40. LA AMARGA VERDAD

En el desayuno, Harith los invitó a probar una decocción amarga hecha con los frutillos marrones que quitan el sueño. Lucio ya la había conocido en la caravana y se sirvió dos veces. Les explicó que procedían de unos arbustos de flores blancas y bayas rojas que crecían en la Arabia Felix. Completaron el desayuno con rebanadas de pan mojado en aceite, queso de cabra, olivas, pepinos y dátiles.

Cincinata se mostró encantada con la hospitalidad de Harith y con la fiesta de la noche anterior, mientras que Tila solo tenía ojos para Lucio. Le pidió que llevara puesta la corona y el anillo durante el desayuno, y como él se negó, se los puso ella. No había comido nada, solo había bebido vino y la lengua se le enredaba cuando hablaba.

—Lucio, mi hermana tiene razón: he sido muy injusta contigo. No me he dado cuenta de que ya eres un hombre. Estoy deseando que volvamos a Barcino para ver qué cara pone Gayo al verte aparecer condecorado por Augusto y con el anillo de caballero.

Le preocupaba el cambio que se había operado en ella en aquellos tres años. Su madre alternaba periodos explosivos en los que se manifestaba su amargo carácter y otros, más calmados, en los que entraba en una especie de abulia. Pero nunca la había visto beber como lo estaba haciendo aquellos días.

—Madre, aún no he decidido qué voy a hacer, pero te ruego que si no volviera a Barcino aún le lleves la corona de hierba a mi padre, en mi nombre.

Tila frunció el ceño y fue a abrir la boca para hablar, pero Cincinata le hizo una señal. Ciertamente, Lucio aún no sabía qué iba a hacer, y lo que menos deseaba era ser presionado. Los momentos de intimidad con Garza le habían demostrado la profundidad del sentimiento que aún los unía. Sentía que se había ganado el derecho de volver a Barcino y poner las cosas en su sitio. Sin embargo, era consciente de todos los frentes en los que tendría que luchar al mismo tiempo: Garza todavía albergaba mucho resentimiento dentro de ella, y en cuanto a su padre… No sentía el menor deseo de enfrentarse a un hombre lisiado que no podía expresarse. Sería demasiado doloroso para ambos. Si regresaba no sería para echar tierra sobre todo lo sucedido y volver a ponerse bajo el yugo del viejo Gayo. No, si regresaba era para tomar las riendas. Y Vibio… ¿Qué haría con Vibio?

Además, la Garza que había amado hacía unas horas no era la niña ingenua que había conocido, sino una amante experimentada, y no habría sido con Vibio con quien habría guerreado en las lides del amor. ¿Y él? ¿Realmente estaba dispuesto a abandonar su incipiente carrera como ingeniero por un cúmulo de problemas y de incertidumbres? Le había costado demasiado llegar adonde estaba como para echarlo todo por la borda.

Partieron tras el desayuno y, al llegar a la casa de los Domicios, se encerró con Quinto en el tablinum. Allí, Lucio le transmitió el mensaje del emperador.

—La Lex Iulia de Maritandis Ordinibus lleva ya años en vigor, y está causando no pocos problemas entre el patriciado. Gran parte de los matrimonios son pura ficción —le informó Quinto.

—Lo siento, no sé nada de esas cuestiones; en las minas no estábamos muy al día en efemérides sociales ni en jurisprudencia —manifestó Lucio en tono irónico—. Vaya, vaya, mi querido Quinto: así que dispones de una lista de candidatas al tálamo nupcial.

—Sí. En los próximos días me espera la terrible tarea de concertar entrevistas con todas ellas y elegir. Después formaré una familia respetable con una mujer respetable y seguiré ocupándome de gestionar la información generada por la red.

Lucio se cruzó de brazos y lo miró con expresión seria. Emitió un silbido mientras sacudía la mano derecha.

—El mentula de mi primo se ha convertido en un individuo importante, quizá tanto como el mismísimo Augusto. La información es poder. —Lucio estiró las piernas, levantó los brazos y los cruzó por detrás de la nuca—. No me cambiaría por ti ni por todo el oro de Atalo. Por cierto, tengo que escribir mi informe cuanto antes. Augusto me lo pidió ayer en la cena.

—No me hables de la cena. Por Dionisio el borracho, cuando vi a Garza encarada a Augusto con la daga en la mano yo también pensé lo peor. No me extraña que Aenobarbo perdiera los nervios. Esa mujer podría llevar a la ruina a cualquier hombre juicioso. Escúchame, primo, me alegro de que sea Vibio quien esté casado con ella.

—Fue una noche movida para todos, yo me convertí en el bufón de la fiesta y sin aviso previo. Ese bribón de Harith… Cuando me vi forzado a luchar con Aenobarbo mi primer impulso fue echar a correr. No me apetecía dejarme ganar, pero tampoco me convenía humillarlo en público. Detesto exhibirme en la lucha. En Berenice pude haber ganado mucho dinero con las peleas, pero me negué.

—Ay, Lucio. Mi padre decía que la humildad excesiva es de tontos y un camino seguro hacia el patíbulo. Déjate de remilgos y vela por tus intereses.

—Hablando de Garza, ¿sabes qué es una eolípila? —preguntó Lucio. Quinto levantó los hombros y alzó las cejas—. No, veo que no. Es una esfera de metal movida por la fuerza del vapor. Me enseñaron una en el museo de Alejandría. En cuanto la vi funcionar apareció en mi mente una cabellera dorada. Garza es una eolípila. Cuando se contiene demasiado, acaba por expulsarlo todo a presión y en el momento más inesperado. Debes comprenderla: por su origen, aquí siempre será la primera sospechosa de cualquier fechoría. Le tenéis más miedo a los cántabros que a los catafractos.

—Esperemos que lo de ayer no tenga consecuencias. Aenobarbo es un cretino engreído, cree que con esas bravatas va a conseguir más favores de Augusto. ¿Entiendes por qué debo casarme? No voy a permitir que ese energúmeno nos deje sin herencia, ya es suficientemente rico. ¿Y tú? ¿Has pensado qué vas a hacer?

—Ayer me lo preguntó Augusto, esta mañana mi madre y ahora tú. Aún no he tenido tiempo para pensar y poner en orden mis ideas.

—Si no hubieras visto a Garza no necesitarías tiempo para pensar, lo sabrías sin dudar. Os oí llegar de madrugada. Toma tu decisión en frío, querido.

Lucio se levantó y se quitó la toga. Nunca se acostumbraría a aquel ropaje pesado y caluroso. En eso se parecía a su padre. Tuvo que ser difícil para un campesino convertido en soldado amoldarse a la vida civil después de veinte años de servicio. Y más aún tratar con alguien como Primo Domicio, quien, con toda probabilidad, habría sido un peligroso tiburón dentro de las procelosas aguas de la política de Roma.

—No sé cómo te puedo agradecer que siguieras tras mi pista. Si no hubiera sido por ti, quién sabe si ya me habría echado la soga al cuello en Berenice. Te debo la vida.

—¿De verdad quieres compensarme? Pues quítame de en medio lo antes posible a Garza y a tu madre. No creo que Aenobarbo intente nada, pero Augusto es gato viejo, y yo me tomaría en serio sus advertencias. Barcino está muy lejos, allí estará a salvo tu… belleza bocazas.

—Hoy trasladaré mis cosas a la habitación de tía Domicia. No voy a echarme a dormir frente a su puerta, pero al menos estaré más cerca, por si acaso.

Se oyó la voz del atriense desde el otro lado de la cortina. Había llegado correo: varias cartas para Quinto y una para Lucio procedente de Egipto. Era de Publio Ostorio Escápula, el prefecto. Lucio se volvió a sentar y rompió el sello con un estilete. A medida que leía, su rostro se iba iluminando por momentos. Quadrato lo reclamaba como ayudante en las minas de granodiorita descubiertas al sur del Mons Prophyrites. Se trataba de una explotación nueva, llevada solo por profesionales del ejército. Nada de convictos.

—Por tu cara deben de ser buenas noticias —dijo Quinto.

—Las mejores. Se me reclama para ayudar a poner en marcha una nueva explotación minera en el desierto.

—Suena horrible.

—Y lo mejor de todo: nada de convictos, solo trabajarán los ingenieros de las legiones. ¡Una montaña entera de granodiorita me está esperando!

—¡Qué emoción! Estoy al borde de las lágrimas —bromeó Quinto.

—Alguien tiene que hacer el trabajo duro, mi dulce sílfide. Cada vez que tus exquisitas sandalias pisen las losas del foro o tus ojos se regocijen con las aguas coloreadas de un mármol elevarás una plegaria por el bienestar de tu humilde primo, que estará arrancando la materia prima en el desierto. Y tú, ¿qué noticias tienes?

—Después de la fiesta de ayer, eres el hombre del que todos hablan. Aenobarbo nos invita a pasar una mañana con él y sus amigos en la palestra del Trigarium. —Lucio arrugó la frente—. Sí, hombre, uno de esos agradables encuentros masculinos para arrearse mamporros amistosamente. Podemos excusarnos, estamos muy atareados preparando mi boda y tu marcha. —Miró a Lucio, quien asintió guiñándole un ojo—. Por otra parte, ha escrito Cornelia hija, la comadreja insaciable, invitando a las Domicias, y a ti, por supuesto, a pasear por el Campo de Marte. Qué curioso, no menciona a Garza. Dice que también ha invitado a Harith y a Antonia. ¿Acepto?

—Acepta. Nos vendrá bien salir de esta casa. Pero Garza no saldrá sin Aulo, espero que eso la refrene un poco. Esa mujer es un pulpo, en cuanto menos lo espero noto sus fríos y escurridizos dedos en el lugar más inesperado. Además, en el futuro podré presumir ante mis compañeros de armas de haber paseado por el Campo de Marte con la hija de Marco Antonio. Los legionarios lo siguen venerando.

—Se hace tarde, debe de ser ya la hora quinta. Le diré a Turso que te acompañe a Ostia. No deberíais tardar en partir. ¡Ah! No compres pasaje para mi madre. Ella se queda. No quiere perderse mi boda.


El día fue provechoso. En Ostia, Lucio pudo localizar a los agentes de Julio Aniceto, el comerciante de vinos que conoció en su primer viaje a Roma. Julio acababa de llegar de Cartago y al cabo de unos días se embarcaría con Adad el babilonio hacia Barcino y Tarraco. No podían demorarse, faltaba poco para que declararan el Mare Clausum.

Dieron con Adad en una de las tabernas del puerto. Se sentaron a compartir con él un buen plato de sepia con guisantes, condimentada con liquamen y un vino de incierto origen. Les relató sucintamente su peripecia durante aquellos tres años y el incidente entre Garza y Aenobarbo. El babilonio se comprometió a cuidar de Garza y de su madre mientras estuvieran en su barco y Julio a dejarlas sanas y salvas en la misma casa de Gayo Celio. Lucio les pagó por adelantado generosamente.

—¿Y tú, joven Celio? ¿Tú no vienes? —preguntó el comerciante.

Lucio respiró hondo y dio un trago largo.

—El problema es que uno de mis anhelos está en las legiones y el otro en Barcino.

—Y seguro que uno de los dos tiene nombre de mujer —dijo Adad, tras taparse la larga y rizada barba con una mano y llevarse a la boca con la otra un trozo de pan con ajo y aceite.

—Cierto. Una mujer casada. Con mi hermano adoptivo.

—¡Por Neptuno! —exclamó Adad—. Cualquier otra alternativa será mejor.

—Pero, hijo, arriesgaste demasiado desobedeciendo a tu familia para conseguir lo que tienes ya en la punta de los dedos. ¿Vas a despreciarlo simplemente por una mujer? —le preguntó Julio.

—Si me permites una opinión, Lucio Celio, te diré que las piedras, sean mármol o granito, no tienen sentimientos, no se quejan, ni hablan, ni chillan. Por el contrario, las mujeres son un saco de emociones incomprensibles. En cuanto a las casadas…, prefiero enfrentarme a Escila y Caribdis que a un cornudo, y menos aún si se trata de mi hermano adoptivo. Mala cosa, chico, mala cosa.

—Ya la dejé escapar una vez. Si la dejo escapar una segunda quizá la pierda para siempre.

—Las decisiones de la vida son demasiado importantes como para tomarlas teniendo solo en cuenta el amor. Eros es mudable y caprichoso, sí, señor —afirmó Julio Aniceto—. Las pasiones de los comienzos se disipan como la niebla. Cuando decidas casarte con una mujer, asegúrate de que te unen a ella otro tipo de lazos.


Al día siguiente, tras el desayuno, Lucio se sentó en el tablinum a escribir su informe. Quinto, Cincinata y Tila estarían toda la mañana visitando a las familias de algunas de las candidatas a madre de los hijos de Quinto. Garza se quedó en casa con Aulo y se dedicó a arreglar las plantas del peristilo. Al oírla canturrear y jugar con el niño, Lucio no pudo evitar que su imaginación se desbordase. ¿Podrían, alguna vez, Garza y él…? Se rascó la cicatriz con fruición. Iba a ser una decisión difícil.

Necesitaría muchos rollos en blanco y varios días de trabajo, así que bajó de las nubes y se puso a rebuscar por los anaqueles uno en el que poder escribir. En una de las estanterías vio una pila de cartas que le llamó la atención, pues reconoció su escritura en la primera. La cogió y la observó. Iba dirigida a Garza. ¿Qué hacía allí? No podía ser otra que la carta que le escribió antes de irse a Alejandría. El sello estaba violado. Alguien la había leído y, por alguna razón, no se había enviado. La abrió y la leyó. En ella le pedía perdón por cómo habían ido las cosas, le aseguraba su inocencia y le expresaba su desolación ante el hecho de haber perdido a su hija de aquella manera. Era una carta de amor. «Si me amas como yo te amo a ti, no dudaré en desertar para acudir a tu lado. Necesito saberlo de tu puño y letra. Espero tu respuesta con ansia». Solo habían pasado tres años, pero le costaba reconocer al muchacho que la había escrito. En su vida se habían sucedido muchos acontecimientos desde entonces. Se había endurecido y, sin embargo, aquel dolor antiguo todavía lo sentía bien vivo.

Garza nunca recibió aquella carta. Al no recibir ninguna respuesta de ella, Lucio decidió en Alejandría que no le volvería a escribir. Y eso había hecho. Garza tenía derecho a mostrarse tan dolida y tan furiosa. Tal como habían ocurrido las cosas, parecía que a Lucio le había importado bien poco el destino de su hija y que se había olvidado de ella y de Garza por completo. Se le encogió el estómago al recordar el llanto de la otra noche, y el desamparo sentido por ella cuando él se fue. Qué importaba ya. Por más vueltas que le daba a la cabeza, no encontraba la manera de que pudieran estar juntos. Y no la iba a presionar. Ella no pediría nunca el divorcio, ante la perspectiva de perder a su hijo en favor de Vibio. ¿Y Vibio? ¿Se avendría a un divorcio pactado? Nada se podría hacer sin el consentimiento de Gayo. Y en todo ese maremágnum, ¿en qué situación quedaba él?

Siguió examinando las demás cartas. La siguiente llevaba la escritura su madre y era de la misma época. Iba dirigida a tía Domicia. Empezó a leerla. A medida que avanzaban las líneas, su cara se fue descomponiendo. Se sentó. ¿Se trataba de una broma? Volvió a leer de nuevo, una y otra vez. Miró la fecha: 5 de agosto del verano que él pasó en Roma. Había llegado cuando él estaba allí, probablemente junto con la durísima carta que Garza le había escrito a él y que había quedado grabada en su memoria, palabra por palabra. La repasó mentalmente, por enésima vez. Garza había omitido deliberadamente la información más importante, no cabía duda. No solo la había omitido, sino que le había mentido. No podía creerlo.

—¡Oh, mujer cruel! —gruñó con los dientes apretados. Se levantó de golpe y la cátedra cayó al suelo con estruendo. Salió del tablinum y llamó a Túscula, que apareció de inmediato.

—Ocúpate de Aulo, necesito hablar con su madre a solas. ¡Garza! Acompáñame a tu habitación, ¡ahora! —El rugido de Lucio hizo que a Garza se le escurriera de las manos una maceta. Permaneció estática, mirando las cartas que sostenía en las manos. Los ojos de Lucio, de un azul tempestuoso, centelleaban de ira.

—¿Voy a tener que arrastrarte?

Garza se lavó las manos en la fuente y se las secó en la túnica. Pasó por delante de Lucio sin mirarlo y subió las escaleras deprisa, seguida de él.

Una vez arriba, se encerraron en el dormitorio.

—¿Me puedes decir qué está pasando? Me estás asustando.

La respiración de él era agitada. Sentía ganas de abofetearla y apretó los puños para no hacerlo.

—¡Soy yo quien está asustado! —Avanzó hacia ella y la agarró del brazo, apretando hasta hacerle saltar las lágrimas. Se sentía hervir de cólera—. Asustado por haber abierto mi corazón a una arpía inhumana y calculadora. Asustado porque he estado a punto de tirar mi vida por la borda con el único fin de estar contigo.

Tiró sobre la cama una de las cartas.

—¿Recuerdas aquella carta en la que expresabas tu deseo de que el espíritu de nuestra hija muerta me persiguiera allá donde fuera? La leí aquí, en este mismo cuarto, donde duermes tú ahora. Creí morir cuando supe que la hija a la que habías dado a luz era nuestra y que mi propio padre la había mandado al estercolero. Tú ya sabías que Elbón la había puesto a salvo y no me lo dijiste. Acabo de leerlo en la carta que mi madre le envió a tía Domicia. Al contrario, me hiciste creer que la niña ya estaría muerta.

El rostro de Garza adquirió el tono cerúleo de un papiro. A tientas, retrocedió hasta el arcón y se sentó. Miró a Lucio con aire suplicante, pero eso solo exacerbó su ánimo.

—Y aquí tengo otra carta. —Se la lanzó a la cara—. Esta la escribí yo, como respuesta a la tuya. No sé por qué razón nunca llegó a salir de esta casa, la escribí el día después de recibir la tuya. Un muchacho inocente y enamorado, con el corazón destruido, imploraba tu perdón. Se iba al ejército a cumplir con su deber familiar, pero dispuesto a dejarlo todo y volver si tú se lo pedías.

Las lágrimas se escurrían por el rostro de Garza, mientras balbuceaba que lo sentía.

—Tu altivez te sirvió entonces para humillarme. Por suerte, ya no soy el Lucio que conociste. Y ahora, dime, ¿dónde está nuestra hija?

—Con Seihar. Él y su mujer la acogieron. Elbón lo buscó para entregársela.

Elbón, Seihar. Amigos del alma que nunca lo traicionarían. Dio gracias a los dioses de que estuviera con Seihar. Deseó tanto estar con ellos y abrazar a su hija… Lucio se sintió al mismo tiempo apesadumbrado y feliz. Su hija estaba viva. Se sentó en la cama.

—Ahora tendrá tres años. ¿La has visto?

—Sí. Voy a menudo a Castrum Bergium. Vibio nunca está y tu padre no puede desplazarse, así que yo me ofrecí para visitar a los clientes del interior, me acompaña un esclavo. La veo a menudo. Es… —Garza lloraba como una niña— tan bonita. Se parece mucho a ti. Es tranquila y alegre.

—¿Cómo se llama? —preguntó Lucio, sin levantar los ojos del suelo.

—Luna.

—¿Cuánto tiempo ibas a esperar a contármelo?

—No quería interferir en la vida que habías elegido.

Entonces comprendió. Su tía Domicia, al leer la carta de Tila y verlo tan abatido aquella mañana de Mundus patet, había adivinado que él era el padre del bebé. Y también había decidido callar ante el temor de que embarcara de regreso a Barcino. De ahí que insistiera tanto en obtener su perdón en el lecho de muerte. De repente sintió un gran deseo de estar lejos de allí, de encontrarse ya en el desierto, entre legionarios, entre hombres, donde todo era mucho más fácil, donde las verdades se presentaban desnudas como la piedra, sin posibilidad de artificios ni disfraces.

—¿Por qué me mentiste? —Lucio se levantó y dejó caer su toga al suelo. De una patada, envió lejos el pesado bulto—. Me dijiste que estaba muerta, ¿por qué? ¡Que se te lleven ahora mismo los dioses infernales si no me das una buena razón!

—¡Estaba furiosa! ¡Te odiaba! —Garza también se puso en pie. Los ojos enrojecidos resaltaban con más fuerza el verde de sus pupilas. Se enfrentó a Lucio, hablándole a pocos centímetros de su rostro—: Tú te marchabas a hacer tu vida, libre, con el horizonte abierto y sin ataduras, y yo me esclavizaba de por vida al lado de Vibio y de Gayo. ¡Te odiaba con todas mis fuerzas porque no te rebelaste! Porque aceptaste mansamente el capricho de tu padre como si nada hubiera pasado entre nosotros. ¡Me sentí abandonada y traicionada!

—¿No comprendes que no tenía alternativa? Mi padre nos habría molido a latigazos hasta hacernos entrar en vereda. No lo habría permitido.

—Si tú te hubieras mostrado en contra yo habría revelado el embarazo. ¿De verdad crees que tu padre se habría deshecho de su primer nieto, del hijo de su hijo? Habría sido un escándalo, sí, pero habría accedido, porque en realidad lo que le interesaba a Gayo eran mis tierras, y las hubiera obtenido casándome con Vibio o contigo. Ante la perspectiva de tener un nieto que fuera hijo tuyo, se habría ablandado. Pero, en el fondo, deseabas salir y ver mundo, no lo niegues, siempre has sido curioso y despierto. Quizá fue lo mejor. Barcino se te habría quedado pequeña.

—Yo te amaba —dijo Lucio en un susurro mientras le cogía un mechón de pelo y lo enredaba entre sus dedos—, solo deseaba estar contigo, hacer carrera en mi ciudad, heredar el negocio de mi padre… —Se alejó de ella y se sentó sobre el arcón. Apoyó los codos en las rodillas y se sostuvo la cabeza entre las manos—. De repente me sentí perdido, solo en esta urbe inabarcable e inhóspita. Tus palabras fueron devastadoras. He llorado a nuestra hija muerta todo este tiempo y he llegado a pensar que era su espíritu el que me había castigado. Creí que todo lo que me pasaba era el tormento que me enviaba la diosa del manantial por haber cometido el sacrilegio de tocarte aquella noche en la cueva. —Se volvió para mirarla—. Me has causado tanto dolor, Garza, tanto dolor, que no puedo perdonarte.

—Por lo tanto, puedes entender como me sentí yo cuando tú te fuiste. —La voz de Garza sonó gélida.

Lucio se tapó la cara con las manos. ¿Es que no había tregua en su sufrimiento? La congoja hacía que no sintiera los latidos de su corazón. Quizá se estuviera muriendo. Pensó en su hija. Luna. Levantó de golpe la cabeza. Un momento. Había algo más que debía saber. Cuando habló solo se movieron sus labios. El sonido de su voz se oyó lejano y amortiguado, como el oráculo de un autómata alejandrino:

—Mi padre. ¿Sabe que Luna está viva?

—No. —Garza habló con un hilo de voz—. Por el bien de ella y por el de Elbón no podía permitir que lo supiera.

Lucio se levantó de nuevo y se cruzó de brazos. Miró a Garza con rostro severo.

—Me sorprendió verte dudar cuando me dijiste que mi padre había sufrido el ataque al recibir mi carta. Tú estabas presente. ¿No te parece extraño? Un centurión, acostumbrado a la dureza de la vida militar, sufre un ataque solo porque su hijo ha decidido ingresar en el ejército. Sospecho que hubo algo más. Algo que tú le contaste. ¿Me equivoco?

Garza se cubrió la boca con una mano y empezó a sollozar. Los hipidos le dificultaban el habla. Cuando lo hizo, fue con voz entrecortada:

—Le dije que la niña era tuya.

Lucio se levantó y le puso una mano en la garganta, haciéndola retroceder hasta la pared. Levantó un puño e inmediatamente la soltó, como si su tacto le quemara.

—¡La rabia habló por mí! —gritó Garza—. ¡Me arrepiento tanto!

—Otro hombre te habría golpeado, y habría tenido razones para hacerlo. Yo, sin embargo, he aprendido que dejarse arrastrar por la ira solo acarrea males mayores. Quizá, con el pasar del tiempo, aprenderás a vivir como tu madre te enseñó. —Lucio se dirigió a la puerta y la abrió, diciendo—: Dormiré en el cuarto de al lado, por si me necesitas. El barco zarpa dentro de tres días, prepárate.

—¡Lug! —Garza se levantó y se echó a sus pies—: ¡Perdóname, amor, perdóname!

—No me llames «amor». Y borra de tu rostro esa expresión apesadumbrada. No es tu estilo.