29. BERENICE PANCRISIA
Berenice Pancrisia
Estación de Peret (siembra)
6 d. C.
—¡El siguiente!
Lucio entró caminando, apoyado en dos bastones. Las heridas de las piernas aún no se habían curado por completo y el largo viaje a pie por el desierto lo había consumido. Publio Celere, el prefecto de las tropas destinadas en las minas de oro de Berenice Pancrisia, tenía ante sí a un hombre extenuado. El pelo largo y ensortijado le enmarcaba el rostro, quemado por el sol. La barba desaliñada y una cicatriz en la mejilla endurecían su mirada de acero. Vestía la misma ropa con la que partió del fortín de Compasi hacía más de un mes y llevaba las piernas vendadas con trapos.
—Soy Publio Celere, prefecto de este campamento. Preséntate, legionario, antes de que lea tu informe. Nombre, unidad y razón por la cual te han enviado.
Se tomó su tiempo para contestar. Observó la pulcritud del despacho: decenas de volúmenes administrativos apilados en las estanterías, la madera reluciente y bien aceitada, la ropa inmaculada del prefecto y sus uñas limpias y cuidadosamente recortadas. Poseía las manos de alguien acostumbrado a empuñar un cálamo y no un arma. La estancia era un oasis en aquel lugar remoto y polvoriento.
—Necesito sentarme.
—Necesito sentarme, señor —añadió Publio—. Que estemos en el desierto no significa que debamos olvidar las normas elementales de respeto a un superior. El primer escalón de una vida decente es el orden. Ahí tienes un escabel, legionario. Sigo sin saber quién eres.
Lucio tomó asiento. Sentía aún tirantes las cicatrices y, a veces, sus rodillas le fallaban cuando se quedaba inmóvil. Le dirigió al prefecto una mirada adusta y habló:
—Se presenta el legionario Lucio Celio, de la cohorte mixta que custodiaba la caravana de Harith el Hadramí. Mi superior es Mamerco Pompilio.
—¿Por qué estás aquí, Lucio Celio?
—Cuando la cohorte partió hacia Coptos yo estaba inconsciente debido a las heridas recibidas en combate. El tribuno del campamento de Compasi me comunicó que se me enviaba aquí por ladrón —Lucio hizo una pausa—, señor. Todas mis pertenencias desaparecieron. Supongo que me dieron por muerto antes de tiempo.
«Mis dibujos, los amuletos de mi madre, el volumen de Vitruvio, la manta que me tejió Harmonía…». No tenía nada y su aspecto era el de un mendigo miserable.
—¿Y qué es lo que robaste? —preguntó Publio Celere.
—Absolutamente nada. No soy un ladrón. Me educaron en el ejercicio de la honradez —su voz expresó una ligera vacilación, que solo él advirtió— y la justicia.
—El oficial de Compasi estaba obligado a decirte en qué pruebas se basaba esa acusación.
—Y así lo hizo. Mientras los beduinos nos atacaban, la carreta donde iba Harith el Hadramí salió de estampida. Otro legionario y yo partimos tras ella. Las monturas que estaban a nuestro alcance eran dos dromedarios beduinos. En el desierto recibí un proyectil y el animal me arrastró. Desperté inconsciente, agarrado aún a los arreos de la bestia. Entre ellos hallé una faltriquera llena de pepitas de oro. La guardé y después los hechos se precipitaron.
—Claro, tú no querías, pero te la encontraste en las manos. En ese caso sería un botín de guerra del cual estabas obligado a informar.
—¡No hubo tiempo! Cuando me encontraron ya había perdido la consciencia; al cabo de tres días la caravana se marchó y yo aún seguía debatiéndome entre la vida y la muerte. Mamerco Pompilio decidió que yo era un ladrón sin haberme escuchado. ¿Es esa la justicia romana de la que estamos tan orgullosos?
—Mamerco Pompilio, ¿eh? Bien, he oído bastante. Retírate. Aséate y ve al valetudinarium a que te acaben de curar. Necesito personal fuerte y sano. Mañana se te comunicará tu cometido aquí. Eres un convicto, sí, pero sigues perteneciendo al ejército, y tu aspecto debe ser el de un legionario, eso te hará creer que aún posees la dignidad que has perdido.
—Pero… ¡Se ha cometido un error! ¡Soy inocente! —Lucio se había puesto en pie, apoyando las palmas de las manos en la mesa del prefecto.
—¡Que pase el siguiente!
—¡Señor! —Lucio dio un puñetazo en la mesa—. ¡Exijo justicia!
—¡A mí la guardia! —gritó Publio. Entraron dos hombres—. Lleváoslo, y aseguraos de ponerlo en condiciones antes de enviarlo al calabozo.
Varias horas más tarde, ingresaba en una celda mucho más limpia que cualquiera de los campamentos en los que había estado. Se cruzó en el pasillo con un sujeto bermejo y lenguaraz. Le era muy familiar, y sin embargo no acertaba a averiguar dónde lo había visto. Al cabo de un rato llegó un médico para examinarlo. Le aplicó ungüentos, le vendó las heridas y le aconsejó que comiera todo lo que le llevaran. Lo proveyeron de ropa limpia y lo afeitaron. No le pesó el día y la noche allí transcurridos, pues pudo descansar la mente y el cuerpo después de la tremenda travesía a pie por el Dodecasqueno, el protectorado romano que actuaba de frontera con el reino nubio de Meroe y donde se hallaba la antigua Akita, conocida entonces como Berenice Pancrisia, la Ciudad del Oro.
Había sido un viaje interminable. Desde Coptos, el grupo de convictos había descendido en faluca hasta Syene para después seguir a pie por la orilla del Nilo con el fin de evitar las temibles cataratas, zonas de rápidos donde las barcas se hacían astillas contra las rocas graníticas. A medida que avanzaban hacia el sur, los palmerales y los campos de cultivo que bordeaban las riberas se fueron estrechando hasta que la arena del desierto y las moles de piedra dominaron el paisaje. Tras sobrepasar la ciudad de Talmis, a la altura de la antigua fortaleza de Baki, se abría la boca de un gran wadi. Los guías beduinos le explicaron que en Baki se almacenaba y se fundía el oro transportado desde las Montañas Cristalinas por el wadi que se disponían a remontar. Lucio nunca había contemplado un edificio tan magnífico, construido enteramente con ladrillos crudos. Las murallas tenían la altura de cinco cuerpos de hombre, estaban precedidas de un foso gigantesco y a ambos lados de la puerta se alzaban formidables bastiones.
El desierto allí era mucho más seco: escaseaban las acacias, había poco rastro de fauna y mucho menos de pozas. Únicamente podía encontrarse agua de forma subterránea, unos metros por debajo de sus pies. A veces, el paisaje se volvía tan falto de vida que les parecía haber ingresado en el Tártaro. En las montañas, cuando el camino se hacía incierto, contaban con los alamat, montículos cónicos de piedra seca, esfinges petrificadas quizás en la edad de los gigantes, cuando los hombres todavía no eran ni una sombra en la mente de los dioses aún por nacer.
Sin embargo, aquellas tierras habían sido holladas desde muy antiguo, pues de vez en cuando aparecían sobre las rocas inscripciones jeroglíficas y, por encima de todas ellas, el omnipresente halcón. Ante él, Lucio musitaba alguna oración en voz baja, rogándole que arrojara luz sobre su inocencia. El dios de fuertes garras sabía que él no era un ladrón. Lo sabía, aunque —se atormentaba Lucio— lo más probable era que no le importase.
Solo una cosa le reprochaba a Androgeo: haber sembrado en su mente el desasosiego. Es fácil afirmar que no podemos contar con los dioses cuanto tienes una vida plena. Sin embargo, la rueda de la fortuna es caprichosa y puede llevar a un hombre inocente a la desgracia. ¿Qué es el hombre?, se preguntaba miles de veces en las noches interminables en las que el frío le impedía conciliar el sueño, ¿acaso un muñeco de trapo en manos de un destino voluble, un guijarro zarandeado por la corriente? Lejos de caer en la desesperanza, se hizo el firme propósito de escribir a Pompilio en cuanto llegara a Berenice. Todo era un tremendo error y acabaría por corregirse. Él no era un ladrón, todos sus compañeros lo apoyarían. Todos menos el bueno de Néstor.
Había iniciado aquella travesía solo con la ropa que llevaba puesta. Tuvo que acostumbrarse a vivir sin nada, por lo que aprendió a no desear ni pedir. Si tenía frío, pasaba la noche acurrucado entre los asnos; si tenía hambre, esperaba pacientemente su ración de comida, que degustaba despacio y masticaba mil veces. Sorbía su ración de agua lentamente, como si se tratase del vino más preciado de la bodega de Lúculo. En el desierto abundaban los cactus con cuya pulpa se curaba las heridas. Por primera vez fue consciente de que crecer en el campo lo había convertido en una persona austera, hábil y resistente.
Apenas había llegado, lo habían mandado al calabozo. Debía frenar su lengua e idear una estrategia. Hablaría de nuevo con el prefecto, conseguiría que lo escuchara. Celere era un hombre de orden y parecía honesto. Resolvió que llamaría su atención cumpliendo a rajatabla con su trabajo y no volvería a perder los nervios en su presencia.
En la celda había una repisa de piedra a modo de camastro y unas mantas cuidadosamente apiladas. Lejos de ser un refugio de chinches, parecían recién lavadas. También el cubo del rincón, dispuesto para las necesidades corporales, estaba vacío y limpio cuando llegó. La comida era abundante. Dentro de su desgracia, había tenido suerte.
Debía convencer al prefecto de que le permitiera escribir una carta a Harith. Disponía de algunos meses hasta la próxima caravana. Era invierno y los monzones de verano empezaban a mediados de julio. Un mes antes, Harith y Arsínoe estarían ya camino del mar Rojo. Les escribiría y, si todo iba sobre lo previsto, en verano estaría ya libre.
Una semana después, algo más recuperado por la comida abundante y el descanso, un legionario joven de mirada huidiza fue a buscarlo casi de madrugada para pertrecharlo convenientemente e indicarle su puesto de trabajo. Al salir del campamento, contempló el lugar con calma. La ciudad de Berenice Pancrisia estaba organizada alrededor de una gran calle central y otras dos paralelas más estrechas. Por doquier había restos de paredes derruidas, túmulos con inscripciones, estelas decoradas partidas en pedazos y decenas de molinos de piedra fragmentados, usados por los antiguos prospectores.
Cerca de la ciudad vieja, convertida en una aldea de presidiarios, dos fortines de piedra controlaban el paso del wadi: uno estaba recién construido y albergaba el campamento romano y el otro parecía mucho más antiguo. Ambos eran cuadrangulares, con torres de defensa en los ángulos y en la entrada.
Los romanos se tenían que conformar con las migajas de una explotación aurífera que antaño había proporcionado toneladas de oro a Egipto. No en vano, el nombre egipcio del oro, nub, servía para denominar la región: «Nubia». Mientras caminaban por un wadi secundario, Lucio interrogó al soldado sobre su estatus:
—Estoy destinado aquí con mi unidad. Cada nueve meses nos relevan, pertenezco a la Tercera Cirenaica.
—¿A qué os dedicáis? —preguntó Lucio con la más amable de sus sonrisas. Pero el soldado se rascó el pelo, ralo como el plumón de un polluelo, lo miró de reojo y calló. Él insistió.
—Yo también soy de la Tercera. Formo parte de una patrulla del desierto oriental. Me acusan injustamente de robo y por eso estoy aquí. Espero poder aclararlo todo bien pronto. Me llamo Lucio Celio, soy hispano, de la colonia Barcino.
El soldado habló haciendo caso omiso a Lucio:
—Mi deber es explicarte que aquí hay dos clases de personas: los soldados y los convictos. Dentro de los convictos hay soldados romanos y naturales del país. —Mientras hablaba, la nuez, muy prominente, se le movía arriba y abajo como un topo atrapado—. Los egipcios trabajan el mineral y los romanos convictos los vigilan. Los soldados nos ocupamos del último paso del proceso: separar las pepitas de oro de la arenilla de cuarzo. Además, patrullamos el desierto y transportamos los convoyes con el oro hasta la fortaleza del valle, donde se funde, porque aquí no habría madera suficiente.
Llegaron a una explanada donde, bajo unas lonas, decenas de ancianos, mujeres y niños machacaban piedra sobre unas losas.
—Pero ¿dónde están los hombres? ¿Es que también castigan a las minas a los niños y a las mujeres? —preguntó Lucio, sorprendido por aquella estampa.
—Aquí envían a familias enteras que no pueden pagar sus deudas. Los hombres trabajan en las galerías, desprendiendo los bloques de cuarzo aurífero, y los jóvenes los arrastran hasta el exterior para darles el primer machacado. Cuando están reducidos a piedras más pequeñas, se traen aquí para acabar de molerlos.
En efecto, un reguero de hombres cargados con pesados cestos descendía disciplinado la montaña. Alrededor de los ancianos y las mujeres, varios legionarios convictos, armados únicamente con un látigo, se aseguraban de que todo el mundo trabajara.
—Toma. —El legionario le alargó un látigo—. Si tienes dudas, pregunta al centurión. Cuando se ponga el sol, él te indicará dónde duermes.
La desolación volvió a teñir su alma de negro. Habría preferido picar piedra desde el amanecer al ocaso, reptar por galerías y tragar polvo antes que dar latigazos a aquella pobre gente. Observó a sus compañeros. ¿Qué historia escondería cada uno de ellos? ¿Habría algún inocente, como él? Algunos llevaban la crueldad pintada en su rostro, y no dudaban en hacer restallar el látigo en la espalda de una anciana; otros se limitaban a gritar y a dar alguna patada. ¿Cuánto tiempo llevarían allí? Sintió que la mente se le enfangaba como una ciénaga.
—¡Eh, tú! ¿Quién eres? —le preguntó un legionario, fuerte e hirsuto, con las piernas arqueadas de quien ha cabalgado desde niño.
—Lucio Celio, ¿y tú?
El bruto miró a los demás, que se acercaban curiosos.
—¡Un novato! Habrá que darle la bienvenida, ¿no es así?
Todos rieron a carcajadas menos Lucio, quien a duras penas pudo dibujar una sonrisa. Sabía a lo que se referían. Era el más joven de todos ellos y no supo si eso lo ayudaría o lo perjudicaría. Deseó que existieran los dioses infernales y la tierra se lo tragara. Una imagen se coló, caprichosa, por una rendija de su mente y recordó el día que conoció a Garza, en el sacrificio a Terminus, cuando creía que la sangre y la miel de la ofrenda empaparían el suelo y gotearían sobre la torta de pan que Dis Pater comía en su morada subterránea. Miró al suelo y le dirigió una súplica.
Por la noche, algunos de sus compañeros llegaron borrachos de la cantina. Él daba vueltas en su camastro hacía horas. Se preguntó de dónde sacaban el dinero. Rodearon su jergón. Resistirse solo empeoraría las cosas, eran demasiados. Pero tampoco se lo iba a facilitar, así que decidió desafiarlos.
—Venimos a darte la bienvenida, compañero —dijo una voz grave cerca de su cabeza.
Lucio se puso en pie lentamente dirigiéndoles la más hosca de sus miradas. Era consciente de que la cicatriz de su cara confería a su expresión una aspereza que imponía respeto, y más tratándose de un convicto. Se sintió otra persona, alguien que vivía una vida diferente a la del Lucio Celio que había sido hasta entonces.
—Aquí me tenéis. De vosotros depende tenerme como amigo o como enemigo.
—Te gusta la cháchara… ¡Desnúdate! —El de la voz grave era el individuo bermejo con quien se había cruzado en el calabozo. Y entonces lo recordó: ¡era Rufulus! Lo había visto en el patio de Nicópolis, el campamento de Alejandría, cuando un grupo de convictos partían para Berenice. Néstor no le había dado buenas referencias de él: era pendenciero y reacio a obedecer, por lo que se pasaba media vida encerrado.
—No me voy a desnudar. Soy un hombre de honor. Respetadme y os respetaré.
—Pues el honor se te va a caer al suelo, ¡como los cojones! —gritó Rufulus.
Entre todos lo agarraron y lo pusieron boca abajo sobre el suelo. Rufulus se sentó a horcajadas sobre él, entre las risas y las chanzas de los demás. Lo agarró del pelo y le susurró al oído:
—No te voy a violar, mollis, aunque sé que lo estás deseando. Te voy a dejar escoger lo que más te guste. ¿Prefieres meneármela con la mano o con la boca?
Deseó morir. Estaba dispuesto a renunciar al tiempo que le restaba de vida con tal de no pasar por aquel trance. No lo haría, aunque lo mataran a golpes.
—¡No voy a hacer nada de eso, escoria! Pelearé con todos vosotros hasta la muerte, si es necesario.
—¡Ja, ja, ja! ¡Así se habla! Has superado la primera prueba. Ahora viene la de verdad, ¡trae la soga!
Rufulus le ató un brazo a la espalda y lo puso en pie. Eran cinco contra él. Lo rodearon, dándole primero pequeños golpes aquí y allá, instándolo a luchar. Pretendían que se enfrentara a ellos solo con una mano libre.
—¡Por Cástor y Pólux! ¿Qué tienes en el pecho? —preguntó Apolonio, el de las piernas arqueadas.
A pesar del tiempo transcurrido, todavía le quedaban restos del tremendo morado que le había causado el impacto. Había adquirido una extraña forma de sol amarillo con chispas moradas alrededor.
—Un beduino me disparó una flecha. Se me habría clavado en el corazón, pero este colgante me salvó la vida.
Todos se acercaron y escudriñaron el semicírculo de piedra negra que colgaba del cuello de Lucio. Intercambiaron miradas y, al cabo de unos segundos bajaron los puños. Rufulus le tendió a Lucio la ropa para que se vistiera.
—El hilo de tu vida es resistente. No vamos a luchar contra un hombre que ha sido favorecido por los dioses. Considérate bienvenido, Lucio Celio —pronunció Rufulus, con una voz tan profunda que sonó solemne.