un sacrificio de fundación —explicó Seihar—. Los constructores de esta casa sacrificaron un cabrito para ganarse la protección de algún dios.

Mientras hablaban, un hombre salió de la casa y se aproximó. Lucio, palpándose la mandíbula dolorida, reparó en él. Era Vibio.

Había llegado a su casa hacía dos años, andrajoso y desnutrido. Recordaba con detalle la ocasión, pues fue la primera vez que vio llorar a su padre, cuando supo de la muerte de su hermana Celia Claudia, la madre de Vibio, en el terremoto de Neápolis. Lucio y él no se llevaban bien, debido a la diferencia de edad y de caracteres. A pesar de todas las trastadas, Gayo siempre lo disculpaba, y eso enfurecía a Lucio.

—¡Una agradable reunión de niñatos! Me habéis despertado de la siesta, zopencos. ¿Qué estáis haciendo aquí? —les preguntó Vibio tras un amplio bostezo.

—¿Y tú? ¿Qué estás haciendo tú aquí? —lo interrogó Lucio con expresión de fastidio—. Esta mañana mi padre te ordenó que ayudaras en el aclareo de la viña nueva.

—¿Por qué no vas tú en mi lugar, niño bonito? Espero a alguien, ¡largo de aquí! —Vibio les dio la espalda y empezó a caminar. Se oyó un maullido, y se volvió.

—¿Dónde está el gato?

Los niños le enseñaron los cachorrillos. Vibio se acercó y les pidió permiso para cogerlos. Lucio le hizo una señal a Garza para que escondiera el suyo. Él hizo lo mismo.

—¡Qué tierno! —exclamó Vibio cogiendo el gatito de Quinto.

Una gata se acercó a Garza y se restregó contra sus piernas, alzando sus ojos hacia ella. Reclamaba maullando a su progenie.

Antes de que pudieran reaccionar, Vibio estrelló el cachorro contra una pared y después dijo:

—No me gustan los maullidos de los gatos. Parecen almas en pena.