21. A LAS PUERTAS DEL HADES

Tras el baño en el Nilo y, por fin, un desayuno romano —no había nada que se pudiera comparar a un buen plato de gachas de avena—, se colocó la túnica limpia, se hizo afeitar por un tonsor, estrenó sandalias y se despidió de Anpu y de su abuela. Llegó temprano, con la esperanza de evitar esperas; sin embargo, el prefecto dio prioridad a todas las personas que fueron apareciendo: tres altivos comerciantes de ensortijados dedos y otros tantos funcionarios cargados de volúmenes que ni siquiera le dirigieron una mirada.

Esperó durante horas. Sentado en un banco, con los ojos perdidos en el horizonte, tuvo la sensación de llevar dos semanas en Alejandría, cuando solo llevaba dos días. Dos intensos días. Las charlas con los soldados habían sido especialmente reveladoras, y Androgeo…, le dolía pensar que quizá no volverían a verse. Solo Polifonte podía estimular su mente como el anciano ingeniero.

Se abrió la puerta y Lucio se puso en pie, confiando en que fuera su turno. Un funcionario con aire engreído pasó por delante de él y entró. Oyó la voz de una tercera persona: Escápula no estaba solo en su despacho. Empezó a perder la paciencia. Se sentó de nuevo y recuperó el hilo de sus pensamientos. Androgeo le había mostrado en el Museo algunas de sus investigaciones: tornillos, palancas y engranajes movidos por agua, por pesos de arena, incluso por vapor; visitó las salas donde se diseccionaban cadáveres y vio anaqueles con cientos de volúmenes que recogían fórmulas y magnitudes para explicar el movimiento y las fuerzas. El Estado pagaba la manutención de los sabios que dedicaban allí su vida al estudio. ¿Los envidiaba? Solo en parte. No concebía su vida encerrado entre las cuatro paredes de un edificio.

Sacó de su exiguo equipaje el volumen de Vitruvio recuperado en la Biblioteca el día anterior y empezó a leer: «… la filosofía perfecciona al arquitecto, pues resulta imposible levantar una obra sin honradez y sin honestidad».

—¡Lucio Celio!

Por fin. Enrolló la obra, la metió en la cápsula cilíndrica y esta en su zurrón de cuero. Se levantó, respiró hondo y entró. El prefecto lo esperaba de pie, con los brazos cruzados y una mirada burlona:

—¡Vaya, vaya! Aseado pareces otro. Hortensio, este es el hispano de quien te hablé. Mañana mismo estará bajo tus órdenes. Lucio Celio, es una suerte que hayas venido por la mañana, así puedes conocer a Tito Hortensio Mérula, el Idios Logos.

—¿No es demasiado joven? —preguntó Hortensio, un individuo orondo y de baja estatura que se desplazaba por la habitación con pesadez paquidérmica.

—Eso es bueno, créeme. Los jóvenes aún no tienen un criterio formado, son moldeables. Y Lucio Celio se empleará a fondo en complacerte, es mucho lo que se juega. Su familia lo tiene por un joven obediente y disciplinado. Además —el prefecto hizo una pausa mientras se colocaba las manos en los riñones y se arqueaba hacia atrás—, el hijo de un caballero armonizará sin reparos su ambición con una cierta… llamémosle flexibilidad moral.

Lucio respiró hondo. Debía reunir valor hablar. No quiso esperar más.

—Salve, Tito Hortensio. No esperaba encontrarte aquí, mejor si estás presente, pues lo que tengo que decir te concierne a ti tanto como al prefecto —dijo con voz firme. No era adecuado para un joven hablar si no era preguntado, él lo sabía, y aun así se había arriesgado.

Hortensio pareció no escucharlo. Caminaba a su alrededor, examinándolo con ojillos porcinos. Abarcó el bíceps del chico con sus dedos gordezuelos, le pasó la mano por la mandíbula y bajó al pecho, calibrando los músculos. Cuando posó su mano en la nalga de Lucio, este se apartó y le dedicó una mirada de desprecio.

—El prefecto no me había avisado de que el puesto incluía este tipo de servicios.

—Tienes genio, eso está bien. —Hortensio profirió unos grititos a modo de risa. Escápula parecía divertirse con la escena—. No temas, solo me aseguro de que eres apto. —Se acercó a una mesilla y cogió un puñado de pasas. Se las fue lanzando una a una a la boca mientras hablaba—. Me gustan los hispanos, tenéis la fiereza de un jabalí y la inteligencia de un gorrión. Habla de una vez.

Lucio ignoró a Hortensio. Se puso firme ante el prefecto, tragó saliva, clavó los ojos en la clepsidra del fondo, desprovista de agua, y habló:

—Señor, se lo agradezco, pero no puedo aceptar el puesto. Voy a enrolarme como soldado raso. Ese es mi deseo y el lugar que verdaderamente me corresponde, sin prebendas ni tratos de favor. En la Vigesimosegunda están los mejores ingenieros y, cuando llegue el momento, querría ser tenido en cuenta para formarme como tal, es lo único que le pido.

Publio Ostorio Escápula dirigió a Hortensio una mirada de incredulidad. Lucio seguía impasible.

—¿Qué estás diciendo, joven Celio? ¿Estás borracho? —le preguntó el prefecto acercándose a él para olfatearlo.

—No, señor. Solo tengo algo de resaca. En realidad, estoy muy bien. O quizás —Lucio miró a Hortensio— es lo único que se puede esperar de un cerebro de gorrión.

—Debes de haber perdido el juicio, entonces. ¿Qué necio rechazaría una posibilidad segura de hacerse rico y alcanzar la dignidad ecuestre?

—Yo te responderé, Publio —intervino Hortensio, chupándose los dedos para saborear el dulzor de las pasas—. Un idiota. O lo que es lo mismo, un hispano. La estulticia de su raza es legendaria.

—¿Y la obediencia que debes a tus mayores, cachorro ingrato? —le preguntó el prefecto, acercando su cara a la de Lucio, que enfrentó su mirada. Los surcos de la comisura de sus labios parecían esculpidos a cincel—. ¿Qué explicación voy a darle a tu tía?

—Yo mismo le escribiré.

—No eres consciente de lo que tu decisión implica. Tu familia no lo aceptará, y quizá ya no vuelvas a ser bienvenido en casa de los Domicios. En cuanto a tu padre…

—Mi padre ha pasado media vida en la legión, señor; estará orgulloso de que yo siga sus pasos.

—¿Cómo osas interrumpirme? ¡Yo te diré lo que habría hecho tu padre! —Acercó su cara aún más y Lucio creyó que sus narices se iban a tocar—. Si se le hubiera presentado esta oportunidad a tu edad, no lo habría pensado un instante. La vida de un legionario es un infierno, pasarán años antes de que puedas ser ingeniero. Y te advierto una cosa —dijo, levantando el índice de la mano derecha—: si optas por ser soldado raso, no cuentes con mi ayuda. Serás tratado como uno más.

Lucio se relajó. Ya estaba hecho. Ahora solo estaba su determinación. Con el tiempo demostraría su talento y así su familia comprendería el valor de su proceder. Deseó tener delante a su padre para explicarle lo que no se había atrevido a decirle de niño: únicamente las normas justas merecen ser obedecidas.

Salió del edificio y atravesó el patio en dirección a la oficina de reclutamiento. Una centuria estaba formada y a punto de iniciar un largo viaje, a juzgar por los carros de avituallamiento. Se acercó a un soldado y le preguntó adónde se dirigían.

—A Berenice Pancrisia, a las minas de oro.

Un sujeto pecoso de barba pelirroja, situado algo más lejos, rugió:

—¡A las puertas del Hades! ¡Allí es donde vamos!