9. LAS ESPELUNCAS

Espeluncas

Idus de agosto

3 d. C.

La familia se había desplazado a la casa de campo en busca de frescura. Garza apenas salía de su habitación, pues evitaba encontrarse con Gayo o Vibio.

Apoyada en un álamo, agradecía la brisa marina que subía río arriba. Sopló sobre una tela de araña tejida entre unas ramas pequeñas, pero los animalillos atrapados en ella no se desprendieron. Todo lo que amaba se había desvanecido. La sacerdotisa del manantial, la hija del respetado Barkal, ahora era considerada una mujerzuela por su marido y su suegro, una cualquiera a quien arrebatar su criatura recién nacida. Respiró hondo. La ira podía llevarla a cometer errores.

Annia aprovechó el momento para contarle lo que había escuchado la noche anterior, mientras ayudaba a servir la cena.

—Gayo preguntó por ti varias veces y domina Tila le dijo que aún no estabas recuperada. Habrá mudanza a la casa de tu padre justo después de la vendimia. La de Gayo se convertirá en granero y almacén.

—Aún no puedo creerlo, Annia. Mi padre está muerto y Gayo es el dueño de todo, hasta de mí —dijo Garza con un hilo de voz—. Las cosas han sucedido tan deprisa… Y dime, ¿qué más escuchaste? —preguntó, limpiándose las lágrimas con fuerza, como si le escocieran en la piel.

—Gayo le dijo a Vibio que esperaba mucho de él. Que dejara de holgazanear, pues Elbón no se basta solo, y que debía ganarse las gachas que comía —explicó la muchacha sin atreverse a mirarla.

Permaneció un rato en silencio, mirando las aguas tranquilas. Se llevó las manos al vientre deshinchado. Su bebé ya no estaba allí. Una punzada negra le encogió el estómago. Musitó en voz baja: «La diosa te acompaña allá donde estés». Se pusieron en marcha hacia la casa mientras Annia continuaba su relato:

—También dijo algo que no te va a gustar, domina. —Garza se volvió hacia ella y con la mirada la incitó a hablar—: Te prohíbe salir a cabalgar, pues el lugar de las mujeres es la casa, y solo podrás salir acompañada.

No había podido montar durante todo el embarazo. Había deseado tanto volver a sentirse a lomos de Viento, el potro negro que le regaló su padre al cumplir quince años… Ya no sentía tristeza sino cólera. Al llegar al límite de la viña grande descubrieron a lo lejos a Gayo, a Vibio y a Elbón inspeccionando las uvas. Garza fingió no haberlos visto, y empezó a rodear el campo cuando oyó la voz de Vibio llamándola. Se despidió de la esclava diciendo:

—Ve a la casa. Harmonía está haciendo queso, ayúdala.

Garza le dio la espalda a la viña y fijó su mirada en el río, deseando que la mansedumbre de las aguas calmara la furia de su interior. Tarde o temprano debía enfrentarse a él. Oyó la voz de Vibio tras ella:

—¿Es que el parto te ha dejado sin habla? ¿O te ha rebajado la altivez?

Garza apretó los puños, se volvió y los descargó contra el pecho del hombre.

—¡Has enviado a la muerte a una criatura inocente! ¡Miserable! —Vibio la sujetó por los brazos y se los inmovilizó por detrás de la espalda. Le acercó la cara al oído y le susurró:

—Fierecilla, cálmate. Ojalá demostraras este genio en la cama, lo podríamos pasar muy bien si tú quisieras. —La penetró con sus ojos saltones mientras dibujaba una sonrisa burlona. Garza lo imitó y le murmuró cerca de la oreja:

—No te atrevas a venir a mi habitación. Si lo haces, no dudaré en agarrar mi puñal. Sabes que lo sé usar y me sobra determinación para hacerlo.

—Estoy deseando pelearme contigo encima de un jergón —le contestó frotando su excitada entrepierna contra el vientre de ella—. No me gustan las mujeres lánguidas. ¡Ay, Garza, Garza! —Le colocó una mano alrededor de la garganta—. Siempre tensa y enfadada. Carpe diem, mi amor, haz caso a los poetas. La muerte acecha, la juventud se marchita rápido y, cuando menos lo piensas, se acaba todo. —Bajó la mano húmeda hacia el pecho de ella—: Vayámonos a Tarraco, necesitas divertirte. Puedo enseñarte placeres que ni siquiera sospechas.

—Siempre me has dado asco. No intentes acercarte a mí.

El hombre se humedeció los labios con la lengua. La aprisionó contra su cuerpo y la besó. Ella intentó resistirse. De repente, Garza cayó en la cuenta de que la violencia lo estimulaba aún más, así que se relajó y le dejó hacer. Cuando Vibio menos lo esperaba, hincó sus dientes en el labio inferior de él. La soltó de golpe:

—¡Zorra! No tendrás un minuto de paz, te estaré vigilando, y cuando menos lo esperes caeré sobre ti y te haré pagar tu desdén.

Garza miró hacia la viña y vio a Gayo observándolos en la distancia. Con todo el orgullo que fue capaz de reunir, le dijo:

—No hagas esperar a tu amo. Y dile que nunca seré una ficha más de su tablero.


Antes de llegar a la casa, sintiendo el corazón desbocado, Garza se detuvo ante el cobertizo donde dormían los perros. Un enorme mastín leonado echó a correr hacia ella, pero la corta cadena que lo ataba se tensó. Garza se abrazó al fiel Toro, su perro guardián, su inseparable compañero en los últimos años, ahora reducido a un simple can en la jauría de caza de Gayo.

—Querido mío, intentaré sacarte de aquí. El destino se nos ha torcido, ¿eh? —le decía mientras Toro le lamía las lágrimas—. Ten paciencia. Recurriré a Untiken. Él es el único que puede ayudarme.

—¡Garza! —La voz de Tila sonó tras de ella. Se volvió y la vio sentada en una silla de mano, abanicándose con indolencia, transportada por dos esclavos númidas, su último capricho, quién sabe si comprados con el dinero de su dote—. Ven, vamos al río, allí se estará más fresco. ¿Qué tienes? Estás horrible, tan despeinada. No deberías dejarte ver así: una mujer casada ha de estar siempre perfecta para su marido. Por cierto, ¿has hecho ya las paces con él? —preguntó con una despreocupación que agigantó la ira de Garza.

La muchacha se incorporó, miró a Toro y se vio reflejada en sus ojos limpios.

—Perdóname, me siento mal. Disfruta de tu paseo. —Se despidió del perro con un tirón de orejas y caminó hacia la casa. No dejaba de pensar en su madre, la cántabra rebelde que siempre habitó en la cueva, ajena a la vida romana. «No tienen escrúpulos; con tal de conseguir lo que desean son capaces de aniquilar pueblos enteros. Nunca les perdonaré lo que hicieron con el mío».

Se alegró de que su madre estuviera muerta y se hubiese ahorrado verla sufrir. Subió a su habitación y se dispuso a escribir a Lucio.