22. CREPÚSCULO
Casa de Gayo, Barcino
Octubre
3 d. C.
Cuando hubo despachado con todos sus clientes, Gayo Celio mandó llamar a Garza, quien, como cada mañana, arreglaba los mirtos del atrio. Recogía una a una sus bayas azuladas para añadirlas al vino. Tila le había regalado túnicas de seda del estilo que ella utilizaba, pero ella se empeñaba, cuando estaba en casa, en seguir vistiendo como una indígena, con zapatillas de esparto y túnicas de lana.
Tras lavarse las manos y arreglarse el pañuelo que le recogía el pelo, se presentó en el tablinum.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó con semblante adusto.
—Voy a ir al grano. Las tierras de tu padre no rinden como antes. Parece que tus parientes no colaboran, mañana me vas a acompañar a las Espeluncas y vas a hablar con ellos. Les dirás que los echaré a todos si no trabajan duro. A veces pienso si no me saldría más a cuenta comprar esclavos.
—Si los tratas con el respeto debido no te darán problemas. —Garza, deseosa de salir de la casa y visitar, aunque fuera por un día, la casa de su padre, añadió con voz algo más conciliadora—: Pero hablaré con ellos, si ese es tu deseo.
—Así me gusta. Suavecita. —Gayo le regaló una de sus estudiadas sonrisas—. El atrio está precioso desde que te ocupas tú.
—La ciudad me ahoga. —Garza evitaba mirarlo. Centró su atención en la granada que Gayo tenía en un cuenco sobre su mesa. Quizás lo único que los unía era su pasión por la tierra y sus frutos—. Las plantas me recuerdan que estoy viva. Yo cuido de ellas y ellas cuidan de mí —dijo, fijando la vista en las florecillas blancas de botón negro que conformaban la única decoración del pavimento.
La chica había perdido la alegría. Gayo no recordaba la última vez que la había visto sonreír, quizá la noche de Saturnalias, cuando Barkal aún vivía. No salía de su habitación más que para comer, tejer o cuidar las plantas. Tenía prohibido ir a las Espeluncas si no la acompañaba Tila, y Tila nunca sentía deseos de ir al campo. «Qué necias, las mujeres —pensó Gayo mientras contemplaba aquellos ojos tristes—. Solo se les pide obediencia, solo eso, y ellas parecen que disfrutan sufriendo. Hasta el más ignorante de los soldados sabe obedecer».
—Ya veo, necesitas distracción. Mi mujer me ha dicho que has tejido más tela en estos últimos meses de lo que ella puede tejer en un año.
—No soy una persona perezosa. Ni pusilánime. De eso ya te habrás dado cuenta.
Garza tenía algo que lo sacaba de quicio. ¿Su mirada insolente? ¿Su aplomo? ¿O era porque nunca se arredraba ante él? Era valiente, sí. Y terca.
—No sabes estar sin hacer nada, en eso nos parecemos. Voy a proponerte, no obstante, una distracción muy conveniente, pues más bien es un deber: atender las necesidades de tu marido. Vibio me ha comentado que no lo recibes nunca en tu cuarto. —Gayo se arrellanó en la silla y la miró fijamente con su único ojo, buscando intimidarla. Fracasó, una vez más—. Como esposa, tienes ciertas obligaciones que debes cumplir. Y lo harás. Por las buenas o por las malas.
El otoño se presentía en la brisa. Las campanillas del oscillum con la efigie de Baco colgado en el atrio sonaron, movidas por una ráfaga, y las hojas secas amontonadas en un rincón rascaron el mosaico agitadas por el viento. Gayo Celio estiró las piernas y deslizó ambas manos por el cabello, cada vez más blanco y ralo, dejándolas enlazadas en la nuca. Observó las manos de Garza, jóvenes y tersas, sin anillos, sus dedos largos, con las uñas sucias de tierra. En su mirada centelleaba el desafío y los labios carnosos dibujaban una boca sensual. Uno de los tirantes de la túnica se le había deslizado: Gayo se deleitó con la curva de su cuello y los hombros morenos. Treinta años atrás, habría enloquecido por una mujer como ella.
—No estoy dispuesta a tener más hijos. ¿Qué pasaría si fueran todos pelirrojos?
—¡Oh, mujer, sabes cómo sacarme de mis casillas! —bramó Gayo, poniéndose en pie—. Esa hija fue concebida antes del matrimonio, a mí nadie me engaña, y menos una chiquilla como tú, ligera de cascos. ¿Quién era el padre? ¿Un mozo de cuadra, un porquero o ese salvaje que te rozó con la verga de Cernunnos?
Sin apartar los ojos de él, Garza se aproximó y apoyó las manos sobre la mesa. El pañuelo que le cubría el cabello se le deslizó y una cascada de pelo amarillo tostado le cayó hasta la cintura. El tirante de la túnica se deslizó un poco más, dejando entrever el aterciopelado nacimiento de sus senos. Con expresión imperturbable, alzó una ceja y le preguntó desafiante:
—¿Estás seguro de querer saber quién era el padre?
Gayo sintió deseos de agarrar su vara y azotarla. Le hacía hervir la sangre y le despertaba emociones ya olvidadas. Demasiada mujer para Vibio.
Un golpeteo insistente en la puerta les interrumpió. Herennio, el atriense, se apresuró a abrir. Tila entró como un torbellino y atravesó el atrio agitando un rollo en la mano. Entró en el despacho casi sin aliento.
—¿Pero qué te pasa, mujer? Pareces Deméter enloquecida. —Gayo se puso en pie.
—¡Hay carta de Lucio!
—¿De Lucio? ¡Por todos los dioses, ya era hora!
Gayo se la arrebató de las manos y la abrió con premura. Empezó a leer, alejando y acercando alternativamente la carta de su ojo. Desistió. Maldita sea.
—¡Que Polifemo me asista! Garza, léela tú.
Pero a Garza se le habían llenado de repente los ojos de lágrimas y negaba con la cabeza. Sin poder contenerse, se había tapado la cara con las manos para ocultar un llanto desatado.
—¿Se puede saber por qué lloras? —preguntó Gayo—. Llega carta de Lucio y en vez de alegrarte, tú…
De pronto enmudeció. El estómago le dio un vuelco y una punzada de dolor le atravesó el cerebro. Se derrumbó sobre su cátedra y se agarró a los apoyabrazos, comprendiendo de pronto el llanto de ella, las angustias, las reticencias. La tristeza. Una idea se abría paso en su cabeza con una lucidez espantosa. No, no, eso no, no podía ser. Tila, ajena a los pensamientos de su marido, cogió la carta diciendo:
—Te la iba a leer yo, no sé por qué me la has quitado de las manos. Déjame ver:
Alejandría
17 de septiembre
3 d. C.
Padre,
Deseo que cuando recibas esta carta te encuentres bien de salud. Yo estoy bien, y espero seguir estándolo con la ayuda de los dioses.
En Alejandría he descubierto que el prefecto me creía un sujeto sin escrúpulos, dispuesto a todo con tal de convertirme en caballero. Había reservado para mí un destino indigno, el cual he rechazado. El honor debe ir por delante de la ambición. No culpes a tía Domicia, ella ha hecho todo aquello que estaba en su mano.
En Roma tuve largas conversaciones con Melampo, ¿lo recuerdas? El secretario del abuelo. Él me proporcionó la información que tú no quisiste darme. Eso me ha ayudado a tomar la decisión.
Padre, nunca he entendido que quisieras verme formando parte de una clase de personas a las que siempre has odiado. No estoy dispuesto a medrar entre patricios que se creen con el derecho a humillarme solo porque no soy uno de ellos. Yo soy plebeyo, el hijo de un centurión, y como tal me siento orgulloso. Mis ambiciones son de otra índole. Me duele que no te hayas dado cuenta.
El destino, sin embargo, no me ha hecho venir hasta aquí en vano, pues se da la coincidencia de que en las legiones de Egipto hay equipos de ingenieros trabajando en las canteras nubias. Tras superar los primeros años como soldado raso podré iniciar mi aprendizaje en uno de esos equipos. Ya que no pude permanecer en Barcino, como era mi deseo, intentaré llevar a cabo un sueño que ahora, inesperadamente, está a mi alcance.
Yo estaba dispuesto a ser el bastón de tu ancianidad, pero Vibio me ha arrebatado el puesto. ¿Qué ha hecho él para merecerlo? ¿Qué ha hecho para merecer a Garza? Una vez le prometí a Barkal que cuidaría de ella. Te ruego que lo hagas tú por mí. Dile a Vibio que no dudaré en volver y atravesarlo con mi espada si no la trata con respeto. En cuanto a ti, sé que la considerarás como a una hija, pues gracias a ella has podido unir tus tierras con las de Barkal.
Estoy enterado de que Vibio no aceptó al bebé de Garza y que este fue abandonado en el vertedero. Doy gracias a los dioses por no haber estado presente, pues ese habría sido para mí un trago muy amargo.
Que los dioses te otorguen una buena vejez,
Lucio
Tila se sentó con parsimonia. Apoyó la mano en su regazo y la carta se le escurrió, para ir a parar a los pies de Garza. Esta la cogió y fijó la vista en la caligrafía. Pasó su mano lentamente por la superficie del papel. Una lágrima cayó encima de las letras que formaban su nombre, emborronándolo.
El tiempo parecía suspendido. Gayo se había convertido en una estatua, casi no respiraba. Tila habló:
—¡Esto es intolerable! Escribiré a mi hermana, algo se podrá hacer, Lucio no será un vulgar legionario, ¡qué va a pensar la gente!
—¡Quiero saberlo! —Las palabras de Gayo sonaron como un trueno.
Tila miraba a ambos sin entender nada. Garza sollozaba en silencio. La mujer siguió hablando, con una voz fingidamente compungida:
—Ni siquiera me menciona. ¡Ni una palabra para su madre! Pero ¿qué os pasa? ¿Es que no habéis entendido? —preguntó Tila—, Lucio dice…
Gayo se levantó y se abalanzó sobre Garza. La agarró por los hombros y la zarandeó mientras le gritaba:
—¿Era él? ¿Era Lucio?
Garza aún tenía la carta en las manos. La estrechó contra su pecho y respondió:
—¡Sí! ¡Lucio era el padre de la niña que mandaste abandonar! ¡Era tu nieta!
Gayo se llevó las manos a la cabeza. Le faltaba el aire. Fuera, en el peristilo, la brisa se había convertido en un viento frío que agitaba con fuerza los arbustos, haciendo caer las flores secas. Con fortuna premeditada, Tila se desmayó sobre un escabel, aunque nadie se percató de ello.
Garza siguió hablando, con rabia:
—¡Lucio, sí! Era él a quien mi padre había elegido, y él quien vino a liberarme de mi reclusión. ¡No vuelvas a llamarme mujerzuela! Ante la ley de mi pueblo, era Lucio mi legítimo esposo. Él fue el primero y el único a quien me entregué.
Gayo le arrancó la carta de las manos y corrió hacia la puerta. Herennio, azorado, bajó la cabeza cuando pasó por delante de él. Llegó a los establos casi sin resuello. Ensilló un caballo y partió al galope hacia las Espeluncas, con el viento en contra.
Elbón se encontraba en los olivares con Vibio. Podía oler el granizo, que se acercaba amenazador en las nubes negras arrastradas por el vendaval. La recogida de las olivas ya estaba próxima y una tormenta podía resultar fatal. Cuando empezaron a caer las primeras gotas, vieron llegar un jinete al galope por el camino de la viña vieja. Salieron a su encuentro. Era Gayo. Había perdido el parche y presentaba un aspecto penoso. Enseguida se percataron de que algo le pasaba. Su boca empezaba a torcerse en una mueca y no paraba de repetir: «¡la niña, la niña!».
—¿Qué niña, Gayo? ¿Qué pasa? —preguntó Vibio.
—¿Qué hiciste con el bebé? ¿A dónde lo llevaste? —preguntó con un hilo de voz, sosteniéndose en los hombros de Elbón.
Los dos cayeron al suelo, arrodillados, agarrados el uno del otro por los hombros. Los ojos de Elbón reflejaron el pánico a que la hubiera encontrado. ¿Acaso lo habría seguido aquel día? Vibio los miraba, expectante. Empezó a escucharse el ruido de las gotas de lluvia impactando contra las hojas.
—¡En el vertedero, Gayo, allí la dejé, tal como me dijiste! ¡Allí se quedó, como ordenaste!
Gayo abofeteó a Elbón y lo maldijo. Él y Vibio se miraron, aterrados, sin comprender qué sucedía.
—¿No os dais cuenta? Es la venganza de la cántabra, ¡también era su nieta!
Se soltaron. Amo y esclavo se derrumbaron sobre la tierra esponjosa, recién labrada. Gayo balbuceaba algo, pero había caído de bruces y no se entendía. Elbón le levantó la cabeza y vio que algo no iba bien; tenía la boca llena de tierra y la saliva le goteaba por una comisura. Miró a Vibio implorando ayuda. Este se arrodilló por detrás de Gayo y lo enderezó, sosteniendo su cuerpo contra el suyo. La lluvia arreciaba. Antes de desvanecerse por completo, oyeron que decía:
—Era hija de Lucio.
Su puño se abrió y dejó escapar un papel arrugado. Vibio lo cogió y lo examinó. Lanzó la carta a Elbón y se retiró, dejando que el corpachón de Gayo se desplomara sobre la tierra enfangada. Empezó a caminar hacia el caballo. Elbón lo miró, estupefacto:
—¿Qué haces, desdichado? Tu tío se puede estar muriendo, ¿adónde vas? ¡Necesitamos el caballo para cargarlo!
—¿Qué me importa si muere? ¿Acaso le importó a él que esa niña pudiera ser hija mía cuando la echó a los perros sin contemplación? Solo ahora, al saber que es Lucio el padre, se arrepiente. —El tono de Vibio destilaba amargura—. ¿Qué soy para él? ¿Un muñeco de paja sin sentimientos? ¡Yo le había prometido que iba a cambiar, estaba dispuesto a ser un buen hijo! —Las lágrimas se mezclaban con las gotas que chorreaban desde su pelo.
—¡Te ha adoptado! ¡Te ha puesto al frente del negocio y te ha dado una mujer bellísima! ¿No tienes bastante? —replicó Elbón.
—¡No! Yo me pudro en este terruño mientras el niño bonito prospera en Roma. Y esa zorra… siempre despreciándome. ¡Cómo deben de haberse reído a mi espalda! ¡Me hizo creer que era virgen!
—Vibio, cálmate, necesito ayuda —dijo Elbón mientras sostenía a Gayo—. Trae el caballo, hay que llevarlo a la casa y llamar a un médico.
Vibio estalló en carcajadas.
—Pero yo no soy estúpido. Tengo muchas ideas en la cabeza. Siempre las he tenido, solo que la suerte no me ha acompañado.
—¡Trae el caballo!
—¡Tú no eres nadie para darme órdenes, esclavo! No estando mi tío, mando yo.
Vibio subió al caballo y Elbón lo vio desaparecer bajo una cortina de lluvia. El fiel esclavo acercó su cara al oído de Gayo y le susurró: «No temas, Gayo, no es granizo. Las olivas están a salvo».