24. HARITH EL HADRAMÍ
Camino de Berenice a Coptos
Desierto oriental de Egipto
5 d. C.
Lejos de aborrecerlo, a Lucio le complacía hacer guardia al amanecer, cuando el firmamento nocturno se iba desvaneciendo y el silencio del desierto se alternaba con el sonido de las olas del mar cercano en un vaivén que daba alas al pensamiento. Volvía entonces a los sotos umbríos de la Sierra Oscura, al murmullo de los arroyuelos, a los recodos del río donde serpentean las anguilas, al olor de espliego de los arcones de Harmonía. ¡Estaba tan lejos de casa!
El sol invicto imponía su ley al tiempo que las recuas de asnos volvían cargadas con el agua del pozo más cercano. Al sonido de los cencerros de las bestias, la reseca ciudad se despertaba y de las casuchas salían, como bancos de pececillos, muchachas cubiertas por un velo y cargadas con cántaros y cestas para recoger el excremento de los burros, el único combustible. A esa hora el aire se llenaba de cánticos a la diosa cornuda por permitirles vivir en aquel agostado paraje.
«No me ha ido mal», pensó Lucio. Había recorrido todos los campamentos romanos de Egipto, de norte a sur. Había podido escuchar el lamento de la Aurora, llorando la muerte de su hijo Memnón, petrificado en un coloso de cuarcita, a cuyo pie Lucio había inscrito su nombre, al lado del de tantos otros antes que él, esperando quizá compartir la inmortalidad de las ruinas. Había paseado por el palacio de Osymandias y por el laberinto de las criptas ocultas. Incluso una noche, de permiso, cuando sus compañeros estaban de francachela, él se había encaramado por los bloques de la Gran Pirámide, donde había permanecido hasta el amanecer, cerca de la cúspide, extasiado ante la pasmosa visión del firmamento y de las estrellas, imperecederas. No, ciertamente no le había ido nada mal.
Su primera misión había consistido en atravesar con su cohorte el desierto de las montañas azuladas camino de la Berenice troglodítica, siguiendo los wadis o lechos secos de los torrentes, sendas milenarias por donde las tropas de los faraones habían desafiado la sed y las fatigas para explotar las riquezas subterráneas. Tras aquella marcha agotadora, todos agradecieron el abrazo del mar, el que llamaban Eritreo: una inmensidad turquesa que se abría ante la costa árida con la promesa de opulentas tierras más allá del horizonte, países muy lejanos de los cuales llegaban, en enormes barcos de tres mástiles anclados en la bahía, las riquezas de la India y las sedas confeccionadas por mujeres de ojos rasgados.
Durante los días transcurridos en la ciudad marina, Lucio había descubierto que, más allá de la monotonía cromática que presentaba la superficie, ambos lugares encerraban un tesoro en sus entrañas. Había sabido por Djedi que en el desierto oriental tenían su morada favorita los dioses egipcios, seres capaces de metamorfosearse en cualquier forma, animal o vegetal. Sin embargo, su verdadera naturaleza era la de ser estrellas de luz que, al fusionarse con las piedras, producían emanaciones preciosas de muchos colores: el heliodoro amarillo, el ópalo anaranjado, el jaspe rojo con venas violáceas, el oro escondido entre las vetas blancas del cuarzo… Un arco iris mineral que, en su confluencia con el mar Eritreo, cobraba vida y se transmutaba en peces de todos los colores imaginables.
Las tubas y los cuernos le indicaron que había llegado la hora de partir. El campamento recibió la orden de abandonar Berenice y ponerse en marcha. Como un gusano perezoso, la caravana de hombres y animales se desplegó lentamente y se internó por un amplio wadi. El aire conservaba aún el frescor de la noche. La arena amortiguaba el ruido de las botas de los legionarios, que avanzaban a un ritmo acompasado. El polvo del camino se pegaba a la garganta y los hacía escupir con frecuencia. Ante ellos se alzaban cadenas de montañas que se sucedían, una tras otra, hasta el horizonte y que se recortaban azuladas bajo un cielo sin mácula. Lucio se ajustó el manto de lana que lo protegía tanto del frío como del sol. Por delante de él, de Néstor y de los jinetes númidas, avanzaban los dos camellos de Harith y su hija. Fijó la visión en el hipnótico movimiento de los animales y volvió a entregarse a sus pensamientos.
¡Qué alivio regresar al valle montado a lomos de un caballo! Llevaba mucho tiempo acarreando por aquellas tierras la pesada impedimenta militar, las armas, la coraza, el escudo, las estacas y herramientas para construir el campamento, los utensilios de cocina, entrenándose en agotadoras marchas.
—¡Eh, Lucio! Mi caballo está nervioso y creo adivinar por qué —gritó Néstor sin obtener respuesta—. ¡Chico! ¿En qué piensas?
—En que voy a tener suerte. Un día iré a mear por ahí y me encontraré con una pepita de oro del tamaño de tu nariz. ¿Recuerdas lo que nos contó Djedi?
—¿La historia de los dioses que se fusionan con las piedras? Si yo fuera dios, preferiría fusionarme con las diosas. Que me crucifiquen si alguna vez llego a comprender a los egipcios.
—Dice que en Rohanu hay dos montes como los pilonos de un templo egipcio. Cada mañana, el sol ilumina el valle situado entre esos montes, indicando a los prospectores dónde tienen que hundir el pico para encontrar el oro —explicó Lucio.
—El pico te lo voy a cerrar yo como no pares de repetir las memeces de ese bobo. ¡Mira a tu alrededor! Esto es un desierto, pedregoso y seco. ¿Tú crees que si fuera tan fácil encontrar riquezas sin fin estaría yo aquí, rodeado de borricos caravaneros y sucios dromedarios? —dijo Néstor con sorna.
—¡Él es egipcio y sabe lo que dice! En los desiertos de Meroe, las pepitas de oro afloran con solo horadar la arena con el dedo gordo del pie. —Néstor miró a Lucio con expresión divertida y lo dejó continuar—. Allí los faraones construyeron la ciudad del oro, Berenice Pancrisia. Justo el día que me alisté en Nicópolis había una centuria formada a punto de salir hacia allí —añadió Lucio.
—Gracias a lo cual —dijo Néstor, alzando la mano derecha con la palma abierta imitando a Djedi—, el gran Amón de enormes orejas, aquel que escucha a todos los suplicantes, nos liberó del insufrible Rufulus. Todo Nicópolis se alegró de su marcha a Berenice Pancrisia, y allí debe de estar, martirizando a los infelices que machacan piedra.
Casi no escuchaba a Néstor pensando en los últimos dos años. Se hinchó de orgullo al recordar que en Alejandría, donde las mujeres griegas no tenían empacho alguno en invitar a sus lechos a los soldados más bien parecidos, había recibido varias ofertas de viudas jóvenes y casadas no tan jóvenes. No era su estilo. Prefería pagar por estar con una mujer y después echarse a dormir tranquilo, sabiendo que no habría un honor mancillado a la vuelta de una esquina en forma de daga envenenada.
Avanzaban a buen paso, pero sin prisa alguna porque se trataba de una ruta transitada y bastante segura, donde las estaciones y los pozos de agua, llamados hydreumata, se sucedían a intervalos regulares. El mismo emperador, mediante las campañas del prefecto Elio Gallo, se había encargado tiempo atrás de reconocer y controlar el desierto oriental e incluso el arábigo con el fin de estimular el comercio hacia Oriente, una actividad muy lucrativa donde la domus augusta participaba activamente. Las antiguas caravanas de dromedarios, cargadas del incienso de Saba y la mirra de Hadramaut, habían dado paso a los bajeles que recalaban en la costa árabe para recoger su olorosa mercancía y se aventuraban incluso hasta la India, volviendo cargados de productos exóticos.
Los caballos estaban inquietos desde la partida. Harith se había percatado e hizo un gesto a Lucio y a Néstor para que se adelantaran hacia donde estaba él:
—Romanos, ¿es que nadie os ha dicho que a los caballos los pone nerviosos el olor a camello? Deberíais ir delante de nosotros, no detrás. Los caballos de los númidas ya están acostumbrados, pero los vuestros no.
Harith y su hija iban tapados de la cabeza a los pies con unos ropajes color marfil tejidos con un material que Lucio no identificó, no tan grueso como la lana ni tan fino como el lino. Solo los ojos les quedaban al descubierto. En los pies llevaban botas de piel. Harith se percató de que Lucio los examinaba.
—No entiendo cómo los romanos habéis podido someter la Mauritania, la Cirenaica y Egipto vestidos con faldita corta. Más que conquistadores de tierras, parecéis seductores de doncellas —dijo.
Lucio sonrió. Recordó sus primeras marchas por el país y las quemaduras de su piel hasta que se curtió. Djedi le enseñó a protegerse con un ungüento que él mismo elaboraba con las nueces del árbol de la manteca.
—Hay algo que sí os admiro: caminar por el desierto durante largas jornadas, un día y otro, con esa coraza de metal y el casco… Sois fuertes y recios, quizá tanto como nosotros, los árabes. Quién diría que sois de la misma raza que esos barrigones de Alejandría y de Roma, vestidos de togas purpuradas. Son capaces de despedazarse entre ellos en su propio provecho, ajenos al bien de su tribu.
Cabalgaron un tramo en silencio, aunque a Lucio le hervían las preguntas en la cabeza. Sin embargo, no se atrevió a hablar. Harith, como si lo hubiera adivinado, inició la conversación:
—Legionario, ¿a qué tribu perteneces?
—A la Galeria, aunque no vengo de Roma sino de Hispania.
—Yo soy de la tribu de los hadramíes, siempre enfrentados con los diablos de Saba. ¡Como romanos y cartagineses, ja, ja! —El árabe rio, dejando entrever una dentadura perfecta.
—Señor, querría hacerle una pregunta, si no lo incomodo. —Néstor lo miró con severidad—. No conozco el tejido del que están hechos vuestros ropajes.
Harith lo miró fijamente, y sus ojos, del color del ébano, se achinaron.
—Es tejido gosipino, muy común en la India. Allí la lana no sale de las ovejas, sino de unos arbustos que, cuando abren su fruto, parecido a una avellana, dan unas fibras blancas y muy suaves.
—¿Un arbusto que da lana? Oriente debe de ser un lugar prodigioso. También he observado que vuestros camellos tienen las patas negras. ¿Son de una raza especial? —preguntó Lucio, ante la desesperación de Néstor.
—¡Ja, ja, ja! No, es solo que en mi tierra, Hadramaut, solemos untarles las patas con aceite negro para evitar la sarna.
—¿Aceite negro? ¿De olivas negras?
El camello de Harith empezó a emitir un extraño sonido, como de gárgaras. Lucio calculó que Harith estaría alrededor del décimo lustro de vida. Su piel era olivácea, la nariz recta. La galena molida con que se pintaba los ojos le daban a su mirada una profundidad que infundía temor.
—Tengo la sensación de que tú no eres un soldado como los demás. ¿Cómo has dicho que te llamas? —preguntó Harith.
—No lo he dicho, señor. Me llamo Lucio Celio.
—Debes saber, Lucio Celio, que el aceite negro rezuma de algunas rocas. Tiene un olor muy intenso y arde con furia. En mi tierra lo llamamos alquitrán.
Lucio sonreía impresionado, ávido de conocer todas las maravillas del país de los indios y de aquellos otros hombres de ojos rasgados que trabajaban la seda del capullo de los gusanos. ¿Cuántas otras cosas aprendería? Se sintió feliz, y se convenció de que alistarse en la legión había sido lo correcto. Ser soldado le había permitido conocer Egipto, entablar amistad con el gran Androgeo, mejorar de forma notable su técnica con la espada y vigorizar su cuerpo con la disciplina física. Su mente estaba también más sosegada. Y ahora, poder acompañar a Harith era lo mejor que le había podido suceder.
—¡Eh, hispano! ¿Qué haces molestando a Harith? —bramó Pompilio, que se había acercado desde la cabeza de la columna.
—Estimado tribuno —terció Harith—, deberías saber de sobra que los caballos no pueden seguir a los dromedarios. Lucio Celio y su compañero pueden cabalgar a mi lado, de ese modo el viaje resultará más agradable para todos.
Pompilio curvó sus labios hacia arriba, intentando dibujar una de sus sonrisas ficticias, antes de dirigirse a la hija de Harith:
—Señora, he enviado un mensajero al hydreuma para que esta noche tengan preparada una estancia para ti y tu esclava. Tu padre me ha dicho que él prefiere dormir a la intemperie.
Bajo el turbante, unos grandes ojos almendrados parpadearon. Entre las cejas lucía un lunar negro.
—Gracias, Pompilio —contestó Harith—. ¿Han traído alguna novedad los exploradores?
—Ninguna. Tendremos una travesía tranquila —contestó el tribuno.
—Voy a salir a cazar con mi halcón. No necesito escolta. No temas, conozco bien este desierto, volveré pronto.
Harith se dirigió hacia una de sus carretas, en la cual descansaba su halcón posado sobre una percha. Lucio deseó poder acompañarlo, pero sus pensamientos se vieron interrumpidos por la voz del tribuno:
—¡Eh, vosotros! Mantenedme informado, y cuidad bien a esta dama hasta que vuelva su padre.
—No te apures, Pompilio, sé cuidar de mí misma —dijo una voz femenina apagada por los ropajes.
Pompilio se retiró después de clavar los ojos en Lucio, como una serpiente buscando intimidar a la presa.
—Es un necio —dijo la joven ante la sorpresa de ambos soldados—. Me llamo Arsínoe. —Miró a Lucio—: Me gustan tus ojos, tienen el color del lapislázuli, aunque todo tú eres hermoso.
Las palabras de Arsínoe, por inesperadas, lo ruborizaron y divirtieron a Néstor, que carraspeó y se alejó unos metros. La habían visto al amanecer cuando la caravana se ponía en marcha. Era una mujer de gestos enérgicos y poco femeninos. Bajo aquellos ropajes de hombre se hacía difícil adivinar qué aspecto tendría. Lucio recordó los comentarios de Pompilio sobre ella y le incomodó parecerle hermoso.
La caravana discurrió sin novedad. Llegaron al hydreuma cuando la luz del día empezaba a teñirse de naranja. Aquel momento de la jornada era la preferida de Lucio, cuando el calor menguaba y las sombras se alargaban, como si la luz, en su retirada, quisiera llevárselas por la fuerza. Los colores de las colinas y de la arena cobraban una fuerza inusitada. Todo parecía vivo, a la espera de ser bañado por el fulgor de las estrellas vespertinas.
Las carretas quedaron resguardadas dentro de las murallas del fuerte de piedra, construido alrededor del pozo de agua. Harith dispuso una fogata cerca de donde rumiaban los camellos e invitó a Néstor, a Lucio y a los jefes de la caballería númida a cenar junto a ella. Se les unieron Arsínoe y Xian, su esclava, una muchacha menuda, con un rostro redondo como una hogaza de pan a la que se le hubieran hecho dos pequeños cortes por los que asomaban los ojillos brillantes. Del turbante se le escapaban unos mechones de pelo negro y lacio. Néstor se excusó. Había dejado temporalmente sus quehaceres como centurión y debía comprobar que su optio estuviera ocupándose de todo como era debido. «Felicidades, hermoso. Disfruta de la mujer barbuda», le dijo a Lucio entre carcajadas cuando se alejaba.
Las gentes del desierto entretenían sus noches contando hazañas propias o historias de héroes antiguos. Tras una exigua cena, Búcar, el jefe de los africanos, un sujeto enjuto con las mejillas devastadas por la viruela, entonó con voz profunda la triste canción de Sofonisba, la beldad cartaginesa que había hecho enloquecer a dos reyes númidas. Mientras tanto, Xian sirvió a todos los presentes una bebida muy caliente, una infusión de hierbas que había preparado echando al agua piedras calentadas en las brasas. Harith le preguntó a Lucio:
—Cuéntanos cómo es tu tierra. He oído decir que abundan los conejos.
—Así es. Mi tierra es boscosa y no recuerdo haber pasado nunca sed. Siempre hay un arroyo donde hundir la cabeza. Vivo cerca de Barcino, una pequeña colonia, a orillas del mar, junto a la desembocadura del Rubricatus. El vino es abundante, como el aceite. Raras veces nieva, y los inviernos son tan benéficos que los ancianos son robustos como los jóvenes.
—Y aparte de conejos, ¿qué animales se pueden cazar? —preguntó Búcar con su latín lleno de incorrecciones.
—En las sierras abundan los jabalíes, los ciervos y los lobos. Los primeros son fáciles de cazar, no así los lobos. Lo sé por experiencia. —Lucio hablaba con la mirada fija en las llamas del hogar, como si leyera en ellas todos sus recuerdos.
—¿Lobos? Ah, muchacho, solo el placer de rondar a una mujer es comparable con el que siente el cazador cuando sigue a una gran pieza, ¿no es así, Búcar? —intervino Harith—. La primera vez que la muerte te mira a través de los ojos de un animal no se olvida.
—Sin embargo, no fue esa la primera vez que me enfrenté a la muerte… En cuanto a la caza, desde niño tuve por maestro al mejor cazador de lobos. Barkal era su nombre. El último de los jefes layetanos. Me enseñó muchas cosas, antes de que… —Lucio dudó en continuar. Echó un vistazo alrededor y se aseguró de que no estaba Pompilio. Prosiguió—: Antes de que las togas purpuradas le pisaran el cuello.
—Entiendo. —Harith lo miraba fijamente mientras se mesaba su perilla gris. Había alcanzado la edad de los que ya han sufrido muchos azares en la vida y pueden adivinar las tribulaciones de otras almas—. A pesar de tu buena educación, prefieres la compañía de la plebe a la de los potentados, ¿no es así?
Lucio dejó que su silencio hablara por sí mismo. Los reflejos de las llamas en sus facciones aceraban su expresión. Arsínoe, muy observadora y poco dada a intervenir en las conversaciones, dijo:
—Con el vino las lenguas se sueltan y los corazones sienten la nostalgia de la niñez. —Tendió a Lucio un trozo de caña marrón diciendo—: Toma, joven Celio, espanta tu tristeza con el dulzor de esta caña.
Llegó Néstor, atraído por las risas y la calidez de las conversaciones. Le tocó el turno de relatar una historia. Relató el prodigio que vivió cuando cumplió los catorce años y acompañó por vez primera a su padre a pescar el pez espada. Llegaron con su barca hasta el terrible estrecho entre Escila y Caribdis, donde el mar hierve de pescado y en cada caleta hay una almadraba. Se empeñó en ser él quien subiera al palo mayor para avistar los peces, a pesar de que su padre se lo había prohibido. Poseidón castigó su desobediencia y Néstor cayó al mar desde esa altura. Todos lo dieron por muerto, convencidos de que el choque con la superficie del agua habría sido mortal, hasta que dos delfines lo sacaron a flote con sus morros.
—Lucio Celio, si la caza del lobo no fue la primera vez que te enfrentaste a la muerte, ¿cuál fue? Nos has dejado intrigados —preguntó Arsínoe, sin destapar una sola vez su rostro, ni siquiera para beber.
Lucio contó cómo la cántabra lo había curado y su confusión posterior al desconocer qué dioses habían actuado realmente.
—La mujer aseguraba que el espíritu del oso se apoderaba de ella para indicarle qué debía hacer para curarme. Mi padre la temía como a la peor de las brujas de Tesalia. Pero yo sé que en su corazón solo había bondad.
—En la época de mis antepasados —dijo Harith—, cada tribu tenía un vate. Llevaba a pastar sus rebaños a las mismas tierras que los demás, y en su casa se hilaba la lana y se hacía el queso como en cualquier otra. Pero cuando alguien caía enfermo, se cubría con una piel de león montañés y, al ritmo de un gran tambor, hacía volar su alma hasta la región donde viven los muertos y los que aún no han nacido, para que los antepasados le indicaran cómo luchar contra los espíritus que provocaban el mal. Otras veces le decían dónde encontrar los pastos más verdes.
Mientras hablaba, Harith tallaba con sus manos ásperas una jabalina de madera. Lucio se percató de que en su mano derecha lucía un anillo-sello con la figura de un halcón.
—Todavía era así en la época del padre de mi padre. Después se intensificó el comercio del incienso y dejamos de salir a pastar con las cabras. Se construyeron templos para guardar los tesoros de los dioses. Grupos de hombres panzudos, afeitados y vestidos de blanco nos dijeron que ellos mantendrían a las divinidades eternamente satisfechas, pues no había hora del día o de la noche en que no se estuviera sacrificando una paloma o una liebre en el altar del templo.
—¡Los sacerdotes! —Búcar escupió al suelo tras pronunciar la palabra.
—Esos eunucos estaban tan ocupados en contabilizar sus riquezas que no se dieron cuenta de que los dioses antiguos habían abandonado Hadramaut en cuanto ellos llegaron. Nadie entiende ya los rituales y los sacerdotes ni quieren ni les importa ir a visitar el mundo de los ancestros. El oro ha hecho que todos nosotros hayamos olvidado el misterio que habita el universo.
Se quedaron en silencio. Lucio alzó la vista y vio una estrella fugaz atravesar el firmamento.