30. UNA OPORTUNIDAD EN EL ABISMO
La brisa que se había levantado la noche anterior había arreciado. Lucio enrolló una de las telas que le habían servido de venda y se la colocó alrededor de la cabeza, cubriéndose la boca y la nariz a la manera beduina. Como cada mañana, los soldados convictos escoltaron a los presos hasta la explanada de la molienda. Las madres cargaban con sus bebés en la espalda y las abuelas llevaban de la mano a los niños mayores. El polvo del desierto se les metía en los ojos y lloraban. Los ancianos portaban los martillos de dolerita y de hierro con los que machacaban el mineral sobre las piedras de moler.
Los ánimos estaban más excitados que de costumbre, no era fácil trabajar con el ruido del viento en los oídos y arenilla en los ojos. Apolonio, el convicto espartano taciturno, colérico y muy proclive a usar el látigo, caminaba nervioso de un lado a otro como un león del anfiteatro. Un niño de unos seis años lloraba sin consuelo, víctima de una rabieta. La abuela intentaba calmarlo, pero cada vez que dejaba su trabajo restallaba el látigo de Apolonio, fiel y eficaz como el mordisco de un perro de presa. La madre y la abuela del niño destacaban por sus buenos ropajes y porque mezclaban muchas palabras griegas con el egipcio. Habían llegado hacía poco y probablemente procedían de Alejandría. Lucio se preguntaba qué crimen habrían cometido para estar allí. La madre del niño era una bella mujer de ojos tristes. No cesaba de mirar hacia la colina, ansiosa.
Ya llevaba un mes allí. Había dispuesto de tiempo suficiente para observar y conocer a los presos. Había otro niño de la misma edad, Ameny, que intentaba consolar al que lloraba, pero la madre lo espantaba como un perro sarnoso, pues decía que era un saco de piojos. Ameny tenía una hermana mayor, Dohae, una adolescente menuda y oscura con una falda que en algún momento fue blanca. Se colocaba la cinturilla por debajo de los pechos, que llevaba al descubierto, a la manera de las campesinas egipcias. Ameny iba siempre desnudo, y Lucio se preguntaba cómo pasaban las frías noches él y su hermana. Sin embargo, a pesar de su desgracia, nunca vio desesperación en los ojos azabache de ambos hermanos, que contrastaban con unos dientes blancos como la leche de cabra.
Lucio se resistía a usar el látigo y hubo veces en que fue él quien probó el vergajo del centurión por no esmerarse en su trabajo. La determinación de llevar a cabo con diligencia la tarea que le habían encomendado empezaba a quebrarse, no por voluntad sino por falta de ella. A veces gritaba y amenazaba a los que no trabajaban, pero se resistía a ir más allá de eso. Le resultaba difícil contemplar impasible los golpes que sus compañeros propinaban sin remordimiento alguno. Algunas ancianas, agotadas, acababan con la espalda al rojo vivo. Se machacaban las manos a propósito para que las llevaran a las celdas de castigo, donde morían al poco tiempo. Casi todos sus compañeros hacían la vista gorda con las madres que amamantaban y los niños de corta edad. No obstante, había un par de individuos que disfrutaban con la crueldad, y Apolonio era uno de ellos.
Las horas se hacían eternas y no había vuelto a ver al prefecto desde su llegada. Los pensamientos no le daban tregua, imaginaba mil maneras de llamar su atención y conseguir escribir a Harith. Únicamente él podía sacarlo de allí. Había veces en que acababa doliéndole la cabeza de tanto cavilar. Era difícil aceptar que allí solo era considerado un vil ladrón. Por suerte, su cuerpo empezaba a recuperarse. De noche ejercitaba sus piernas corriendo, subiendo a las colinas donde se hallaban las galerías y propinando patadas a unos sacos de arena que se había confeccionado para entrenarse. Nadie lo vigilaba, se daba por sentado que ningún convicto en su sano juicio se atrevería a escapar. Millas y millas de árido desierto y escarpadas montañas separaban Berenice Pancrisia del lugar habitado más próximo.
Aquel día los nervios estaban a flor de piel. El viento ululaba por entre las montañas y levantaba remolinos de polvo. El centurión a su cargo gritó a Lucio:
—¡Por los cuernos del gran morueco! ¡Quítate ese trapo de la cabeza, hispano, pareces un moro mugriento! Sigues siendo un legionario y debes llevar el uniforme reglamentario. ¡Y pon más brío en tu trabajo, haragán!
El niño seguía llorando. Su madre le ponía la mano en la boca para callarlo, pero eso aún lo encabritaba más. La mujer miraba una y otra vez hacia la colina, como esperando algo que no llegaba.
—¡Maldita furcia! ¡Haz que se calle o yo mismo me ocuparé de que no vuelva a abrir la boca! —gritó Apolonio.
El niño se asustó y redobló su rabieta. Aprovechando que el centurión estaba lejos, Lucio se fue hacia el niño. La madre se echó sobre él para protegerlo.
—No temas, levántate —le dijo Lucio en griego—. ¿Cómo se llama?
—Onofris —respondió ella, temblando.
Lucio cogió una piedra plana del suelo y, con un pedazo de cuarzo, dibujó una cabeza de gato y se la ofreció al niño. Este abandonó por un momento el llanto, mirando alternativamente al gato y a Lucio, entre hipidos. Al menos, había conseguido que callara. Intercambió rápidamente unas palabras con la abuela. Le dijo que eran de Filadelfia, en la región arsinoita. Tenían tierras muy fértiles en el gran oasis de El Payom, pero un viejo conocido de Lucio, el Idios Logos, se las había arrebatado con una argucia legal.
De repente, la vara del centurión se descargó sobre su espalda.
—¿Se puede saber qué haces? ¿No sabes que está prohibido hablar con ellos? ¡Vuelve a tu trabajo, perro perezoso!
Lucio se puso de pie y musitó una disculpa. Sabía que los centuriones escribían cada día informes y los pasaban al prefecto. Debía controlar sus actos y destacar por su buen comportamiento. Él no era un criminal ni un sinvergüenza, tenía que dejarlo claro.
Pasó un rato y Onofris empezó a imitar a su familia. Cogía piedras pequeñas y las machacaba. Entonces quiso averiguar si la losa en la que Lucio había dibujado el gato también se partía. La golpeó con una piedra y se fracturó en mil pedazos. Al verlo, el niño rompió a llorar de nuevo, ante la desesperación de su madre, que buscaba la mirada de Lucio pidiendo ayuda. Él la ignoró. Aquel día ya había sido amonestado dos veces.
El estridente llanto infantil se mezclaba con el silbido del viento y crispaba los nervios de cualquiera. Apolonio, con los ojos tan abiertos como los de un demente, se fue hacia el niño, a quien derribó de un bofetón. Entonces se fue a por la madre, gritándole:
—¡Zorra estúpida, te he dicho que lo hicieras callar! ¡Ahora ya es demasiado tarde!
La soltó y se arrodilló junto a Onofris. Fuera de sí, le puso las manos en la garganta. El niño boqueaba aterrorizado y la madre, descargando sus puños sobre la espalda del espartano, gritó:
—¡Hispano, ayúdame, haré lo que me pidas!
En ese instante se oyó un grito desde la colina, uno de los hombres que bajaban cargados con fardos salió de la fila, tiró al suelo la espuerta que cargaba sobre su hombro y gritó:
—¡Suelta a mi hijo!
—¡Te vas a callar de una vez, mocoso! —bramaba Apolonio mientras estrangulaba al niño.
No pudo soportarlo por más tiempo. Lucio arrojó el látigo al suelo y se fue hacia Apolonio. Aquella era una buena ocasión para practicar los golpes prohibidos que le había enseñado Salvio. Concentró toda su rabia en el talón y lo proyectó con fuerza hacia la espina dorsal de Apolonio, quien, al recibir el golpe, soltó al niño de repente. Este cayó al suelo respirando trabajosamente, y se refugió en brazos de su madre. El padre llegó y se encaró con Apolonio, que, lejos de haberse calmado, parecía haber desatado toda su furia.
El espartano lanzó un derechazo al recién llegado, poco ducho en las artes de la pelea, y después fue a por Lucio. El centurión estaba lejos, pero en cuanto fue avisado llegó a la carrera. Lucio esquivaba limpiamente los golpes de Apolonio, guiados más por la ira que por la maña. Los demás soldados convictos habían formado un redondel y jaleaban cada golpe que Lucio eludía, ajenos a los gritos del centurión, que se perdían con el viento, y solo callaron cuando se introdujo en el círculo a empellones y descargó varias veces su vara sobre los contendientes.
Poco después, Lucio volvía a pisar el calabozo, acompañado del espartano, a quien encerraron en otra celda.
La luz se filtraba por el ventanuco que daba al patio. Miles de motas de polvo flotaban en el aire. Iban de acá para allá, ajenas a la fuerza que atraía los cuerpos hacia el suelo, quizá sujetas a una voluntad superior, o tal vez movidas por el azar. ¿Hasta qué punto podía un hombre doblegar el destino a su voluntad? ¿Cuánto decidían los dioses y cuánto la fortuna? Todo se había venido abajo en un instante. Sin embargo, no podría haber actuado de otra manera.
¿Cómo iba a salir de allí si a los quince días de haber llegado ya había estado dos veces en el calabozo? Recordaba a la perfección las palabras de Publio Ostorio Escápula: «Si optas por ser soldado raso, no cuentes con mi ayuda. Serás tratado como uno más».
Se le ocurrió que podía esconderse en uno de los convoyes que transportaban el oro wadi abajo hasta la fortaleza. O sobornar a alguno de los correos, pero ¿con qué? No tenía nada que pudiera ofrecer. Era necesario conseguir dinero para poder entrar en la taberna. Allí se daban cita los soldados y los convictos. Acostumbraba a agradar a los desconocidos, debía hacer amistades con gente que pudiera ayudarlo. Una voz lo sacó de sus pensamientos. Era Rufulus.
—¡Ponme en la celda del novato! —pidió Rufulus al soldado que lo acompañaba, el mismo joven de nuez prominente que Lucio ya conocía.
—¡Soldado! —gritó Lucio, ignorando a Rufulus—. Dile al prefecto que necesito hablar con él. Por favor, hermano, ayúdame, soy inocente.
—¡Ja, ja, ja! No seas patético —continuó Rufulus—. ¿A quién le importa lo que hayas hecho? Métete en la cabeza que estás aquí, y aquí estarás ad kalendas graecas. Como decía mi madre, el hombre no puede saltar fuera de su sombra.
Lucio se alegró de tener compañía, porque Rufulus sería una buena fuente de información.
—¿Qué has hecho esta vez? —preguntó Lucio, que se había puesto en pie para estrechar el brazo de Rufulus.
—Nada. Por eso estoy aquí. —Rufulus se le acercó y le habló en el oído—: Un asunto de dinero. El centurión quiere más, y yo no quiero dárselo hasta que me haga un favorcillo —dijo guiñándole un ojo.
—Ya veo —contestó Lucio—. Oye, amigo, ayúdame a saber cómo funciona este tugurio. ¿De dónde sacáis el dinero? No es mucho el que se puede conseguir apostando con los soldados.
Rufulus sonrió. Se sentó sobre el jergón con las piernas abiertas y colocó las manos, pequeñas y gordezuelas, sobre las rodillas. Su piel era clara y estaba cubierta de pecas. Tenía el cráneo cuadrado y el poco cabello que podía peinar era rubio con reflejos de cobre pulido. Sus cejas rojizas sobresalían sobre un reborde prominente, protegiendo unos ojos marrón oscuro que inquietaban quizá por hallarse muy juntos o porque desprendían un aire animal. Pero lo que más destacaba de su rostro era la nariz, grande y achatada como la de un púgil.
—Siempre puedes hacer trabajitos para ellos. Aquí todo se compra y se vende. Publio Celere es una rata de despacho. Presume de sus minas, dice que florecen desde que él llegó, le apasiona escribir reglamentos y normativas, con los que nosotros nos limpiamos el culo después. Quienes mandan de verdad son los centuriones, es a ellos a quienes hay que caerles en gracia.
—Necesito hablar con Celere como sea. Además, todavía no sé cuánto tiempo voy a estar en este lugar.
—Oye, chico, te seré franco. Desde el primer día me di cuenta de que no eres el tipo de soldado que debería estar aquí. Pero has de saber que, una vez ingresas en las minas de Berenice, lo más probable es que salgas de ellas con los pies por delante. Cuanto antes te lo metas en la cabeza, antes empezarás a hacer cosas útiles. A no ser que dispongas de influencias, claro está. Y yo creo que tú las debes de tener. Corre por ahí la historia de que eres nieto de un Domicio de Roma.
—¿Tú te crees que si fuera nieto de un Domicio estaría aquí? —mintió Lucio. Cuanto menos se supiera sobre él, mejor. Desde que tomó la decisión de ser soldado raso su origen solo lo había perjudicado—. Y tú, ¿cuál es tu historia?
—¿Qué más da? —Rufulus se dirigió entonces a Apolonio, que estaba en la celda de al lado—: ¡Eh, espartano! ¿Cuánto tiempo llevas en Berenice?
Nadie contestó. Rufulus se levantó y se acercó a Lucio, que estaba de pie junto al ventanuco. Su nariz estaba plagada de venitas rojas:
—Dicen que es el más antiguo. Siete años.
Siete años. Las palabras de Rufulus retronaron en la mente de Lucio, que saltó como un resorte:
—Pero habrá cometido algún asesinato, o quizás…
—Si fuera un asesino haría tiempo que criaría malvas. ¡En las legiones no hay criminales, soldado! Somos el brazo ejecutor del gran Augusto, representamos a Roma en las provincias y toda esas cosas… ¿O es que también te limpiaste el culo con el reglamento? ¡Ja, ja, ja! —Rufulus se puso serio de repente y taladró a Lucio con su mirada—. Entre los legionarios tampoco hay ladrones, porque los que pillan robando acaban en sitios como este. Por eso estás aquí, y estarás por mucho tiempo. Pero yo puedo hacer que ganes dinero, y mucho. Y hacer agradable tu estancia.
Lucio empezaba a sentirse mal. Respiraba hondo una y otra vez, pero el aire parecía no llegarle a los pulmones. Las manos le temblaban, y cruzó los brazos para que Rufulus no lo viera. El pelirrojo siguió hablando:
—Te vi pelear el otro día. No lo haces nada mal. El único entretenimiento que tenemos son las convictas y las peleas, que organizo yo, por si no lo sabías. De todo lo que va llegando tú eres de lo mejorcito, puedes dar un gran espectáculo. ¿Qué me dices?
Lucio se había puesto contra la pared, con las manos apoyadas contra el muro. Un hormigueo le subía por las piernas desde los pies. Quizá cuando alcanzase el corazón este se le pararía. Su respiración era entrecortada y se convenció de que moriría allí mismo. Pero una voz lo arrancó de cuajo de las magnéticas garras de la angustia:
—¡Lucio Celio! Publio Celere quiere verte. ¡Andando!
Era su oportunidad. No podía dejarla escapar. Se emplearía a fondo, no tenía alternativa. Cuando entró en el despacho de Publio Celere pidió permiso para hablar:
—Señor, le ruego que me permita asearme, vengo directamente del calabozo y desearía poder mantener esta conversación con una presencia digna.
Publio Celere, enfrascado en la lectura de un informe, levantó la cabeza al escucharlo. Lo miró de arriba abajo, levantó una de las comisuras del labio superior y dio órdenes al soldado que lo acompañaba para que Lucio pudiera cumplir su deseo.
No pudo hacer mucho por su aspecto, pero tenía la esperanza de que ese pequeño gesto lo hubiera predispuesto favorablemente. A su vuelta, Celere le espetó:
—¿No has leído el reglamento relativo al comportamiento de los convictos respecto a los presos y a otros convictos? —preguntó Celere.
El prefecto poseía una voz ratonil y chirriante, muy acorde con su boca, que dejaba al descubierto los incisivos superiores. Los ojos eran diminutos y grises, al igual que su cabello, muy escaso. La piel de los brazos y del cuero cabelludo mostraba ronchas cubiertas de una capa de caspa amarillenta. Respondió afirmativamente al prefecto.
—Entonces, ¿por qué te empeñas en hablar con los presos y defenderlos? ¿De qué lado estás?
—¡Del nuestro, por supuesto! Señor, me eduqué leyendo a Virgilio y siempre he creído que los romanos hemos nacido para regir el mundo, imponiendo la paz, humillando al soberbio pero también levantando al desgraciado… Y estamos tratando por igual a las familias de los convictos, mujeres y niños indefensos a los que me es muy difícil maltratar.
—¡Eso no nos concierne! Nosotros solo explotamos las minas, los presos vienen remitidos por tribunales egipcios sobre los que Roma no tiene ninguna jurisdicción. Es la fuerza de trabajo con la que contamos. Además, ya redacté unas normas para el tratamiento de los más débiles. ¿Te las dieron a leer?
—No, señor. Solo me pusieron un látigo en las manos.
—¡Por Júpiter Celeste! No es así como debería funcionar. Ya me encargaré de revisar el procedimiento. Las minas de Berenice serán un infierno, sí, pero un infierno ordenado. Bien, veamos, Lucio Celio: he leído tu expediente y créeme que estoy algo desconcertado.
Lucio fue a hablar, pero se contuvo.
—Procedes de buena familia. Según parece, tu objetivo es pasar a formar parte del cuerpo de ingenieros de las legiones y ese deseo te ha llevado a desdeñar el puesto que se te ofrecía. ¿No es así?
A Lucio se le abrió el firmamento por encima de su cabeza y creyó oír la dulce música que entona Apolo con su lira. La conversación había empezado con buen pie.
—Así es, señor. Mi familia materna es de rango senatorial, pero no la de mi padre, Gayo Celio. Consiguió el grado de caballero tras una vida de servicios impecables en la Cuarta Macedónica. Yo quise seguir sus pasos, además de servir a Roma y a sus legiones, con lo que mejor sé hacer, señor.
—¿Y qué es lo que mejor sabes hacer, robar? —preguntó Publio Célere con ironía.
—No soy un ladrón, señor. Harith el Hadramí puede dar fe de mí. Fue él quien se ocupó personalmente de mi salud los días antes de que partiera la caravana. Si pudiera escribirle…
—¿Escribirle? ¡Eres un convicto! ¡Ahora mismo deberías estar alimentando a los cocodrilos del Nilo o despedazado por las alimañas del desierto! Da gracias a que en la Tercera Cirenaica enviamos a los soldados ladrones a trabajar a las minas; si estuvieras en Germania, tus huesos ya los habrían limpiado los buitres en la cruz. De todos modos, teniendo en cuenta tu origen, podría hacer una excepción si quisieras escribir a tu familia.
Lucio no perdió la compostura. Continuó erguido e inmóvil ante el prefecto. Solo un ligero temblor en el mentón revelaba la tempestad que se libraba en su interior. ¿Escribir a su familia? ¿Para decirles que su aventura lo había conducido a ser un convicto condenado a las minas? Dentro de su cabeza sobrevolaban decenas de ideas que no podía explicar. Pero lo intentó.
—Señor, con todo el respeto, cuando era niño tuve el honor de participar en la fundación de mi ciudad montado en el caballo del emperador. Crecí en el convencimiento de que la ley y la justicia son lo que diferencia al pueblo romano de los demás, pero desde que abandoné a mi familia no hago más que desengañarme. En todo momento he obrado con rectitud, y no sé por qué he venido a parar aquí.
Publio Celere juntó los labios y arrugó la nariz como si fuera a dar un beso al aire. Se rascó la coronilla y se arrellanó en la cátedra donde estaba sentado.
—Tú estás desaprovechado. Te sacaré mejor partido si trabajas para mí en las oficinas, aunque… Tito Flavio Quadrato, el ingeniero, anda falto de brazos. Pero hasta que no me demuestren lo contrario, eres un ladrón. Debo creer a tus superiores. —Apoyó los brazos sobre la mesa, se quedó mirando a Lucio con ojos miopes y añadió—: Está decidido: trabajarás con Quadrato. Empezarás mañana mismo, y dentro de un tiempo, si estoy contento contigo, volveremos a hablar. Retírate.
Lucio lo tomó como una pequeña victoria. Dio las gracias y se dirigió hacia la puerta.
—¡Y no te metas en líos! Dedícate a tu trabajo. La próxima vez no seré tan indulgente.