25. CERCA DEL PARAÍSO

Harith reclamaba la presencia de Lucio cada vez que salía a cazar con el halcón, no tanto por la seguridad sino porque ambos disfrutaban mutuamente de la compañía. Así supo el joven que Arsínoe era su primogénita, hija de su esposa principal, una rica heredera alejandrina. Se habían casado como parte de un pacto comercial entre Harith y su suegro, según el cual el primero pondría a disposición del segundo los servicios caravaneros de su tribu y todo su conocimiento sobre los recursos de la Arabia Felix. Harith heredó el pujante negocio, el cual, con los años, se había circunscrito al periplo del mar Eritreo.

Durante su estancia en Roma, Lucio había sido testigo de la prosperidad sin precedentes que la Pax Augusta había supuesto para la capital. El dinero corría como el vino, patricios y caballeros consumían con avidez los productos procedentes de lugares con nombres exóticos: Muziris, Podouke, Patalibothra. En los mercados se amontonaban cientos de sacos de canela y pimienta, conchas de tortuga, camas de bronce, veladores de ébano, biombos de bambú y marfil de los elefantes indios para elaborar dientes postizos. Los almacenes portuarios de Ostia estaban atestados de miles de piezas de fina tela de seda de todos los colores, en espera de que las barcas de sirga remontaran el Tíber y bombearan la mercancía hasta Roma, donde las matronas de los hombres principales competirían entre ellas para ver quién lucía la perla más gruesa, los tejidos de algodón más ornamentados o la seda más brillante. Las más pudientes se perfumaban con nardo del Ganges y otras exhibían pelucas chinas de pelo negro y lacio.

—El riesgo es muy elevado, pero las ganancias son fabulosas —le informó Harith—. Solo hay que conocer la fórmula del éxito.

—Estuve examinando los barcos en Berenice. Son los más grandes que he visto en mi vida: de tres mástiles y velas rectangulares. Me impresionaron por la solidez.

—En efecto, tienen que ser capaces de soportar los endiablados vientos monzones. Hay otro factor importante: los marinos. Esos barcos necesitan capitanes intrépidos y experimentados que no teman los embates del mar —dijo Harith, mesándose la barba mientras escudriñaba el cielo buscando a la rapaz—. Zarpan de Berenice en verano para poder aprovechar los vientos del sudoeste y llegar a la India en septiembre. En Myos Hormos fondean más de cincuenta de esos bajeles, pero solo los míos surten directamente a la Casa de Augusto. Por eso prefiero Berenice. Está más lejos, pero allí mando yo.

—¿Cuántas veces has viajado a la India? —preguntó Lucio.

—Pocas. No me gusta el mar. Si quieres saber sobre la India debes hablar con Arsínoe, ella es quien se ocupa de todo allí.

—¿Arsínoe? —dijo Lucio sorprendido.

—Mi hija ya se interesaba por los negocios cuando las chicas de su edad aún jugaban con muñecas, está hecha para eso. No te extrañes, no es tan raro. Desde Alejandro no ha habido un solo rey de verdad en Egipto; han sido las mujeres las que han mandado en este país.

Harith hizo una pausa para recibir a su halcón, que esta vez volvía de vacío. Le puso la caperuza de piel endurecida y le acarició el pecho, cubierto de plumas moteadas. Lucio creyó notar cómo el animal se relajaba y levantaba alternativamente las patas, en una especie de singular baile de agradecimiento.

—Arsínoe ha vivido varios años en la India. En muchas ocasiones no hay tiempo suficiente de vender toda la mercancía y es necesario permanecer allí un año, hasta el siguiente monzón de invierno, entre noviembre y enero. Ah, muchacho, el viaje de vuelta sí es una delicia, el cielo se vuelve claro, el mar se dulcifica y los vientos son estables y predecibles. Pero el viaje de ida, ese no se lo deseo a nadie. Yo prefiero quedarme en la primera escala, en Hadramaut, con mi pueblo, o en la isla de Socotra, y ocuparme de la provisión de acíbar y sangre de dragón.

—¿Sangre de dragón? Arbustos que dan lana, cañas dulces como la miel, granos amargos para mantenerse despierto… —decía Lucio—, ¡qué extraordinario!

—¡Ja, ja, ja! Y eso no es nada. Lo que más me impresiona son los médicos. Los del país de Xian pueden hacer cosas asombrosas. En uno de mis viajes se desató una epidemia de viruela. Los indios de las tripulaciones caían como moscas, aunque lo más sorprendente es que aceptaban la muerte sin hacer nada. Decían que era un castigo por algún pecado cometido en las vidas precedentes.

—¡Por Júpiter! ¡Conocen el pensamiento pitagórico!

—Probablemente fue Pitágoras quien conoció a los sabios desnudos de la India. Los médicos del Oriente más remoto practican una magia muy efectiva. No te creerás lo que hacían con los sanos: trituraban las costras secas de los afectados de viruela y les introducían el polvo en la nariz. ¡Yo mismo lo probé!

—¿Lo probaste? —dijo Lucio con gesto de repugnancia—. ¿Y qué te sucedió?

—Pasé una viruela muy leve. Eso fue todo.

Lucio lo miró con intensidad durante un instante, antes de decir, con el rostro iluminado por una sonrisa:

—Es un honor y un gran placer acompañarte a cazar, Harith. Por desgracia, debemos volver ya. Pompilio debe de estar inquieto.

Harith se acercó al dromedario, que rumiaba a la sombra de una acacia. Lo montó y, con un toque de fusta, el animal se puso en pie con torpeza. Al observar sus patas, Lucio temió que en cualquier momento se fueran a quebrar.

Cabalgaron con el sol cegándoles los ojos.

—Cuando vuelva a ver a los míos tendré tanto para contar… Si es que los vuelvo a ver algún día —dijo Lucio, con un deje de tristeza.

Harith se descubrió la cara para hablarle.

—Te he observado. Por las noches te cuesta conciliar el sueño, y cuando lo haces tu alma no descansa. Otras veces, aunque estés despierto, tu mente vuela muy lejos y, cuando vuelve, tus ojos desprenden rabia. Rogaré a los dioses para que te mantengan con vida y puedas volver a tu casa sano y salvo. ¿Qué es un hombre sin su familia? Nada. Un bote minúsculo azotado por los monzones.

¿Eso era él, un bote a la deriva? ¡No! La fortuna le favorecía. Él mismo había rechazado la ayuda de su familia, de modo que solo le restaba actuar con tesón y determinación. Y procurar tener de su parte a un dios poderoso. Todos los soldados lo tenían. Él había elegido a Lug, dios de la luz, como Apolo. No en vano, Apolo era el dios preferido de Augusto. Durante su estancia en Egipto, el emperador había ofrecido constantes libaciones a las palmeras, bajo cuya sombra nació el dios. A pesar de todo, había momentos en que lo consumía la melancolía, y durante días su ánimo se cubría de una niebla de desolación que ni siquiera una borrachera podía disipar.


Como cada noche, Lucio se reunió con Néstor y Djedi para compartir los sucesos del día.

—Qué mala suerte, para una vez que viajamos con una mujer y resulta que tiene bigote —dijo Néstor guiñándole un ojo a Djedi mientras abrillantaba su casco.

—En todos estos días solo le he visto las manos, el resto es un amasijo de tela. Su padre me ha contado que es ella quien viaja a la India y se ocupa allí del negocio. Debe de ser una mujer… —titubeó mientras buscaba el calificativo más adecuado— enérgica.

—Quizás ese sea su único encanto. Es posible que tenga la sarna de los camellos y vaya toda untada de aceite negro —bromeó Djedi, entretenido en volver a armar su mochila de legionario con toda la impedimenta—. ¿Y qué tal ese Harith el Hadramí?

—Solo puedo decir que parece un buen hombre —respondió Néstor—. Debe de nadar en oro y, sin embargo, sigue cazando su propia cena y durmiendo bajo las estrellas pegado a su camello. Y siempre se lleva a Lucio cuando va a cazar… o al menos eso dicen que hacen —añadió con una sonrisa maliciosa.

—¡Lo que faltaba! —exclamó Djedi, palmeándose un muslo mientras miraba a Lucio—. La hija se enamora de ti y el padre también… ¡Y los dos tienen barba!

Todos estallaron en carcajadas. Se oyó aullar un chacal a lo lejos.

—Es una persona sencilla —intervino Lucio—, y tampoco él soporta a Pompilio. Cada vez que habla con él acaba mascullando algo en su lengua y escupiendo al suelo. ¿Sabíais que en Arabia las caravanas hacen parte del viaje de noche para poder guiarse por las estrellas? Allí no hay ni fortines ni pozos señalizados, siempre hay que estar alerta para no perderse porque las tribus vecinas son belicosas.

—O sea, que lo nuestro es como un paseíto por la vía Canópica en primavera —dijo Djedi metiendo su escudo dentro de la funda.

—No nos vendría mal un poco de acción —añadió Néstor—. Me aburro. Se me gastará la hoja de la espada de tanto pulirla.

—¡Ánimo, muchachos! Cada día que pasa estamos más cerca de Coptos y de las termas de Neftalí —dijo Lucio poniéndose en pie.

—¡Sí, señor! Y de poner en práctica los tres preceptos del hombre feliz: comer, beber y adorar a Venus —replicó Néstor, echándose en la arena mientras cruzaba las manos sobre el abdomen.

—He ahí mi centurión —bromeó Lucio—. Amigos, buenas noches.

Echó a andar hacia la oscuridad con una anforilla en la mano. Aquel día había estado soplando el viento del desierto y se sentía polvoriento y sucio después de siete días sin asearse. El agua de los pozos era demasiado preciosa como para malgastarla en otras actividades que no fueran dar de beber a humanos y a caballerías. Allí cerca, encajonada en la montaña, había una charca con agua de las últimas lluvias. Había descubierto el lugar en el viaje de ida, cuando perseguía a un pequeño antílope. Quizá la poza estuviera ya seca, pero había que intentarlo.

—Ave, Flavio —saludó al centinela.

—Ave, Lucio. ¿Vas a ir a cazar a estas horas? No puedo dejarte, ya lo sabes.

—No, sólo quiero darme un chapuzón. No sé tú, hermano, pero yo tengo el cuerpo magullado de la maldita arena. Se mete por debajo de la coraza y te destroza la piel.

—¿No me digas, rosita de Alejandría? Pues tendrás que aguantarte, como los demás. No puedo dejarte ir.

Lucio ya se había perdido en las sombras, desde donde gritó:

—No seas quisquilloso, Flavio, todo está tranquilo. Te debo una. Cuando lleguemos a Coptos arreglamos cuentas.

—¡Lucio, vuelve! ¡Maldito hijo de Plutón, cuando te agarre…!

La ascensión había valido la pena: quedaba suficiente agua incluso para nadar. Se desnudó sin dejar de estar alerta, con los sentidos despiertos como antes de entrar en combate. No se oía nada. Se zambulló. No acostumbraba a saltarse las normas, pero aquella noche se sentía ansioso. Había bebido más de la cuenta, pues la pena volvía a rondarlo, y un chapuzón le ayudaría a conciliar el sueño.

En el desierto la temperatura nocturna descendía con brusquedad. Al salir de la charca empezó a tiritar. Cogió un puñado de arena y se frotó todo el cuerpo, las axilas, los brazos, los muslos, la entrepierna, para deshacerse del polvo y del sudor. Le quitó el tapón a la anforilla y derramó un poco de aceite de sándalo en el cuenco de su mano. Se untó cuidadosamente la piel y después se friccionó piernas y brazos con energía.

Se sentía como nuevo. Era conveniente no demorarse demasiado, pero la tentación de tenderse unos instantes, desnudo, sobre una gran losa de piedra aún caliente pudo más que su voluntad. La fragancia del aceite era nueva para él. La aspiró profundamente mientras observaba un lucero. Fijó un rato su mirada en él y creyó ver cómo se movían las estrellas. Tras unos instantes, se oyó un chapoteo. Se incorporó rápidamente. ¿Qué había sido eso? Aguzó la vista en la oscuridad; podía ser un animal de las montañas que había bajado a beber, una gacela o un chacal. No vio nada. Se había arriesgado demasiado. No quería darle a Pompilio ningún motivo de reproche. El tribuno estaba muy puntilloso con él, esperaba con impaciencia el momento de pillarlo en alguna falta. Su sintonía con Harith, lejos de agradar al prefecto, lo soliviantaba.

Oyó unas voces. Se maldijo por no haber tenido al menos la precaución de coger la espada. Por Júpiter, si no lo mataban los beduinos lo haría Pompilio. Debía mantener la calma. Se movía como un gato, calculando cuidadosamente cada movimiento. Con la ropa en la mano, estaba a punto de echar a correr camino abajo cuando sus ojos distinguieron a dos personas que se acercaban nadando. Eran Arsínoe y su esclava.

—¡Menuda sorpresa! Mira, Xian, quien ha venido a bañarse con nosotras.

Lucio se tensó como un arco. Se puso de espaldas para no verlas y empezó a ponerse la túnica con ademanes nerviosos.

—Ya me voy, señora. Os pido disculpas si he perturbado vuestro baño. No me imaginaba que conocierais este sitio.

Las mujeres salieron del agua y lo rodearon. ¿Habría alguien más? ¿Estaría también Harith? Por Cástor y Pólux, habría debido obedecer a Flavio, aquel desliz le podía complicar mucho la vida.

—No temas. Estamos los tres solos —le dijo Arsínoe acariciándole la mejilla—. Por fin puedes saber qué había bajo los ropajes, ¿no es eso lo que estás pensando?

«Ojalá pudiera pensar», se dijo. Todas las fibras de su cuerpo se activaron antes que las de su entendimiento. Tenía ante sí una mujer bellísima de piel tostada y busto generoso. Miró sus labios, bien delineados y un poco morados por el frío. Se movían mientras hablaba, aunque él no oía nada. Solo sentía sequedad en la boca y un deseo incontenible que crecía en su interior sin poder hacer nada por evitarlo. Apartó la vista de Arsínoe y miró a Xian, la esclava, la cual parecía una frágil figurilla de alabastro. Su aspecto adolescente y andrógino contrastaba con la voluptuosidad del cuerpo de Arsínoe.

—Debo irme, si nos descubren me puede costar la vida, lo sabes. —Lucio habló con los ojos cerrados. Evitaba mirarlas. En un suspiro podía irse al garete todo aquello por lo que había estado luchando.

Arsínoe se adelantó y se abrazó a él, frotándose contra su pecho como una gata en celo. Se acercó a su oído y le susurró con una voz tan seductora que Lucio se sintió el único hombre sobre la faz de la tierra: «El peligro aumentará el placer».

La mujer se apartó de él sin dejar de mirarlo y se colocó detrás de Xian, que alzó los brazos para apoyarlos en la nuca. Arsínoe la abrazó por detrás, rozando con las yemas de sus dedos la piel casi traslúcida, deteniéndose en cada recoveco mientras Xian se contorsionaba con el vello erizado por el placer. Lucio contempló las estrechas hendiduras por donde asomaban sus ojos. Desnuda como estaba, no parecía un ser nacido de mujer. Era fuerte y delicada a la vez, como un rebeco o una pantera. Cuando las manos de Arsínoe bajaron hasta el monte de Venus, Xian alargó sus brazos y los apoyó en el pecho de Lucio. Estaba tan cerca que este podía sentir la tibieza de su respiración. Debía irse, sin demora. Cogió las manos de Xian y las alejó de su cuerpo. Hizo ademán de echar a andar, pero Arsínoe se le adelantó y lo agarró del cuello:

—No estoy acostumbrada a que un hombre me rechace. ¿O acaso eres un cobarde?

La mención de aquella palabra decantó en la mente de Lucio la balanza. Otra vez, una mujer lo tachaba de cobarde. Allí estaba él, ávido de sentir la vida palpitando en sus venas. Sostuvo la cara de Arsínoe entre sus manos, miró sus bellos ojos de almendra y su boca entreabierta. Con un arrebato animal, hundió sus manos en la cabellera negra, la atrajo hacia sí y la besó, queriendo creer que era a Garza a quien besaba.

Y se concentró en demostrarle que él no era un cobarde. Bajo el firmamento asaeteado de estrellas, dos sacerdotisas se entregaron a un arcano ritual donde él fue el ídolo. Cada vez que creía estar alcanzando el clímax, Arsínoe y Xian lo distraían con caricias desconocidas y, lejos de sentirse disgustado, el ansia acumulada lo empujaba a empezar de nuevo, ejercitándose también él en retener las riendas de la pasión, deleitándose primero con un paso lento, como el suave balanceo de una faluca, después con un trote largo por una senda nunca antes recorrida, como una marea subiendo inevitable, hasta alcanzar la orilla con la vehemencia de un vendaval. Inmune al dolor, saturado del calor y la tensión emanada de los seres transidos de deseo, se sintió un hijo de la tierra, hermano de los antílopes y las serpientes.