39. EL RÍO DE LA VIDA

Livia se retiró y se llevó con ella a todas las mujeres, excitadas por poder montar una de las bestias. Augusto ordenó que las acompañaran también los varones, él deseaba descansar unos instantes. Harith dejó a su cargo a dos esclavos de confianza y se fue a organizar la cabalgata. El emperador se acercó a la tienda donde Garza todavía se deshacía en llanto, se recostó en los almohadones que había junto a Lucio y, mientras lo hacía, le dijo en voz baja:

—Si tu familia la aprecia, no te separes de ella hasta que la metas en el barco de vuelta a Barcino. Duerme a los pies de su puerta si es necesario. Domicio Aenobarbo es un fanático y es capaz de cualquier cosa. Busca un capitán de confianza.

Lucio lo miró sorprendido. No encontró palabras adecuadas, así que asintió sin más.

—¡Sosiégate, mujer! —dijo Augusto—. Aún no te he dado las gracias por haber matado a esa culebrilla. Obedece a tus cuñados y vuelve a tu casa cuanto antes. —Garza se secó las lágrimas y dejó que Lucio la ayudara a levantarse—. Retiraos ya, necesito un poco de descanso. Estas cenas me agotan.

Se metieron en la casa y Lucio los condujo hasta una acogedora habitación alfombrada, donde podrían descansar hasta que los invitados se fueran. Garza se disculpó ante Quinto. Este la miró, muy serio, sin responder, aunque sí se dirigió a Lucio, resoplando:

—¡Menuda nochecita, primo! —Se notaba que reprimía su enojo. Hizo una pausa para respirar hondo y elegir las palabras—: En cuanto a ti, querida, si fueras mi mujer te estaría dando una zurra en este preciso momento. Has sido muy imprudente, te has puesto en peligro y has dejado en evidencia a toda la familia.

Garza temblaba. Sabía que había traspasado los límites. Y no entendía por qué las palabras de Augusto la habían desmoronado por completo. Se sentía abatida.

—Me avergüenzo de mi proceder. He sido muy torpe, se trataba de una fiesta dedicada a ti, Lucio, en casa de Harith, y la he estropeado. Os pido perdón. No os causaré más problemas, en cuanto sea posible querría regresar a Barcino.

—Mejor no comentemos nada a Tila y a mi madre —observó Quinto—, las preocuparíamos inútilmente. Ahora voy a unirme a los demás. Es preciso restarle importancia al incidente. Me divertiré un rato con las Sempronias, ¡son tan bobas!

Garza y Lucio se quedaron a solas. La habitación era exquisita y había sido construida con forma hexagonal. Los ventanales dejaban pasar el resplandor de las antorchas del jardín. Tapizaban el suelo unas gruesas alfombras con motivos coloridos. Se sentaron entre unos almohadones esparcidos por toda la habitación.

—Mañana mismo iré a Ostia, a concertar la vuelta a Barcino —dijo Lucio—. Ya lo has oído, no me voy a separar de ti hasta que embarques ¿lo has entendido? Y me da igual si quieres o no quieres.

Garza no respondió. No sabía callar ante una situación injusta y ello siempre le había acarreado muchos problemas.

—Quinto está muy molesto contigo, es cierto, sin embargo… —Lucio le cogió las manos y la atrajo hacia sí—, no te arrepientas. Sobre todo si en tu interior sabes que has hecho lo que debías. Me siento orgulloso de ti, pero piensa que has tenido suerte. Tu sinceridad podría haber acabado muy mal. —Le acarició el rostro, contraído por el llanto—: ¿Qué te ocurre? ¿Dónde se esconde mi chiquilla valiente?

Garza no podía articular palabra, notaba un nudo en la garganta que se lo impedía. No recordaba cuándo había sido la última vez que se había sentido tan atribulada. Lucio continuó hablándole con suavidad, sin dejar de mirarla intensamente a los ojos:

—En todos estos años no he podido dejar de pensar en nosotros. Imaginemos que volvemos a ser los de antes…

Había leído en su alma. Eso era justamente lo que deseaba, cerrar los ojos y volver atrás, a aquel recodo del río en el que se bañaban sin ser vistos, a las veredas escondidas de la Sierra Oscura por donde cabalgaban siguiendo el rastro de los jabalíes, a la cueva donde se amaron con vehemencia. Se acurrucó contra él, aspirando la fragancia de su piel, deslizando las manos por su espalda, refugiándolas en el pecho de vello ensortijado… Él la acunó como a una niña. La memoria de su cuerpo le decía que recalara allí y se dejara mecer por el dulce oleaje.

Pero Garza no podía. Las cosas habían cambiado. Ya no eran los mismos, era incapaz de actuar como si nada hubiera pasado, algo dentro de su cuerpo se rebelaba. Una sombra le impedía acercarse a Lucio. Lo rechazó y se separó de él.

—No quiero imaginar que somos los de antes, porque ya no lo somos. Tú te has convertido en un caballero y yo en una mujer insignificante. Solo recibo halagos cuando me muestro sumisa y callada. ¿No te das cuenta de que todo es una gran mentira? Cantabria es rica en metales, Roma quería apoderarse del oro, la plata, el hierro…

—Garza, Garza… ¿Y qué vamos a hacer ahora que ya están todos muertos? ¿Enfrentarnos al emperador? —reaccionó Lucio—. ¿Me tomas por un ingenuo? Por supuesto que los romanos iban detrás de las riquezas. Pero así funciona el mundo. Y si no vamos con pies de plomo, podemos acabar muertos en un callejón en cuanto salgamos de aquí. No eres consciente aún de lo que acabas de hacer: te has enfrentado al hombre más poderoso del mundo y te has puesto en contra a uno de los más violentos, Aenobarbo. No veo la hora de abandonar Roma, esta gente me asquea tanto como a ti.

La abrazó de nuevo. Ella se lo permitió, mientras escuchaba su voz en un susurro:

—En el desierto he estado muy cerca de perder la razón y la vida, y eso me ha enseñado que si quieres vivir en paz hay que aguantar, resistir y callar en muchas ocasiones. Si aceptas un consejo de este bruto en el que, según tú, me he convertido, te diré que la verdad se puede defender de muchas maneras sin necesidad de poner tu vida en riesgo.

Se oyó un ruido de carruajes. Los invitados se marchaban. Garza lo alejó de ella de un empujón. No podría volver a acercarse a él si antes no dejaba aflorar lo que la reconcomía:

—¿Cómo puedes hablar de defender la verdad si eres el primer mentiroso? ¡Prometiste que te ocuparías de mí! ¡Se lo juraste a mi padre! —La rabia era tanta que volvió a sentir cómo se estremecía todo su cuerpo a cada palabra—: Primero fue mi madre. No le importó dejarme. ¡Yo la admiraba, creía que era fuerte y sabia! Me demostró que no me amaba lo suficiente, porque prefirió la muerte. Después se fue mi padre. Abrazado a mí, noté cómo su aliento se desvanecía, me abandonaba. Sin embargo, me quedé tranquila, porque estabas tú. —Se encabritó de repente y empezó a golpear a Lucio en el pecho—: ¡Mi vida estaba en tus manos! Y tampoco te importó… Tú también te fuiste y ya no me quedó nadie. —Se derrumbó. Siguió hablando con un hilo de voz, abandonada de nuevo al llanto—: Ni siquiera mi hija. También me la arrebataron.

—¡Garza, mi amor! —Lucio tenía la mirada turbia—. ¡Imploro tu perdón! ¡He sido tan necio! —No pudo evitar que las lágrimas afloraran—. Estaba tan ocupado con mi propio dolor que no pude ver el tuyo. Ambos hemos sufrido… ¿De qué me sirve ser un héroe si no logro que me perdones?

Se quedaron en silencio. Retirada la coraza, sus corazones estaban tan tiernos que hasta un suspiro podía herirlos. Garza fue a abrir la boca, tenía que decírselo, no podía aguantar más. Lucio debía saber que Luna, su hija, estaba viva. Pero no hubo tiempo porque Harith y Quinto entraron en la habitación.

Garza se disculpó con Harith y de nuevo con Quinto.

—Necesito aire. Saldré a caminar por tus jardines, si me lo permites, Harith.

—Será con mi compañía —le advirtió Lucio—. A partir de hoy voy a ser tu sombra.

Quinto arqueó las cejas con expresión divertida:

—Qué terrible esfuerzo, primo.

—Tras los establos hay un camino que baja al río —les informó Harith—. Llevaos una antorcha, cerca de la orilla encontraréis una tienda. No temáis, nadie os molestará. Me imagino que tendréis mucho de qué hablar. Toma. Guárdala. —Harith le acercó su daga a Lucio, aún con restos de sangre de la víbora—. Aunque no la necesitarás aquí, mi casa es segura.

Caminaron a lo largo de un camino oscuro y de espesa vegetación. Lucio llevaba la antorcha baja. El fuego arrancaba reflejos brillantes de la túnica de seda negra de Garza. Se escucharon a lo lejos unos ladridos.

—Qué daría por volver a tener a mi lado a Toro. A veces me lo encuentro merodeando por los alrededores de la cueva del manantial, me quedo un rato con él y va a desenterrar los animales que ha cazado y me los pone a los pies, medio podridos…

—Qué buen perro, yo también lo echo de menos. ¿Y Viento?

—Creo que Viento podía sentir mi frustración, porque no consintió que nadie lo montara; todos los mozos que lo intentaban acababan derribados. Le dije a Seihar que se lo llevara y lo soltara en las montañas, con los cimarrones.

Lucio la tomó de la mano. Llegaron a un recodo del río donde se había formado una reducida playa de guijarros y limo. Harith había construido allí una tarima de madera sobre la que se alzaba una tienda beduina. La luna rielaba en la superficie del agua. La vegetación cubría por entero el lugar.

—Debe de ser el escondrijo de Harith, se ahoga dentro de las casas. —Lucio miró Garza y le sonrió diciendo—: Como tú.

—Me gusta Harith —dijo Garza—. Desearía conocer el desierto.

Lucio colocó la antorcha en el soporte de un tronco, junto a la tienda, y tomó a Garza de la mano. Se quedaron mirando fijamente el fluir del río.

—Mi vida habría sido muy diferente con un padre como él —murmuró Lucio.

—Y la mía si en vez de nacer mujer hubiera nacido hombre. Pero ese tipo de conjeturas no llevan a ninguna parte. Debemos vivir con lo que tenemos. No hay más —dijo Garza, ya más serena.

Lucio la abrazó por la cintura y le habló, con su rostro muy cerca del de ella:

—Escúchame, Garza. Nos une un sentimiento fuerte todavía, y si no nos perdonamos ahora acabará por destruir cualquier relación que tengamos en el futuro. Cuando se vive con miedo o con rabia es difícil ser justo. Yo te perdono. Sé que actuaste movida por el amor que me tenías. La vida nos puso a prueba cuando aún éramos demasiado jóvenes. Perdóname tú a mí.

Garza lo miraba con los ojos enrojecidos.

—Mi madre decía que estamos unidos por hilos invisibles los unos a los otros, los vivos con los muertos y con aquellos que están por llegar. Solo podemos aspirar a vivir sin perjudicar a los demás, buscando la armonía a nuestro alrededor. —Lo asió fuertemente de las manos y lo miró diciendo—: Te perdono…, Lucio.

Observó el surco parduzco que le corría desde la comisura del labio hacia la parte superior del pómulo. Maldita Arsínoe.

—Cuando te creí muerto sentí que mi juventud entera se moría. Una terrible tristeza se apoderó de la casa y Aulo era lo único que me animaba. Si no hubiera sido por él habría huido.

Él la abrazó con fuerza, susurrándole en el oído:

—¿Qué nos reserva la vida, amor? ¿Lo sabes tú?

Las hojas de los árboles sonaron mecidas por la brisa. Hacía frío, pero sus cuerpos ardían. La soltó y empezó a desnudarse.

—Te gustaría el desierto. Allí se necesita tan poco para vivir…

Se adentró en el río para limpiarse el aceite y la tierra de la pelea. Garza encontró mantas, paja, leña seca y una piedra de lumbre en un rincón de la tienda. Junto a la entrada había un empedrado redondo cubierto de cenizas, donde hizo fuego. Lucio salió del agua sacudiéndose el pelo como un perro. Garza se le acercó y lo cubrió con una de las mantas. Se abrazó a él. Necesitaba amarlo. Aquella noche tendría sus propias leyes. Fantaseó que había vuelto por ella y que se quedaría a su lado.

Entraron en la tienda y se tendieron sobre los cojines y las pellizas de lana, ya tibios por la fogata. Lucio se apoyó sobre un brazo y dejó que el fuego lo calentara. Garza lo observó. Su cuerpo era firme y duro, pero carecía de la corpulencia de los brutos. A pesar de las cicatrices que le desfiguraban la piel de los muslos, estaba en la flor de la belleza. Las redondeces de la juventud se habían atenuado en su rostro, cuya expresión había ganado en determinación. Lo había espiado cuando jugaba con Aulo o cuando bromeaba con Quinto. En los pocos momentos en que se le veía tranquilo, volvía a aparecer el semblante risueño que la había enamorado. Tenía los ojos fijos en las llamas y sus rizos aún desprendían gotas de agua cuando se atrevió a preguntarle:

—¿Conociste el amor con Arsínoe?

Lucio no apartó la mirada de la hoguera. Sonrió antes de contestar:

—No. Entre ella y yo solo hay deseo.

A Garza no le pasó por alto que Lucio había utilizado el tiempo presente. «Pues que se la lleven las Furias —pensó—. Nada nos va a estropear este momento».

Lucio se acercó a ella y jugueteó con uno de sus mechones. Entonces le dijo al oído con voz ronca:

—El amor lo reservo para ti.

La besó en el cuello lentamente, desde los hombros hasta la raíz del cabello. Después le acarició con la punta de la lengua el lóbulo de la oreja. Garza cerró los ojos, notando cómo su respiración se disparaba con tal fuerza que brotó un jadeo. Aún recordaba qué era lo que le gustaba. Lucio le deslizó por los hombros la túnica negra. Toda ella tembló. Había imaginado aquel momento centenares de noches, así que se dispuso a disfrutarlo. Ella misma se deshizo de la banda que le sostenía el pecho.

—¿Recuerdas cuando nadie te podía tocar? —le susurró él.

Le levantó el antebrazo y le pasó la mejilla por la cara interior. A ella siempre le había gustado sentir sobre la piel el roce de su barba incipiente. Se pasó la lengua por los labios secos, muriendo por los de Lucio, pero él demoró el encuentro. Se colocó detrás y le lamió el finísimo vello dorado que le arrancaba de la nuca y se perdía por su espalda. Garza se arqueó.

—Yo fui el único que se atrevió. Desafié a los dioses por estar a tu lado. Me gané el derecho a ser tu hombre. —La abrazó desde atrás y le acarició los senos, rodeó con los dedos índices las aureolas de los pezones erizados y posó las manos abiertas sobre su vientre.

—Los hijos te han hecho aún más bella. Eres redonda y jugosa como una naranja.

—¿Qué es eso?

—Una fruta india. —La agarró de los cabellos de la nuca y tiró hacia atrás. Sus lenguas se entrelazaron—. Dulce y ácida a la vez. Como tú.

Ella se sintió inundada, asió las manos de él y se las llevó al pubis. Sin embargo, él las retiró hacia la cintura. Ya no era el chico atolondrado e inexperto. Sabía cómo inflamarla y postergar el placer.

La última brizna de despecho ardió dentro de ella y se dio cuenta de que lo necesitaba como el aire, que había estado boqueando como un pez fuera del agua todo el tiempo que habían estado separados. Se dio la vuelta y fue a besarlo. Él no la dejó. La agarró de las muñecas y se las inmovilizó detrás, su boca cerca de la de ella, apenas rozándola, prolongando la agonía, respirando uno el ardiente aliento del otro.

—Arsínoe debe de haber sido una excelente maestra.

Garza aflojó sus brazos y él la liberó. Respiró hondo y cogió una de las manos de Lucio. Sin apartar sus ojos de los de él, se llevó el dedo índice a la boca y le rozó la yema con la punta de la lengua. Después hizo lo mismo con el dedo corazón. Lucio cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, respirando pesadamente. Ella pasó a la otra mano, pero esta vez, en vez de rozarle las yemas, le lamió el dedo corazón. El índice lo introdujo en su boca y lo chupó lentamente.

El deseo de ambos se desbocó.

El río transcurría manso, ajeno a la tempestad que se desataba dentro de la cabaña.