4. JUSTICIA
Espeluncas
Finales de invierno
9 a. C.
Pardeaba ya el día. Densas nubes de lluvia descargaban sobre el mar. Una carreta enfilaba el camino hacia la casa, flanqueado de cipreses oscuros y altos como lanzas. Garza, desde el pescante, se fijó en una bandada de estorninos que agitaban sus negras alas. Adoptaba formas caprichosas, sobrevolando la casa como un ominoso auspicio.
—Ya podéis bajar. —Elbón ayudó primero a la niña y después a una figura oscura que cargaba un zurrón y una pesada bolsa de cuero.
Entraron en la casa y el hombre las llevó hasta una habitación donde había un niño consumido por la fiebre, tendido en un jergón. Era Lucio. Tila lloraba a un lado de la cama y Harmonía, al ver entrar a la cántabra, se arrojó a sus pies y le besó la mano.
—¡Ya no sé qué hacer, señora, ayúdanos!
La recién llegada se quitó el manto. Ante la visión de la extranjera, el llanto de las mujeres cesó: una ensortijada melena roja enmarcaba un rostro lechoso donde refulgían como luceros dos ojos esmeralda. Se dirigió a la cama y colocó ambas manos sobre el pecho del niño. Respiraba con dificultad. Estuvo así un rato, hasta que pronunció unas palabras en su lengua. Garza tradujo:
—Está muy mal, pero mi madre sabe cuál es la lamia que os lo quiere arrebatar. En su tierra la conoció, la llevaron los romanos. Mató a muchos cántabros, pero los hechiceros aprendieron cómo derrotarla.
La mujer sacó del zurrón una paloma. La sostuvo entre sus manos, llevándosela a veces a los labios para susurrarle algo. Cogió la navaja que le alcanzó Garza y, de un tajo, le rajó el buche. La colocó sobre el pecho del niño inconsciente y chorreones de sangre descendieron por sus costillas. Entonces extrajo una cajita de madera, la destapó y un fuerte olor a trementina inundó la habitación. Masajeó el pecho y la espalda de Lucio con un ungüento marrón que se mezcló con la sangre derramada. Sacó unas cortezas de su bolsa y volvió a hablar. Garza informó:
—Poned esto a hervir, tomará tres vasos antes del canto del gallo. Puede empeorar, aunque es fuerte y se salvará. Mi madre ahora debe ir a hablar con la lamia y convencerla para que deje tranquilo a Lucio.
Garza le acercó la piel de oso pardo que llevaba en otra bolsa y su madre se la ajustó sobre la cabeza. El pelaje rojizo se confundía con la melena de la mujer, que, con los ojos cerrados, alargó su mano para recibir la sonaja de las manos de Garza. Elbón y Harmonía ya habían visto curar a los antiguos sanadores indígenas y no se inmutaron. Tila, acostumbrada a las pastillas y a las sangrías de los médicos romanos, se asustó. La cántabra emitió algo que parecía un lamento y, mientras su voz adquiría extrañas modulaciones, empezó a agitar la sonaja por encima del cuerpo de Lucio. La lucha con la lamia se había iniciado.
Gayo volvió poco antes de la medianoche. Estaba de malhumor, había ido hasta Baetulo en busca de un médico que se había creado buena fama en la ciudad, pero no lo encontró. Al desmontar del caballo, le pareció oír el chirrido de la carreta. Corrió hasta la casa y solo alcanzó a ver cómo se alejaba. Divisó varios bultos, ¿quiénes eran? El cielo estaba cubierto y la negrura de la noche le impidió ver más. Pensó en volver a coger su caballo y perseguirlos. De improviso, un rayo de luna se filtró entre dos nubarrones y pudo distinguir un destello rojizo en la cabeza de una de las figuras. Una corazonada lo dejó clavado en el suelo y allí permaneció unos instantes. Empezaron a caer gruesos goterones que le repiquetearon en la capa.
Caminó deprisa hasta la casa y fue a la habitación de su hijo, temeroso de lo que iba a encontrar. El niño tenía muy mal aspecto, su rostro estaba azulado y respiraba con mucha dificultad. Tila, con los ojos idos, se abrazaba a sí misma y se mecía de un lado a otro. Harmonía intentaba darle de beber unas hierbas al niño, que hervía de fiebre.
—¿Qué es este olor a resina? ¿Y esa sangre? Por Júpiter, ¿quién ha estado aquí? —preguntó Gayo a su mujer.
—Son las hierbas, domine, ayudan a respirar —respondió Harmonía.
—¡Tila! —rugió Gayo—, ¡quién ha estado aquí, he dicho! —Se dirigió a su esposa y la zarandeó con violencia. Ella no reaccionó. Entonces se volvió hacia Harmonía—: ¿De quién ha sido la idea? ¡Lo dije bien claro! Esa mujer no debía pisar mi casa. —Gayo agarró a Harmonía del cuello.
—¡No sabíamos qué hacer, domine, el niño se está ahogando! —dijo la esclava entre sollozos—. Ella dice que se recuperará… ¡Sus espíritus se lo han hecho saber!
Gayo, fuera de sí, soltó a Harmonía y se fue hacia Tila. La levantó a la fuerza y la abofeteó hasta que el dolor la hizo reaccionar.
—¿Lo ha tocado? ¿Esa bruja ha tocado a mi hijo? ¿A mi único hijo? Porque si lo ha hecho, ¡prepara ya su urna! ¿No te das cuenta? ¡Los cántabros nos odian!
Tila gritó, mientras golpeaba con los puños el pecho de Gayo:
—¡Maldito seas! ¿A quién más podía recurrir? ¡Dolor y soledad, esa es la vida que me has dado! Si Lucio muere…
Gayo la sujetó por las muñecas y, con los dientes apretados, le susurró al oído:
—Si Lucio muere será por tu culpa, por haber confiado en esa arpía. Prepárate para darme más hijos, mujer, porque a este… a este lo puedes dar por muerto.
Soltó a Tila y miró a su hijo. Sin poder soportar el estridor agonizante que se había apoderado de su cuerpecito, salió al exterior, donde la tormenta se había desatado. Sintió cómo la lluvia lo empapaba. Caminó hasta el establo para que nadie pudiera verlo llorar. Derribó a puñetazos las haces de paja amontonadas dentro y, arrodillado, golpeó el suelo hasta que le sangraron los nudillos. Aquella noche, Gayo hizo una promesa a los dioses del Inframundo: les sacrificaría su caballo negro si devolvían la vida a Lucio.
En el aire de la casa flotaba un silencio brumoso y gris, impenetrable a la felicidad. Nadie habría dicho que un niño acababa de sortear, victorioso, el angosto desfiladero de la muerte. Cincinata, la mediana de las hermanas Domicias, tras enterarse de que las Parcas habían estado a punto de cortar el hilo de su sobrino Lucio, envió a su hijo Quinto desde Tarraco. Los dos primos pasarían la primavera juntos.
Gayo andaba muy ocupado —circunstancia que todos agradecían—, absorbido en el trabajo en la naciente Barcino. Las rentas del portorium de Ad Fines crecían al mismo ritmo que la actividad comercial, y ello le había permitido iniciar la construcción de una domus en la ciudad, muy cerca del foro. En eso le daba la razón a su mujer: no podían seguir habitando en una granja, y no solo por la dignidad patricia de ella, sino porque Gayo era uno de los veteranos con más graduación y una figura de peso en la comunidad. Cuando volvía al hogar, todos se esmeraban en cumplir con sus obligaciones y en adelantarse a sus necesidades. Gayo era un volcán que podía entrar en erupción en el momento menos esperado y aún no había dicho su última palabra sobre lo acontecido.
A pesar de todo, a Lucio se le veía contento de estar vivo, lo cual no le evitaba una cierta confusión de ánimo. Una tarde, mientras una esclava los despiojaba, Lucio le contó a su primo que Harmonía le había pedido uno de sus juguetes para arrojarlo a la diosa del manantial, en señal de agradecimiento.
—¿El manantial? ¿No es allí donde vive la madre de Garza? —preguntó Quinto.
—Sí, en una cueva cerca de donde mana el agua. Oye, primo, ¿tú crees que los dioses cántabros me salvaron? —dijo Lucio frotándose una oreja. El vinagre le escocía en la cabeza—. Yo soy romano. Debieron de ser nuestros dioses los que me libraron de los hechizos maléficos de esa mujer.
—Los nuestros son los más poderosos, por eso los romanos siempre vencemos. Los dioses indígenas deben de estar rabiosos. Habrán sido los romanos.
—Clodio, el sirgador, dice que los dioses son unos viejos cascarrabias. Conviene complacerlos y hacerles ofrendas, pues ellos mandan en el mar de la vida, aunque cada uno de nosotros es el timonel de su propio barco.
—Y eso, ¿qué significa? —quiso saber Quinto.
—Que, al fin y al cabo, eres tú quien decide en cada momento. Probablemente tiene razón. Los dioses no pueden estar en todas partes.
Lucio se quedó callado, recordando las palabras de su padre: «Has contraído una gran deuda con los poderes sobrenaturales, por eso he sacrificado a los dioses infernales no uno, sino dos caballos negros. Los he mandado enterrar en la necrópolis del norte de la colonia». ¿Habría sido suficiente? ¿Cómo se podía saber si los dioses se habrían dado por satisfechos? Desde el sacrificio, una idea revoloteaba por su cabeza: no le gustaba en absoluto deber favores a los dioses, ya fueran romanos, cántabros o hiperbóreos, porque tarde o temprano se los acabarían por cobrar. Si los dioses podían barrer ciudades enteras con un temblor y mover las estrellas de lugar, ¿qué no harían con un simple mortal?
La calma de la tarde se rompió cuando los niños salieron al patio a jugar. El golpeteo seco de las peonzas contra las losas de piedra alertó a Harmonía:
—¡Lucio, todavía no puedes salir! Te vas a enfriar y aún no estás restablecido —gritó la esclava desde el cuarto de Tila.
—Déjalo, Harmonía. —Tila hablaba sin apenas fuerza—. ¿Está preparado ya Elbón?
—Sí, domina. Tu marido llegará a la hora octava, debe de faltar poco. —La esclava apretaba entre las manos un tarro de cerámica. Dudó unos segundos antes de continuar—. Ha dado una orden…
—¿Qué más quiere este hombre de nosotros? Habla.
—Domina Tila… Cuando llegue el momento, cierra los ojos y piensa solo en tu hijo, así se te hará más llevadero. Mira, he preparado un ungüento de cera y fenogreco.
—¡Dime qué otra orden ha dado Gayo, habla de una vez! —La rabia hizo que recuperara las fuerzas por un instante.
—Los niños deben presenciarlo. Y todos los esclavos.
Tila era la viva imagen de la desesperación. Profundas ojeras rojizas enmarcaban sus ojos y ya no se arreglaba los rizos dorados.
—No pienso salir de esta habitación. Tendrá que bajarme a rastras. Cuando mi padre se entere de esto… Diles a los esclavos que mataré a palos a cualquiera que se vaya de la lengua. Ya solo me falta ser el hazmerreír de los amigotes de Gayo y de sus toscas mujeres.
Gayo llegó poco después, látigo en mano. Se había puesto sus sandalias militares y un cinturón ancho de cuero, el mismo que usaba, a modo de faja, cuando tenía que realizar esfuerzos. Su aspecto intimidaba al más valiente. Hizo trasladar su cátedra al patio y pidió una jarra de vino sin mezclar. Elbón esperaba ya, con el torso desnudo, apoyado contra la pared. A Tila tuvo que ir a buscarla.
—¡Niños! —gritó Gayo—. Venid aquí, uno a cada lado de mi asiento. ¡Harmonía, tráele una manta a Lucio!
Gayo se acercó a Tila, de pie junto a Elbón, y le dijo:
—Bájate la túnica hasta la cintura, empezaré por ti. —Se volvió y habló para los demás—: ¡Esto es lo que ocurre en esta casa cuando alguien no acata mis órdenes!
Lucio comprendió de golpe, salió corriendo hacia su padre y le agarró el látigo:
—¡Padre, no la azotes, por favor! ¡Madre, dile que no volverás a desobedecerlo!
Gayo lo asió por los brazos y lo llevó en volandas hasta su asiento. Lo miró fijamente y le dijo:
—Silencio, Lucio, observa y aprende. Tú también serás algún día el paterfamilias y como tal actuarás. Recuérdalo bien, muchacho, no te puede temblar la mano para azotar a la esposa. Así lo hacía mi padre y así lo hago yo.
El parche del ojo se le había movido y había dejado al descubierto parte de la cuenca ocular, hundida, lo cual le confería un aspecto siniestro. Lucio se quedó inmóvil y no volvió a abrir la boca. No aceptó la mano que le tendía Quinto, que lo miraba con ojos asustados.
Mientras, Tila había empezado a sollozar quedamente. Su cuerpo temblaba como una gota de agua a punto de caer. Gayo le gritó:
—¡Obedece, mujer!
Entonces Elbón se volvió y miró a Gayo, diciendo:
—Domine, fui yo quien tuvo la idea de llamar a la cántabra. La desesperación por salvar al niño me ofuscó. Yo merezco el castigo, no ella.
Gayo le dirigió una mirada de desprecio a su esposa. Después se dio media vuelta y, con un rápido movimiento, dejó descansar el látigo encima de su hombro. Se acercó a la mesilla donde estaba el vino. Solo se oían las suelas claveteadas de las sandalias contra las losas del patio. Tras un trago largo, dijo a Tila:
—Vístete antes de que me arrepienta. Merecerías un azote por no saber controlar a tus esclavos, por haber permitido a esa mujer entrar en la habitación de Lucio. Pero ¿qué se puede esperar de ti? Por tus venas corre agua, no sangre. —Miró entonces a Elbón—: Agradece a los dioses que no te mate, si fuera tu centurión estaría obligado a hacerlo. ¡Vuélvete y acabemos con esto!
Al día siguiente, Elbón reposaba boca abajo sobre su jergón. Lucio, sentado a su cabecera, le tenía la mano cogida. Le gustaban las manos de Elbón, siempre estaban cálidas.
—¿Cómo puede haberte hecho esto? ¿Por qué es tan cruel?
—No, Lucio, un hombre debe hacerse respetar. Así ha de ser. Cuando un pámpano crece desviado conviene ligarlo a la cepa.
—Cuando vea al abuelo Domicio se lo contaré todo.
—Tu abuelo Domicio habría hecho lo mismo. Además, Gayo sabe cómo usar el látigo, me podría haber hecho mucho más daño.
—¡Pero si te dejó toda la espalda ensangrentada! Mamá dice que es un bruto.
—No hables así de tu padre. He visto hombres con los huesos al descubierto después de los azotes. Él sólo me ha lastimado un poco. Ya verás, me curaré enseguida y pronto podremos volver a salir a cazar liebres.
Lucio se limpió las lágrimas. A veces le costaba entender el porqué de las cosas. Elbón había actuado movido por el deseo de salvarlo, ¿por qué recibía ese castigo? Era injusto. «La obediencia engendra grandeza», decía su padre, y sin embargo él no veía nada de grandeza en la espalda descarnada de Elbón. Cuando fuese mayor, haría entender a su padre que solo las normas justas merecen ser obedecidas.