33. EXPIACIÓN
Aquella fue una noche oscura, negrísima, de luna vieja. De madrugada se oyó un estruendo, seguido de los gritos de los presos que dormían más cerca del wadi. Soldados y convictos saltaron de sus catres para ver qué sucedía. El ruido era atronador. Encendieron antorchas y salieron al exterior. Una tromba de agua se había presentado sin avisar y había penetrado en las chozas, anegándolas y arrastrando consigo personas y enseres. Las tormentas caídas en las cumbres habían acumulado un enorme caudal de agua que bajaba fiero por las torrenteras. Apareció a traición, cuando el niño se amamantaba del pecho de la madre dormida y el sueño impedía a los ancianos ponerse a salvo.
Quadrato tomó el mando. Celere apareció al poco, con cara de susto, y mandó a varios soldados a custodiar los archivos, las oficinas y los almacenes de víveres. Las casas y las chozas de la ciudad quedaban del otro lado del torrente, así que los soldados poco pudieron hacer por salvar vidas. Hubo que esperar a que la fuerza del agua mermara para poder clavar unas estacas y tender un puente. Los más afortunados se habían refugiado en la parte alta. Algunos de ellos estaban cubiertos de barro de los pies a la cabeza y relataban cómo sus familiares habían sido arrastrados wadi abajo.
Se organizaron grupos para rescatar a los ahogados. Lucio, con un odre en bandolera, fue hasta la choza de Dohae, la más cerca del agua. Estaba vacía. Alarmado, corrió a visitar a la familia de Onofris. Halló a la madre y al niño abrazados y tiritando de miedo; el agua se había llevado a la abuela Tiyi quien, preocupada también por Dohae, había ido a socorrerla. El padre y el abuelo habían salido en su busca y no habían vuelto. Lucio caminó corriente abajo, gritando sus nombres y aguzando el oído y los ojos en la oscuridad, con pocas esperanzas de encontrarlos. Bajó lo más cerca posible del cauce, pero sus pies resbalaron en varias ocasiones y estuvo a punto de ser arrastrado él también. Cuando iniciaba el camino de vuelta, oyó algo. Miró hacia atrás y vio a una criatura enlodada reptando hacia él. No había cocodrilos en el desierto, por lo tanto solo podía ser una persona. Corrió hacia ella, estaba medio ahogada. Al ver la forma de su cuerpo la reconoció: era Dohae. Cogió el odre y le echó agua en la cara para limpiarle ojos, nariz y boca. Le realizó las maniobras aprendidas en la legión para recuperar a los ahogados hasta que la chica reaccionó. Tosió y vomitó varias veces. Tenía un feo rasguño en un brazo, pero estaba viva. Temblando de miedo, pero viva.
La muchacha empezó a hablarle en egipcio, de manera atropellada. Solo comprendió que su tatarabuela había desaparecido. Entonces calló de repente y se llevó una mano al vientre. Su cara se iluminó con una sonrisa. Cogió la mano de Lucio y la depositó sobre su estómago. El niño se movía. En medio de la desolación, la vida seguía abriéndose camino. Los ojos de Dohae chispeaban de felicidad. Lucio sintió una inmensa ternura por ella y deseó con fuerza salir con vida de aquel infierno para poder sentir también a sus hijos moverse en el vientre de una esposa. La acompañó hasta la choza de Tiyi y le aseguró que volvería a verla más tarde.
El trabajo se hizo muy penoso, pues la oscuridad convertía en cadáveres fardos y troncos secos. La salida del sol coincidió con la bajada del nivel del agua. Lucio no olvidaría nunca el panorama que apareció ante sus ojos. Del lodo sobresalían piernas y manos; desde las orillas, aquellos que habían podido agarrarse a una rama o una piedra saliente proferían gritos desgarradores. Los rayos del sol iban iluminando inexorablemente el macabro espectáculo que las sombras de la noche habían ocultado.
—Este año el agua ha subido más que nunca —informó un Quadrato embarrado y sudoroso—. Hemos perdido mucha fuerza de trabajo, esto va a ser un desastre.
Lucio fue destinado a la brigada de Veturio. Por la noche, los convictos cavaron una gran fosa para enterrar a los cadáveres. Entre ellos estaban la abuela de Dohae, el padre de Onofris y sus abuelos. Pocos días más tarde se construirían cobertizos en la zona de la ciudad más alejada del wadi para alojar a los nuevos presos que vendrían a reemplazar a los muertos.
Llegaron a principios de junio, siguiendo penosamente a la caravana con el correo y las provisiones. No hubo carta para Lucio. Llevaba allí seis meses y no estaba dispuesto a pasar uno más. Quadrato lo había mantenido en forma y se había ocupado de él con la única finalidad de ponerlo al mando de otra brigada de trabajo. Tanto para el ingeniero como para Celere, tener allí a Lucio era muy productivo, y este empezó a dudar de que estuvieran haciendo algo por esclarecer su caso. Al contrario, sospechaba que le escondían información. Se había atrevido incluso a pedirle ayuda a Quadrato, el cual se había limitado a decir: «Cree en tu propio honor y los demás lo harán así también. Es lo único que puedo aconsejarte». Estaba claro que si él mismo no hacía nada, su destino era pudrirse en aquel rincón del mundo. Era ya mucho tiempo lejos de todo. Lejos de casa.
Veturio le había prometido que iría a ver a Harith cuando se licenciara dos años más tarde. Pero él no podía esperar tanto. En aquel lugar, hasta el mejor de los hombres se envilecía. Apolonio se había ahorcado un mes atrás con su látigo. Las únicas distracciones eran las partidas de dados organizadas por Rufulus en la taberna. Y la caza. De vez en cuando depositaba un jerbo o una serpiente a la puerta de la choza de Onofris y su madre, que ahora compartían con una Dohae demacrada y a punto de dar a luz.
Harto de tanta inacción y de la indignidad que lo rodeaba, Lucio había ideado un plan de huida: dos días más tarde, aprovechando la luna llena, la caravana partiría de noche, de vuelta al valle; él la seguiría a distancia, a pie, y cuando hicieran la primera parada para dormir se escondería dentro de uno de los sacos que transportaban el oro. Se había provisto ya de algunos víveres, un cordel y una aguja. También se había confeccionado un buen cuchillo de piedra, para poder rajar el saco y coserlo desde dentro. En las horas de oscuridad, mientras la caravana durmiese, saldría para alimentarse. En el viaje de ida había tenido los ojos muy abiertos y conocía las rutinas de los soldados. Sabía ser sigiloso como un gato y estaba seguro de poder conseguirlo.
Al día siguiente finalizó su trabajo poco antes del crepúsculo y aprovechó la última hora de luz para ir a comprobar sus trampas. Le fue difícil encontrarlas, pues desde el inicio de la temporada de lluvias el desierto se había transformado en un vergel. Florecillas de todos los colores habían inundado ambas orillas del wadi, cuyo lecho seguía aún lodoso. Con la vegetación llegaron los animales y, además de serpientes y jerbos, se podían atrapar pájaros, zorros y pequeños antílopes. Las hierbas le llegaban a la cintura y le acariciaban las manos mientras caminaba. Se detuvo y cerró los ojos para retener la visión de aquella belleza efímera, y se sintió feliz a pesar de todo. La tierra y sus frutos, madurados por el sol y por la luna, bañados por la luz de las estrellas imperecederas, ciclo tras ciclo, año tras año, eran lo único real e importante. Todo lo demás le pareció banal, corruptible e insignificante. Y pensó que su padre habría estado de acuerdo.
Sin duda, era la mejor época para escapar; había bastante caza y el agua afloraba en los wadis con tan solo cavar con las manos. Si ocurriera algún percance y tuviera que abandonar la caravana dispondría de más posibilidades de sobrevivir que en cualquier otra estación.
Las sombras caían ya sobre el poblado minero cuando pasó por delante de la zona, ya desierta, en donde trabajaban las mujeres y los ancianos. Se percató de un gran charco rojizo en la tierra y un reguero de sangre en dirección de las cabañas. Quería llevarle a Dohae una de las dos piezas que se había cobrado. Se encaminó hacia las chozas, pero a medida que iba avanzando una terrible idea fue tomando forma en su mente. Apretó el paso y empezó a oír los lamentos. Las mujeres, arrodilladas en el suelo, gritaban y arrojaban ceniza y tierra sobre sus cabezas. No se atrevía a preguntar, aunque intuía la razón de tal tristeza. Una manita fría se agarró a la suya. Era Onofris.
—¿Qué ha pasado, Onofris? ¿Por qué lloran las mujeres?
El niño lo miró con sus grandes ojos fijos:
—El bebé de Dohae es maligno. Dicen que lo ha engendrado el dios Seth, el señor del desierto, por eso ha matado a su madre, para nacer él.
No, no, no. Aquel vientre suave, semejante a la piel de un tambor, blanco y redondo como una luna llena, no podía albergar maldad. Dohae, la dulce Dohae. Había nacido en Berenice y allí había pasado sus pocos e ingratos años de vida, como Ameny. Sin embargo, Lucio no podría decir que su existencia hubiera sido triste. Recordó el rostro, siempre alegre, de ambos hermanos, sus miradas limpias. Maldijo a las Parcas, enseñoreadas de Berenice Pancrisia, un bello nombre para un lugar siniestro, donde la muerte empleaba como heraldo una nueva vida inocente. No había nada allí que pudiera prosperar más que el dolor. Deseó como nunca alejarse, huir de Berenice, por más que pusiera en riesgo su vida.
Le dio a Onofris las dos presas diciéndole:
—Toma, dáselas a tu madre. Y no te creas lo que dicen las mujeres, son cuentos de viejas. El bebé de Dohae es inocente.
Más le habría valido nacer muerto, pensó, irse en el regazo de su madre adondequiera que se fueran los muertos, si es que se iban a alguna parte. Notó la boca reseca: necesitaba un trago fuerte. O más bien muchos. Se dirigió a la taberna. Al entrar se percató de que había más animación de lo normal. Le preguntó a Neferu cuál era la razón.
—Rufulus está invitando a todo el mundo. ¿Qué te sirvo?
—Vino. Sin agua.
Cuando Rufulus lo vio, lo llamó y lo invitó a sentarse en su mesa.
—¿Qué pasa, Rufulus, te sobra el dinero? ¿Vas a invitar también a la novia de Quadrato? —ironizó Lucio con expresión amarga.
—Pues claro. —Rufulus ya llevaba un rato bebiendo—. ¡Neferu! ¡Trae más vino para el hispano! Hoy nos vamos a emborrachar. Tengo algo importante que celebrar.
Lucio apuraba los vasos de un trago. Los gritos apesadumbrados de las mujeres, viscosos y densos como la argamasa, se le habían pegado en la garganta y lo ahogaban. Rufulus parecía haberse contagiado de su decaimiento. Tenía la cabeza apoyada sobre los dos puños y solo la levantaba cuando llegaba alguien nuevo. Los dados repiquetearon sobre la mesa y algunos hombres empezaron a jugar.
Al cabo de unas partidas, Rufulus levantó la cabeza y dijo:
—¡Maldita sea! Todos se están divirtiendo menos yo. —Sacó de su bolsa unos dados y los plantó delante de Lucio diciendo—: Nunca he jugado contigo, y me han dicho que siempre tienes buena suerte. ¡Te reto!
—No tengo dinero para apostar —respondió un Lucio adormilado—, y no quiero que me desplumes. Seguro que tus dados están trucados.
—¿Eso crees? ¡Eh, Pertinax! Cámbiame los dados para que este gallito juegue tranquilo.
—No quiero jugar. No estoy de humor.
—Cinco tiradas cada uno.
—¡Te he dicho que no tengo nada para apostar!
—Tienes el colgante de la hechicera.
—Es mi única pertenencia, no estoy dispuesto a jugármelo.
—¡Es un trozo de piedra! A ti ya te ha servido. Puedes ganar esto.
Rufulus puso encima de la mesa una daga. Era justo lo que necesitaba para su huida. Respiró hondo. Tenía razón, el colgante ya era historia y, si se arriesgaba, podía ganar algo que le hacía mucha falta. Se sirvió otro vaso, lo apuró y dio un golpe de puño sobre la mesa:
—¡Cinco tiradas! Empieza quien saque el número más alto.
Al cabo de unos minutos, Rufulus se levantó y se fue con el colgante en la mano. Lucio examinaba la daga con discreción. Un convicto no podía tener armas, y había soldados en la taberna. Se quedó un rato más, intentando obtener alguna información de aquellos que iban a custodiar la caravana, pero tenía la cabeza tan embotada que decidió salir a despejarse al aire de la noche. Al menos, en ese sentido la velada había sido provechosa.
Nunca bebía tanto, aborrecía la idea de perder el control sobre su lengua o sobre sus actos. Se encaminó tambaleante hacia los lavaderos para meter la cabeza en el agua. El día siguiente sería el último que pasaría allí y necesitaba estar sereno. La noche era clara y, al acercarse al depósito, vio la luna reflejada en la superficie del agua. Desde las chozas, las mujeres, lejos de haberse calmado, aullaban aún con más fuerza. Percibió otro sonido, mucho más cercano, como una respiración entrecortada. No lo identificó con ningún animal, no era el siseo de una serpiente.
Sacó la daga y se acercó con sigilo al lavadero. Observó que, en el agua, había un bulto flotando. Y entonces averiguó de dónde procedía el sonido. Era Rufulus, arrodillado en el suelo, intentando apagar el llanto con las manos sobre su rostro.
—¡Rufulus! ¿Qué haces aquí? ¿Qué te pasa?
—¡Lucio! —El hombre reptó hasta él y se agarró del borde de su túnica. Sus facciones estaban desencajadas—. ¿Qué podía hacer, hermano, qué otra cosa podía hacer? ¿Qué vida le esperaba en este infierno?
—¿De qué hablas?
Lucio miraba alternativamente al agua y al hombre, mientras su mente, abotargada por el vino, no acertaba a esclarecer qué estaba sucediendo. Rufulus se soltó, apoyó las manos en la tierra y dirigió su mirada al lavadero. Cuando Lucio metió las manos en el agua, la luna se rompió en mil pedazos. Cogió el fardo, le dio la vuelta y descubrió con horror que era un bebé. Y entonces comprendió. El hijo de Dohae. Y de Rufulus. Con el espanto dibujado en sus facciones le gritó:
—¡Lo has ahogado! ¡Has ahogado a tu propio hijo!
—¡Ellas me gritaban que lo hiciera! ¡Me decían que era el hijo de Seth, el rojo! ¿Qué vida le esperaba, hermano? ¿Qué vida le esperaba? —gritó deshecho en llanto.
Lucio observó a la criatura. Había tenido la desgracia de heredar el pelo rojo de su padre. Rufulus le había colocado el colgante alrededor del cuello. Los dioses se burlaban de su dolor, y por enésima vez sintió la opresión en el pecho; la garganta se le cerraba y le impedía respirar, los pulmones cada vez más pequeños y el corazón desbocado. La maldición de Garza. Era el espectro de su hija muerta, que lo abrazaba hasta asfixiarlo. Vio su hado reflejado en el rostro de aquel bebé de pelo cobrizo. Invisible como un fantasma, el destino había guiado cada uno de sus pasos y, cuanto más lejos creía estar de él, más cerca lo tenía. Ciertamente, un hombre no puede saltar fuera de su sombra.
Echó a andar hacia el wadi, apretando al niño contra su pecho, avanzando pesadamente como quien lleva el mundo sobre los hombros, arañándose las piernas con los arbustos, hundiendo sus pies en el lodo del torrente. Caminó sin detenerse un instante, salió de Berenice y continuó, wadi abajo, escapando del infierno con la culpa a cuestas. Cuando ya no pudo más, cayó de rodillas y le gritó al sol para despertarlo, para que lo abrasara como el fuego a un chivo expiatorio y que los dioses pudieran cobrarse de una vez su deuda.
Le quitó el colgante al niño y abrió los ropajes que lo envolvían. Miró sus miembros, tan perfectos. Lo había sentido moverse dentro del vientre de Dohae. ¿Quién movía los hilos de las vidas humanas? Un fogonazo de luz se abrió paso en su mente como una certeza.
—Estoy harto de temer a unos dioses que quizá no existan. Cada uno elige su camino. Mi padre abandonó al bebé, Rufulus ha ahogado a su hijo, Dohae eligió vivir feliz en el infierno. Yo elegí dejar Barcino y fui yo quien rechazó el ofrecimiento del Idios Logos.
Miró al cielo y su voz, lejos de rezumar rabia, sonó serena:
—Oídme bien: habéis dejado de importarme.
Se sentó sobre la arena y no supo cuánto tiempo pasó. El cuerpo amoratado de la criatura estaba frío ya, y rígido. Había que sepultarlo antes del alba. Con sus manos hizo un hoyo profundo en el limo y allí lo acurrucó. Le puso el colgante encima.
—Llévaselo a su dueña. Ella te espera.
Cuando el cuerpo quedó bien tapado, salió del wadi y buscó en la orilla un lugar mullido donde echarse. No quería volver aún, no deseaba hablar con nadie, se sentía exhausto. Se arrellanó, buscando la tibieza de la arena. Y no quiso darse cuenta de que, amorosa y solícita, la diosa Nut lo cubría con su manto estrellado.
El sol había triunfado sobre los peligros de la noche subterránea y se dirigía hacia el cenit en su dorada carroza. El calor lo despertó. Abrió los ojos y recordó los sucesos de la noche anterior. Se puso en pie sin perder un instante. Quadrato lo estaría echando en falta. Debía volver y preparar la huida, así que echó a andar sin titubeos hacia Berenice. Miró al cielo para orientarse; únicamente tenía que seguir el wadi pero ¿hacia qué dirección? Bajó la vista hacia el horizonte, acuoso por el calor. ¿Cómo había podido dormir tanto? Fuera del lecho del torrente solo había espejismos de agua entre llamaradas de calor.
Dio media vuelta y empezó a caminar. Volvió la mirada una sola vez, para retener el paraje donde había enterrado al hijo de Rufulus. Caminó un largo rato, con la lengua reseca como el esparto. No podía estar muy lejos. Se detuvo e hizo una visera con su mano, dando la vuelta a su alrededor. Le pareció divisar un punto negro que subía y bajaba entre las olas ardientes. ¿De qué se trataba? Parpadeó varias veces. De repente, el punto se alargó y se convirtió en una recta vertical que se movía ondulante. La negra aparición bailaba a un lado y a otro a medida que su tamaño crecía. Se frotó los ojos. ¿Seguía dormido y estaba soñando? ¿O quizás estaba muerto? ¿Habría llegado a la mansión de Plutón y las larvas se acercaban para descarnarlo? Sacó la daga y se pasó el filo por la yema del dedo, que empezó a sangrar. Estaba vivo y despierto.
Dio media vuelta y siguió adelante, con toda seguridad se trataba de un espejismo. Volvió la cabeza una última vez para mirar aquella forma cimbreante que crecía por momentos a medida que emergía del fluido horizonte. El corazón le dio un vuelco. Reconoció el ritmo hipnótico del movimiento y divisó unas patas quebradizas que subían y bajaban. Era un dromedario. El dromedario de Harith.