32. PANCRACIO

Berenice Pancrisia

Estación de Shemu (cosecha)

6 d. C.

Durante los primeros días de abril, por encima de las montañas más lejanas, se empezaron a divisar acúmulos nubosos. Se acercaba la temporada de las lluvias. Los altos picos atraían la humedad del mar, se formaban nubes de tormenta y el agua caída en las tierras altas aparecía en Berenice en forma de torrente.

Los convictos recibieron la orden de despejar el wadi: las máquinas, los fardos y los sacos de los almacenes fueron trasladados más arriba. Quadrato le encomendó a Lucio arreglar los muretes de piedra seca donde se guardaba el ganado, reparar un tejado con goteras y levantar un nuevo cobertizo en el campamento. En ocasiones, Rufulus lo invitaba a la taberna, pero seguía sin dinero y no quería deberle favores. Prefería ir a poner trampas, siempre caía algún jerbo o alguna víbora cornuda con cuya carne, cocinada sobre unas brasas, complementaba una dieta basada en gachas de cereal. Hacía cualquier cosa para distraerse y mantenerse prendido a las circunstancias redentoras de la vida.

Cada día se aceitaba las piernas, pues aún sentía la comezón de la piel nueva. A pesar de las cicatrices, su cuerpo comenzaba a responder. Se había recuperado casi por completo y volvía a marchar al mismo ritmo que lo había hecho con Néstor y Djedi; podía incluso levantar la misma cantidad de peso y empezó a entrenar de nuevo con la espada. Seguía vivo, y tarde o temprano contactaría con Harith, quien estaría ya preparándose para el viaje de verano.

A finales de abril llegó una caravana desde el valle, algo maltrecha, pues se había producido un derrumbamiento en un desfiladero y una carreta se había despeñado con parte del correo. Las caravanas llegaban cada dos meses, cargadas de provisiones, herramientas, ropa y todo lo necesario para la vida allí.

Las blancas y pulcras manos de Publio Celere, ayudándose de un estilete de marfil, abrían con habilidad cada uno de los rollos. Tras la primera ojeada, los iba clasificando en un lado u otro de su mesa. Había una carta dirigida a Lucio Celio, pero no llevaba ningún sello oficial, sino el de un halcón. La dejó a un lado. Cuando hubo finalizado, pidió que le sirvieran un vaso de vino muy aguado, cogió el estilete y lo pasó suavemente por debajo del sello del ave de presa. No quería romperlo, solo desprenderlo, pues era un trabajo muy fino. En ese momento, entró Quadrato y le preguntó si podía hablar con él.

—¡Por supuesto, ingeniero, siéntese! No olvido que hoy tenemos nuestra reunión, aunque esperaba verlo por la tarde.

Quadrato no se sentó. Se quedó de pie, pisando con fuerza aquí y allá, comprobando el estado de la tablazón del suelo.

—He venido a supervisar que haya llegado toda la madera que pedí. Además, desde que tengo a ese chico… ¿Cómo se llama?

Publio Celere había abierto la carta y leía, por eso no prestaba mucha atención a Quadrato, quien continuó hablando, con la vista puesta en los tablones del suelo:

—… el hispano, Lucio Celio, voy más holgado. Ojalá llegaran más como él. —El prefecto seguía enfrascado en la lectura mientras su visitante continuaba—: Es silencioso, eficaz y se puede confiar en él. Y aprende rápido. No acierto a adivinar por qué razón está aquí.

—Mmmm… ¿Dices que trabaja bien, entonces? —preguntó Celere, con la vista puesta aún en la carta—. Pues nos convendría tenerlo en danza más tiempo, ¿no?

Quadrato se sentó, por fin, en un arcón que había junto a la pared, frente a la mesa de Celere. Su cuerpo vigoroso estaba cubierto de una túnica todavía blanca. Al final del día acabaría tan polvorienta como él mismo. El prefecto levantó la cara y le dirigió una mirada calculadora:

—Precisamente estaba leyendo una carta en la que me hablan de él.

—¿Y qué dice? ¿Es de su familia?

—No. Es extraño. Le ofrecí la posibilidad de escribir a su familia pero no la aceptó. Supongo que se avergüenza, no es un gañán cualquiera. Si nos lo han enviado, estamos obligados a pensar que no es trigo limpio. Aunque aquí diga que…

—Si pudiéramos retenerlo un año más podríamos formar otra brigada, no me importaría ponerlo al mando de una en los meses en los que yo esté en Mons Smaragdus. Y alcanzaríamos a remozar el campamento antiguo, ganaríamos espacio de almacenamiento y podríamos aceptar más presos. Y en Roma se pondrían muy contentos si incrementásemos la producción, ¿no es así? Por cierto, ¿qué dice la carta? ¿Quién la escribe?

Publio Celere escuchó al ingeniero con la mirada perdida en una mancha verdosa que había en la pared, en forma de corona de laurel.

—¡Ah, la carta! Nada importante… Por cierto, Quadrato, tengo malas noticias para ti. Si has venido a supervisar la madera, no te esfuerces: la carreta que la almacenaba se ha perdido, junto con parte del correo.

—¡Por los dioses gemelos! ¿Cómo voy avanzar en las galerías? La madera de manglar se resquebraja como el barro cocido. Esto es una contrariedad.

—En cuanto al hispano, podemos contar con él un tiempo más. Supongo que Pompilio informaría a Escápula de su situación, y este habrá escrito ya a la familia, por lo que pronto recibiremos alguna notificación para liberarlo. Los leones no dejarán que uno de sus cachorros se pudra en las minas. Hasta entonces… dispón de él. No le vendrá mal una temporadita más aquí, le dará un baño de humildad. La última vez que lo saqué del calabozo me estuvo recitando a Virgilio para decirme que estaba desengañado del genio romano, ¿qué te parece?

—Es joven e idealista, Celere, como lo fuimos tú y yo hace veinte años. Y en cuanto a humildad, no creo que le falte. No es un lechuguino, trabaja sin quejarse de sol a sol, como cualquiera de mis mejores hombres. Quizás haríamos bien trasladándolo con los soldados, no me fío de Rufulus y los suyos. Más de una vez los he visto enfrentándose.

—Tienes razón. Además, servirá para ponerlo a prueba. En el barracón de los soldados hay muchas cosas apetecibles para un ladrón. Háblale tú y dile que venga a verme hoy mismo.


Lucio llegó, sudoroso y hecho un manojo de nervios, directamente de las minas al despacho de Publio Celere. Al arrastrarse por las galerías se había desgarrado la túnica y se había quedado únicamente con el calzoncillo. El prefecto, al verlo, sacó un pañuelo y se lo llevó a la nariz.

—¡Señor! Se presenta Lucio Celio —dijo el joven con vehemencia, mientras su mirada se paseaba por entre los documentos depositados sobre la mesa del prefecto.

Publio Celere contempló un instante a Lucio, que se había detenido justo debajo de la mancha olivácea de la pared. Parecía un atleta coronado en los juegos, con la piel brillante y los músculos tensos por el esfuerzo. El prefecto se aclaró la garganta y le informó de que debía cambiarse de alojamiento. Pero mientras hablaba, Lucio había fijado la mirada en la carta que lucía el sello del halcón.

—¿Nada más, señor? ¿Solo eso?

—Acaso te parezca poca cosa que un convicto como tú comparta barracón con los legionarios honrados. Sin embargo, Quadrato me ha dicho que trabajas bien, y quiero asegurarme de que no apareces una noche con el cuello rebanado.

—Permítame insistir, señor. —Lucio no le quitaba el ojo al águila—. ¿Está seguro de que no hay carta para mí?

—Estoy seguro, acabo de revisar todo el correo. Excepto el que venía en la carreta perdida. Puedes retirarte.

—Señor, agradezco muchísimo el cambio de barracón. Sin embargo, en vez de recibir esa atención preferiría poder escribir una carta a Harith el Hadramí; su testimonio permitirá aclarar mi inocencia.

—Se verá, soldado, se verá. Sigue trabajando como hasta ahora y quizá, dentro de un año…

—¿Un año? Pero, señor, ¡estoy cumpliendo una condena que no merezco! ¡Arriesgué mi vida para salvar otras! ¿Este es el pago que recibo?

—¡Basta! No permito que un convicto me hable en esos términos. Recoge tus cosas y vete al barracón norte antes de que me arrepienta.

Lucio se tragó la respuesta. No tenía nada que recoger, no poseía nada, ni la ropa que llevaba puesta. Solo contaba con una voluntad que, gota a gota, se iba escapando por la grieta de la desesperanza. Saludó y abandonó la estancia, absolutamente convencido de que Celere le estaba ocultando algo. El sello del halcón era idéntico al anillo de Harith.

El prefecto se levantó y salió al patio, donde reinaba un gran ajetreo de mulas y acémilas. Lo atravesó y entró en las cocinas.

—¡Prefecto! —saludó uno de los cocineros—. Me han dicho que se ha perdido una carreta, espero que no fuera la de los víveres.

Celere se acercó al fuego central, donde hervían tres grandes calderos suspendidos. Llevaba en la mano la carta de Harith. Miró al cocinero y lo tranquilizó:

—No, los víveres han llegado todos.

—¡Menos mal! Cada vez nos duran menos los sacos de avena.

En el trajín de la cocina, nadie se percató de que el prefecto echaba una carta al fuego y susurraba:

—No son los víveres, sino parte del correo lo que se ha perdido.

El sello del halcón chisporroteó y las llamas consumieron las últimas esperanzas de Lucio.


La cantina y la palestra eran los únicos lugares donde soldados y convictos podían relacionarse. El campo de entrenamiento estaba en la zona oriental del wadi, en la salida de la ciudad. Consistía en una explanada de la cual se habían retirado las piedras y los arbustos. En un cobertizo se guardaban sacos de arena y pesos de madera, armas de entrenamiento, cuerdas y otros enseres, además de aceite, espátulas y unos pellejos de agua.

Lucio nunca vio a Publio Celere ejercitarse en la instrucción diaria; sin embargo, el ingeniero Quadrato era el primero en llegar. Como si quisiera hacer honor a su nombre, había convertido su cuerpo en un conjunto armónico de ángulos y aristas, tallados como las facetas de un mineral. No le importaba competir en lucha con cualquier soldado, y más de una vez Lucio se las había tenido que ver con él.

El día siguiente del descorazonador encuentro con Celere, Lucio se entrenó con los sacos de arena, aunque rehusó participar en la lucha. No habló con nadie ni saludó a Quadrato, como habitualmente hacía. Acabada la instrucción, cuando llegó la hora de retirarse el aceite y el sudor de la piel con la espátula, Quadrato le pidió a Lucio que le limpiase la espalda. Este rehusó. Se hizo evidente para todos que algo le sucedía. Quadrato le ordenó esperar allí a que se hubieran ido todos. Deseaba hablar con él.

—¿Qué te pasa? ¿Así es como agradeces que le pidiera a Celere tu traslado de barracón?

—Me da igual donde dormir, pero si se siente mejor le daré las gracias, señor.

—¿Por qué no has querido luchar? Te habría venido bien, tus ojos están llenos de ira. Lucha conmigo.

Los expresivos ojos de Lucio aceptaron, pero sus labios pronunciaron una negativa.

—¡Ven! —lo incitó Quadrato—, ¡lucha conmigo! Saca la rabia, no quiero que la conserves dentro y trabajes mal.

—No voy a luchar con un superior —respondió Lucio mientras se desprendía de las muñequeras.

—¡Tu superior te ordena que luches, maldita sea! —gritó Quadrato dándole pequeños golpes en el pecho—. ¡Si no lo haces, te devolveré a Celere, le diré que has robado a un soldado y no saldrás nunca de aquí!

Quadrato había captado su estado de ánimo. Lucio esperaba recibir alguna carta, alguna noticia, pero al ver que nadie se había preocupado por él se había sentido desbordado por la angustia.

—Para un hombre no hay nada como una buena pelea, ¿o prefieres irte a un rincón a llorar como una niñita? —insistió Quadrato.

Con la mandíbula en tensión, Lucio arremetió contra el ingeniero, gritando con toda la furia de que fue capaz. Hundió la cabeza en su abdomen y lo tumbó de espaldas, cayendo sobre él. Dieron varias vueltas sobre sí mismos intentando agarrarse con las piernas o los brazos, pero ambos eran escurridizos. Quadrato se le montó encima como un jinete y lo cogió por el cuello, diciéndole en el oído:

—No me acabo de creer que seas luchador de pancracio. ¡Demuéstramelo!

¿Con que quería pelea? Pues eso tendría. Lucio se dejó llevar. ¿Qué más podía perder? Echó la cabeza hacia atrás con fuerza y golpeó a Quadrato en la nariz, que le empezó a sangrar. Aprovechando la sorpresa, se revolvió como una liebre y se zafó. Se puso en pie, esperando la reacción del ingeniero. ¿Pancracio? Bien. Pelea era precisamente lo que le pedía el cuerpo.

El ingeniero se fue hacia él y le propinó un derechazo, pero Lucio le cogió el brazo y se lo retorció. Lo cargó sobre su espalda y lo volteó por encima de él. Quadrato cayó al suelo como un fardo. Lejos de dolerse o encolerizarse, lo animó a continuar:

—¡Bien, chico, bien! —dijo sin perder la compostura ni su habitual ceño fruncido.

Sus palabras distrajeron a Lucio, que se acercó y le ofreció un brazo para que se levantara, pero Quadrato se lo agarró, le colocó un pie en el abdomen y, usando su pierna de resorte, lo lanzó lejos. Lucio aterrizó estrepitosamente encima de los sacos de arena. La lucha todavía se alargó unos minutos, y ello atrajo la atención de algunos hombres, que formaron un corrillo alrededor.

—¡Fuera de aquí! ¿Es que no habéis visto nunca a dos hombres pelear? ¿Os falta el trabajo, comadres curiosas? —gritó Quadrato mientras ayudaba a levantarse a Lucio, cuyo rostro empezaba a amoratarse.

Sin necesidad de palabras, los dos supieron cuándo había llegado el momento de parar. Metieron la cabeza en un cubo de agua, se limpiaron la espalda el uno al otro con la espátula, se vistieron y se encaminaron hacia las galerías.

—Buena pelea, Lucio. A veces se organizan luchas aquí y voy a verlas, pero casi siempre se trata de dos brutos que han aprendido en su pueblo a arrear guantazos. No conocen el noble arte de Polidamante o de los campeones de las Nemeas de Píndaro: «Tú, dulce canto, en nave grande o pequeña, parte de Egina para anunciar en todas partes que Piteas, el hijo de Lampón…».

—«… ganó en los nemeos la corona del pancracio antes de que el vello apareciera en su barba» —continuó Lucio.

—Me impresionas. Quienquiera que haya sido tu maestro es muy bueno.

Lucio le habló de Quinto Salvio, su maestro de lucha, el compañero legionario de Gayo Celio. Le debía mucho a su padre, a pesar de todo. De improviso, sintió una extraña ternura por aquel centurión de Bononia. ¿Quién era él para juzgarlo? La vida es veleidosa, y uno nunca sabe cómo es mejor responder ante la adversidad.

—Es conveniente aprender las artes de la guerra temprano y de los amigos que tarde y de los enemigos —sentenció Quadrato.

—Nunca pensé que me vería recitando a Píndaro en estas circunstancias. —Lucio hizo una pausa para concentrar su atención en la sensación de sus pies descalzos sobre el suave limo del wadi—. De hecho, nunca pensé que me encontraría en estas circunstancias. Jamás.


El mismo día de la pelea, Lucio pudo ganar unas monedas arreglándole las sandalias a un soldado. Cuando acabó el trabajo, se lavó la túnica con ceniza y arcilla jabonosa, para eliminar las manchas de sangre de la pelea de la mañana. Tenía el rostro contusionado y los nudillos lastimados, pero había conseguido transformar la ira en una tristeza amarga y soportable. Por lo visto, iba a estar en aquel lugar más tiempo del que había esperado. No iba a pedirle ayuda a Quadrato, sabía que no podía hacer nada por él. Todavía.

Se encaminó hacia la taberna de Neferu sintiéndose extrañamente feliz por disponer de dinero propio.

—¡Mirad quién ha venido! —gritó Rufulus al verlo—. ¡Si es la novia del ingeniero!

Se levantó y fue a la mesa donde se había sentado Lucio. Tomó asiento frente a él y le tendió el brazo en señal de saludo. Lucio lo miró primero, antes de tenderle el suyo. No se fiaba de él. Rufulus lo agarró firmemente del antebrazo y le dijo:

—Le has dado una buena tunda a Quadrato. Ese es un poco rarito, a lo mejor le gusta que le zurren. ¿A qué has venido? ¿Quieres que te consiga una mujer?

Rufulus desvió la mirada. Un bulto embozado se movía detrás de Lucio. El pelirrojo se levantó y fue hacia él. Lucio se giró para ver qué sucedía y alcanzó a ver que se trataba de una mujer embarazada. No pudo verle el rostro, solo el vientre prominente asomando por entre los andrajos. Rufulus la había agarrado del brazo y tiraba de ella hacia la salida diciendo:

—¡Vete! Si necesitas dinero yo te lo daré, pero no sigas merodeando por aquí, ¿me has oído?

Después fue hacia Neferu y le pidió un vaso de vino. Con él en la mano, se volvió a acercar a Lucio, se lo puso delante y le dijo:

—No le vendas tu tierno trasero al ingeniero por tan poco, yo te puedo invitar a beber siempre que quieras, ¡ja, ja! Por cierto, la noticia de tu pelea con Quadrato ha corrido como la pólvora y muchos pagarían bastante dinero por verte luchar.

—No lucharé para divertir a convictos y rameras —dijo como si escupiera las palabras—. Todavía me queda dignidad. Te agradezco el vino, pero lo pagaré yo.

—¡Oh, por supuesto, olvidaba tu noble origen! ¡Tú solo lucharías en los juegos olímpicos! Ya veremos qué opinas cuando pasen los meses y los años.

Lucio había conseguido higos y ciruelas secas, que degustó con un vino especiado. Mientras los consumía, se sintió reconfortado. «Con qué poco se conforma un hombre sometido —pensó—. Quizá por eso hay pocos esclavos que se rebelen». Compartió con Rufulus la fruta —era preferible estar a buenas con él—, bebieron vino dulce y la lengua se les soltó.

—Los egipcios dicen que en el agua puedes ver reflejada tu cara, pero con el vino, hermano, aparecen tus mejores cualidades —dijo mientras daba vueltas a un vaso con sus dedos regordetes.

Dos mujeres pasaron, ofreciéndose. Eran dos presas que Lucio conocía, madre e hija. Alguna vez las había visto lavándoles la ropa a los soldados por alguna moneda. Iban acompañadas de la mujer embarazada. Lucio le vio la cara. ¡Era Dohae! Rufulus la agarró del brazo y la obligó a sentarse sobre sus piernas. Lucio apretó los puños, no permitiría que Dohae sufriera vejación alguna. Había hombres que emponzoñaban todo lo bueno e inocente que había a su alrededor. Rufulus era uno de ellos.

Lucio se sirvió un vaso de vino y lo apuró de golpe. Empezaba a notar el efecto del alcohol en su cabeza. Miró el vientre de Dohae. Parecía suave y cálido, y sintió ganas de alargar la mano y tocarlo. Llevaba demasiado tiempo sin estar con una mujer. La última vez fue con Arsínoe y Xian. ¿Dónde estarían ahora? Lo más probable es que lo dieran por muerto. Y en cuanto a su familia…, ¿sabrían que era un convicto? Tal vez Escápula habría escrito a su tía para comunicárselo. Nunca lo perdonarían, con su proceder los había despreciado, tanto a su padre como a los Domicios. Debía resolver aquella situación él solo. No podía contar con nadie. Apuró de un trago otro vaso.

—En el fuerte antiguo aún queda en pie un arco —dijo Lucio—, ¿sabes cuál digo? Se mantiene así porque sus dovelas se dan fuerza las unas a las otras. Todo es ruina a su alrededor, pero el arco ahí sigue, porque reparte la carga entre todos sus elementos. Una familia debería ser como las dovelas de un arco. He conocido legionarios que se dormían como niños de pecho cuando recibían carta de su familia. Yo, en cambio, cuando pienso en los míos no logro conciliar el sueño. Y lo peor de todo, ¿sabes qué es?

—Estás borracho, Lucio. Deja tu cháchara para Quadrato.

—Lo peor es que yo soy la dovela caída.

Dohae iba mirando alternativamente a los dos hombres. Cada vez que se cruzaba con los ojos de uno de ellos bajaba la cabeza, sumisa. Rufulus cogió una ciruela y se la acercó a Dohae, quien abrió la boca para recibirla. El pelirrojo hizo un juego de manos, le metió el dedo en la boca y lanzó la ciruela al aire, recogiéndola con su propia boca. La boca de la chica se curvó, forzando una sonrisa.

—Sí, compañero, con las familias pasa como con las mujeres: las hay buenas y malas, unas te dan alas, otras te destruyen. Mi madre me echó de casa cuando tenía doce años. Y, ¿sabes qué te digo? Que se lo agradezco. He hecho siempre lo que me ha venido en gana, nadie ha esperado nunca nada de mí.

Lucio no lo escuchaba, estaba absorto, con la mirada fija en ninguna parte, tratando de encontrar palabras para sus sentimientos:

—Rehuí mis deberes familiares. Debería haber obedecido a mi padre. —El vino le hacía decir lo que su mente se negaba a pensar—. Él conocía lo dura que es la vida en las legiones e hizo todo lo que pudo por ahorrármela, por proporcionarme algo mucho mejor. ¿Y yo qué hice? Escupirle en la cara.

Los ojos de Dohae se cruzaron con los suyos. Lucio le ofreció una fruta. Rufulus lo cogió de la muñeca y lo miró con dureza diciendo:

—Es mía. Yo lo haré.

La chica se encogió, como un pajarillo en su nido.

—Si mi madre fuera una Domicia… —dijo Rufulus—, me tragaría el orgullo sin dudarlo, porque sería la única oportunidad de salir de aquí.