42. SIZGUNTO
Castra Vetera
Otoño
15 d. C.
—¡Oh, vamos! ¡Mírate, primo! Engañarías a la mismísima Cincinata —dijo Lucio con voz guasona—. ¡Eres uno de ellos! ¿No has pensado en instalarte en una granja con una Sigimonda o una Thunsnelda?
—Deberíamos reclutarlas también a ellas para las legiones: de un manotazo se pueden llevar por delante a tres mauritanos —contestó Quinto entre carcajadas.
Tras la fatigosa campaña allende el Rhenus, con el peligro ya conjurado, la suprema felicidad consistía en compartir una jarra de vino con el bien hallado Sizgunto, nombre ficticio de Quinto en Germania, en una taberna de Castra Vetera, en medio del bullicio de los legionarios apiñados alrededor de un gran fuego donde se asaba un ciervo desmembrado y atravesado por espetones. Afuera llovía y el mejor lugar para matar los ratos libres era la taberna del loco Sigifredo, un pequeño local situado en el poblado de cabañas de turba y troncos surgido junto al campamento romano. Siempre olía a pan recién horneado y en cualquier momento del día se servían suculentos guisos de las calderas que borboteaban a la vista de todos. La atmósfera era tan densa que se podía cortar, y, sin embargo, cada vez que alguien se dejaba abierta la puerta un coro de insultos en todos los acentos conocidos del latín obligaba al recién llegado a cerrarla inmediatamente.
—Déjalo ya, no vas a conseguir alterarme —respondió Quinto—. ¡Por los cuernos de Ziu! Estaba tan seguro de que no saldríamos vivos… ¿Sabes qué les hacen los germanos a los speculatores capturados?
—Sí, por desgracia. Estuvimos enterrando los restos de los nuestros en el bosque de Teutoburgo. Lo que vi allí no lo olvidaré mientras viva. Una inmensidad de bosque sembrada de huesos blanqueados, cráneos clavados en los troncos de los abedules, fosas llenas de esqueletos y altares de piedra con cadáveres quemados. —Lucio se estremeció al recordarlo—. Por cierto, ¿quién es Ziu?
—Es el Marte de los germanos. También tienen a Júpiter, pero le llaman Donar, y un Mercurio al que llaman Wotan.
—Te veo muy metido en tu personaje, Sizgunto.
—En el fondo, me encanta cambiar de personalidad. En estos años he descubierto que puede ser excitante vivir en el filo de la navaja. Dime, ¿cómo está Druso?
—Esas cortezas que me diste…, ¿de dónde las has sacado? Filomeno quiere saber dónde encontrarlas. Siguió tus instrucciones y los dedos se han recuperado. Le salvaron la vida.
—No te engañes: si hubiera habido gangrena no lo habría salvado ni Wotan bajado del cielo. En los caminos se aprende mucho: comerciamos con todo lo que cae en nuestras manos, desde hierbas y raíces curativas hasta caballos, arreos, utensilios y ropa. Hablamos con gente que viene de todos los lugares, es una manera muy eficaz de obtener información.
Se sonrieron sin dejar de mirarse un largo instante. Los años se empezaban a marcar en sus rostros.
—Sabía que te habían destinado a la Primera —dijo Quinto, mesándose el pelo trenzado de la barba—, por eso te busqué en cuanto tuve ocasión. Llegaste a Germania pocos días después de que yo iniciara mi misión.
—Te envié muchas cartas y todas me las han devuelto. Harith no soltaba prenda, decía que cuanto menos supiéramos de ti mejor. Con mi madre me he carteado poco… Ya la conoces, todo lo que escribe solo le interesa a ella: la lista interminable de sus dolencias y un poco de crónica social de Barcino. Nada más. —Su rostro se ensombreció de repente, pero enseguida miró a Quinto, forzó una sonrisa y dijo—: Venga, nenita de largas trenzas —propuso—, ¡brindemos por nosotros!
—¿Sabes por qué las llevo? —Quinto dio un sorbo largo—. Son muy útiles para limpiarse el morro después de beber —dijo, ante el desdén divertido de Lucio—. Además, a las mujeres las vuelvo locas cuando me destrenzo el pelo. Se agarran a él como posesas en el momento de…
—De acuerdo, lo capto; el gran macho tarraconense deslumbra a las queruscas. Mientras estés por aquí las mujeres estarán intratables. —Lucio le tironeó de una trenza mientras chascaba la lengua—. Tanta cháchara y aún no sé qué estás haciendo en Germania con esta pinta.
El loco Sigifredo se acercó con dos humeantes pedazos de carne y una mujerona de busto generoso depositó sobre la mesa dos grandes recipientes de cerveza. Ambos bebieron, hincaron el diente a la carne y le hicieron una seña con la mano de que estaba deliciosa. Acto seguido, el loco Sigifredo inició su baile, una costumbre del lugar. De vez en cuando, el tabernero bailaba y todos los legionarios lo jaleaban a palmas. El individuo era alto y huesudo, aunque lucía una barriga prominente. De perfil parecía una serpiente que se hubiera tragado un lirón. Su cara, larga y estrecha, era toda arrugas, pero los labios carnosos y las grandes orejas le daban un aire divertido. Cuando finalizó el baile inició una perorata que solo entendieron los nativos.
—Al escucharlos, tengo la misma sensación que tenía en Hispania con los íberos —dijo Quinto.
—¿Cuál, si puede saberse?
—Que no hablan una lengua de verdad, como el latín. Mírales: más que hablar parece que te van a lanzar un salivazo. —Lucio se rio con ganas—. Aunque no lo creas, me defiendo bastante bien en esa especie de jerigonza.
—Cuando los tratas son buena gente —dijo Lucio mirando a Sigifredo.
—Simplones, pero buena gente —remachó Quinto.
—Pues como en todas partes, hombre. Romanos, germanos, nubios, sirios, layetanos. Las mismas pasiones, las mismas alegrías y las mismas penas.
Quinto lo miró, serio. Le guiñó un ojo y le propinó un puñetazo suave en el brazo.
—Venga, desembucha. A ti te pasa algo.
—¡Estoy perfectamente! Solo que el reencuentro me ha puesto algo melancólico. —Lucio miraba a su alrededor, con los brazos cruzados, apoyado en la mesa. Miró a Quinto y dijo, haciendo una seña con la cabeza—: Se te va a enfriar la carne.
—A ti también. Por cierto, me han contado que perteneces al círculo más íntimo de Germánico y que no da un paso sin consultarte. —Miró a Lucio y le guiñó un ojo.
—Ha llovido mucho desde que tía Domicia nos buscaba un destino favorable, ¿te acuerdas?
—¡Claro! Era más o menos cuando parecías un Orfeo habiendo dejado a tu Eurídice en los infiernos. ¿Quizá por eso le regalaste la compensación que te dio Harith antes de que subiera al barco? Nunca lo comprendí.
—Le devolví su dote, Quinto, la que mi padre le arrebató —dijo Lucio con vehemencia—. Se la di para ella y para mi hija, por si en alguna ocasión se veían en un aprieto.
—Todavía te escuece hablar de ella…
Lucio respiró hondo. Agarró el pedazo de carne con una mano y le dio un mordisco.
—Está bien, tienes razón. No estoy bien. Son las cucarachas, ¡las hay por todas partes! ¡Me dan un asco…!
Quinto le sonrió, mirándolo de reojo.
—No tienes remedio, mentula. Mírate, ingeniero Celio, las matronas te desearían como yerno y como amante, tan inteligente, tan serio, tan cortés, y tan… atascado.
—He escrito a mi padre una carta cada cambio de estación, ¿sabes cuántas son desde que me reincorporé? Treinta y siete. No me ha respondido una sola vez. Cuando llega el correo y veo a los legionarios limpiando las letrinas gozosos porque han recibido las noticias de su familia, te aseguro que me cambiaría por uno de ellos.
Quinto volvió a hablar, ya sin chanzas:
—Yo no puedo comunicarme con frecuencia, ya lo sabes. Las últimas noticias que tuve por mi madre son que Gayo no llegó nunca a recuperar el habla, pero sigue ahí; y que Vibio pasa mucho tiempo en Tarraco, parece que se ha aficionado a los combates de gladiadores.
Lucio lo miraba con ansia, esperando más información.
—No sé nada más.
Lucio apretó los labios y movió la cabeza de un lado a otro. Intentó sonreír.
—Mi padres están vivos y, sin embargo, me siento huérfano hace años.
—¡No pienses más en ello! Tus hombres están aquí y no querrás que se te caiga una lagrimita delante de ellos. —Quinto se acercó con expresión divertida—. Echarías por tierra esa reputación de tipo duro que no comprendo cómo te has ganado.
En la mesa de al lado, un grupo de auxiliares frisios jugaba ruidosamente a los dados. Más allá, unos galos borrachos cantaban en su lengua una tonada nostálgica. Quinto prosiguió:
—Teniéndolo todo en contra, te has labrado una carrera intachable. Te admiro, primo, y mucho. Cuentas con hombres poderosos entre tus amigos, eres listo, no lo niego, y guapo, aunque no tanto como yo, claro. No dejes que el pasado te siga amargando la existencia. —Lucio rehuía su mirada—. En Roma creí que dejarías el ejército y volverías a tu casa, a poner las cosas en su sitio. Me alegré de que no lo hicieras, te habrías metido en un avispero. —Quinto lo agarró por la muñeca—. ¡Mírame! ¿Cuándo te vas a sacudir de encima una culpabilidad que no te corresponde? Las cosas son como son y a veces no se puede hacer nada. Podrías ser feliz, pero has elegido exiliarte de ti mismo.
Como de costumbre, Quinto había sido capaz de leer en su alma mejor que él mismo. Odiaba mostrarse melancólico. Dio un manotazo en la mesa y los cubiletes de vino temblaron. Apareció Sigifredo, Lucio sirvió más vino y volvieron a brindar por el reencuentro.
Comieron y bebieron, mientras espantaban a las busconas que revoloteaban por las mesas esperando una invitación.
—Aún no me has dicho cómo diste con tus huesos en Germania, querido Sizgunto.
—De la misma manera que tú. —Quinto se golpeó suavemente el pecho con el puño cerrado y emitió un sonoro eructo—. Nos quitaron de en medio, primo.
—Entonces es lo que me temía —contestó Lucio.
—¿Sabes quién está detrás de todo?
—Déjame adivinar… —dijo Lucio con sorna—. ¿Nuestro pariente, el experto pancraciasta?
—El mismo. Lucio Domicio Aenobarbo, el defensor a ultranza de Augusto, el heredero de los efectos personales del emperador, ahora bebe los vientos por obtener el favor de Tiberio. —Quinto se acercó a Lucio para hablar en voz baja—. Debemos ir con pies de plomo, Tiberio no es Augusto. Cuando subió al poder dejó en manos de Aenobarbo el control de la red de informadores. Las cosas se pusieron feas para mí, así que me ofrecí voluntario para pasar de la administración al terreno.
—O sea, pasaste de general a soldado raso… Y seguro que fue Aenobarbo quien eligió tu destino: no habría podido encontrar uno más peligroso.
—Exacto. Conocía Germania a fondo, ya sabes que él y Tiberio fueron los primeros romanos en llegar hasta el gran río Albis. De ahí viene su amistad, supongo. Aenobarbo sabía adónde me enviaba. Lo vistió con argumentos como «necesito gente de mi entera confianza», etcétera. Le estorbo, pero no a él sino a su amo, Tiberio. Ambos tienen un carácter irascible y retorcido, y ven conspiraciones donde no las hay. Yo sé demasiado, y sus enemigos podrían tentarme para que me pasara de bando. ¿Lo comprendes?
—Por supuesto. Antes de ser desplumado preferiste meterte tú solito en el horno. —Lucio bajó la voz—. Aenobarbo ocupó el consulado, es muy poderoso. Ándate con cuidado.
—Lo único que me reconforta es que me acosté con su mujer. Y varias veces.
—¿Con Antonia? ¿Esa loba?
—La misma. Aúlla de maravilla.
—¿Y qué hay de tu esposa?
—¿Mi esposa? Durante años hicimos vidas separadas, hasta que se acabó divorciando de mí. No estoy hecho para el matrimonio.
—Vaya. Yo esperaba tener quintitos sentados sobre mis rodillas en mi próxima visita a Roma. —Lucio respiró hondo—. En cuanto a mí, puedo imaginarme lo que esa sabandija habrá pensado: quién mejor que un pariente ingeniero para restaurar su magna obra. Y ahora, ¿qué hacemos? ¿Dejar que nos asen a fuego lento?
—Deberíamos seguir sumergidos en el Leteo. Fue una buena idea nombrar a Harith administrador del patrimonio de los Domicios. Ha vendido la casa de Roma. Nuestro dinero está en buenas manos. Hemos de intentar mantenernos con vida, y dentro de dos o tres años… puede que Tiberio y Aenobarbo se olviden de estos dos pollos chamuscados y podamos licenciarnos sin contratiempos.
Lucio reparó en un hombre corpulento que acababa de entrar en la taberna acompañado de varios soldados jóvenes. Parecía nativo, pues tenía los ojos muy claros y llevaba el pelo castaño largo y trenzado. Sin embargo, su apostura y su vestimenta eran romanas. No era militar, vestía una túnica oscura, un cinturón muy ancho de cuero rojizo y un manto de lana de buena calidad, prendido con una magnífica fíbula en forma de caballo. Se miraron fugazmente y, como un fogonazo, a Lucio le vino a la memoria dónde lo había visto antes: justo a la vuelta de Puentes Largos, cuando una multitud jaleaba la llegada de las legiones que daban por perdidas. Agripina, la esposa de Germánico, y su hijo, el pequeño Calígula, subidos encima de un carro a modo de estrado improvisado, saludaban y aplaudían a los maltrechos soldados. El hombre estaba justo debajo del carro de Agripina, mirando con ansiedad entre las filas de legionarios, como si buscara a alguien. Lucio, sediento como estaba, se fijó en él porque llevaba un pellejo de agua en las manos.
—La muerte de Augusto nos descolocó a todos —dijo Quinto—. Conviene que nuestro nombre no vuelva a oírse por los despachos de Roma en mucho tiempo.
—Supongo que tienes razón —respondió Lucio, sin poder apartar la mirada de aquel hombre. Había algo familiar en él, pero no sabía qué. Por un instante, sus miradas se volvieron a encontrar—. Solo espero que no me hagan reanudar la restauración de esas horrendas pasarelas.
—Primo, en estas tierras todos los lugares son horrendos. He oído rumores sobre la próxima campaña.
—Germánico quiere construir una gran flota para volver contra los queruscos el verano próximo. Si eso es verdad, ya puedes imaginar cuál va a ser el trabajo de los ingenieros en los próximos meses. Mejor eso que las pasarelas. ¿Y tú?
—Seguiré camuflado entre los otros speculatores y enviando algún informe de vez en cuando. Me hago pasar por mestizo, hijo de un rehén germano y una romana. He aprendido a escabullirme cuando la situación lo requiere. Si me llegases a necesitar, habla con el loco Sigifredo, no está tan loco como quiere hacer creer. Sabe dónde encontrarme. Dile que buscas al mestizo Sizgunto.
Lucio sabía que en Puentes Largos había salido de nuevo bien librado. No había querido darle muchas vueltas a la cuestión, aunque una mañana dejó el campamento bien temprano, cubierta la cabeza con la capucha de su manto, y se internó en el bosque. Lo acompañaba Druso, que se había aficionado a su compañía. El joven llevaba entre las manos algo delicado, que sostenía con sumo cuidado.
Caminaron en silencio durante un rato, siguiendo el camino marcado por una hilera de avellanos. Con las capas recogidas para que no se engancharan en los acebos y los espinos, sortearon troncos caídos cubiertos de un espeso musgo verde y resbaladizo, atravesaron cursos de agua cristalina, siguiendo una senda hollada durante siglos en medio de la alfombra de hojarasca. Justo cuando parecía que la fronda se espesaba amenazadoramente, un enorme abeto, con las ramas levantadas hacia el cielo como un orante, les indicó la entrada a la foresta sagrada de Nerthus. Las hojas acumuladas durante cientos de estaciones crujían bajo sus sandalias.
Llegaron a un claro donde la luz penetraba a través del follaje de las hayas y los castaños. La bóveda vegetal que los acogía presentaba toda la gama cromática del otoño. En el centro del claro había unas piedras colocadas en forma de pasadizo: pesadas losas horizontales tapizadas de verdina reposaban sobre otras hincadas en la tierra esponjosa y húmeda. El corredor de piedra desembocaba en un gran túmulo sobre el cual crecía la hierba.
—Debe de ser una entrada a los infiernos, ingeniero. Vayámonos de aquí, la selva no es un lugar seguro —dijo Druso casi en susurros.
Lucio sonrió y le pasó un brazo por los hombros.
—Los romanos le tenemos miedo al bosque porque estamos demasiado acostumbrados a movernos en zonas cuadriculadas, acotadas, moldeadas por nuestra mano. Párate a pensar, ¿cómo son las ciudades? Cuadradas. ¿Y nuestras casas?
—Cuadradas o rectangulares —contestó Druso.
—Exacto. ¿Y nuestros campos centuriados? Rectangulares. Nuestra vida transcurre en las termas, en el foro, en la casa, en el atrio, nos asusta lo silvestre porque necesitamos tenerlo todo medido y controlado. Nos asustan los bosques porque no podemos dominar las fuerzas que hay en ellos. Sin embargo, los germanos viven aquí. Y son personas como nosotros.
—Señor, a veces, más que un ingeniero, diría que eres un filósofo.
Lucio recordó con añoranza las largas pláticas con Androgeo en los jardines de Alejandría. En cierto modo, Druso le recordaba un poco a él cuando era joven.
—El mundo es inmenso y variado, Druso, y son múltiples las maneras de vivir y pensar. Solo hay que atreverse a abandonar los límites.
Cientos de setas, blancas, lilas, amarillas, crecían alrededor de la explanada, y otras de color marrón anaranjado se encaramaban por el tronco de los árboles. Ajeno a los temores del chico, Lucio se sintió acogido al escuchar el rumor de los árboles. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. No estaban solos. Aquel era en verdad un lugar santo.
—En Alejandría, hace mucho tiempo, un muchacho me dijo que nuestros ojos no pueden ver todo lo que existe. No le entendí entonces.
Tomó en sus manos la paloma blanca que llevaba Druso, se la llevó a los labios, musitó unas palabras y la soltó. Permanecieron unos minutos en silencio, hasta que Druso no pudo aguantar más y preguntó:
—¿Ha sido una ofrenda?
—Supongo que sí.
—¿Por qué no le has cortado el cuello? Aquello que más agrada a los dioses es la sangre de una víctima.
—¿Ah, sí? ¿Alguien ha hablado con los dioses para saberlo?
Druso se encogió de hombros y lo miró extrañado.
—El bosque huele a vida, por eso quiero que mi ofrenda esté viva, palpitante, y que vuele hacia cielos abiertos. En los altares de los templos solo veo muerte.
—Ingeniero, ¿no tienes miedo de que el padre Júpiter se enoje? No deberías hablar así.
Lucio sonrió antes de responder.
—El padre Júpiter tiene cosas mejores de las que ocuparse. —Druso miró alrededor, temeroso. Lucio continuó—: Y si está escuchando, le diré que he matado ya a demasiados hombres que vivían, soñaban y amaban como tú y como yo. Soy un ingeniero, me complace escuchar el crujir de la madera cuando se comba, oler su savia aromática, encontrar la veta que desgajará la roca, aliarme con la naturaleza para crear construcciones útiles y bellas. Mi corazón no quiere más muerte. Entré en las legiones porque era el único camino para aprender el oficio. Cuando tenía tu edad la sangre me hervía al entrar en batalla. Ahora… las pesadillas no me dejan dormir. Ya he derramado demasiada sangre.
De repente, un rayo de sol iluminó el arbusto que estaba a su derecha. Las hojas brillaron y se agitaron. Druso abrió la boca como si fuera a aparecer un dios. Se agitaba cada vez con más fuerza: un gran oso pardo se incorporó para olisquear el aire. Druso desenvainó su espada y Lucio lo detuvo:
—No te muevas. Envaina la espada despacio, baja la cabeza y agáchate. Haz lo que yo haga y no te pasará nada —dijo Lucio en un susurro.
No sentía miedo, no en aquel lugar. Todo el vello de su cuerpo se erizó, y percibió en su interior una fuerza por la que se dejó guiar. Druso, tenso como la cuerda de una lira y con los ojos fuera de las órbitas, se lo quedó mirando, incrédulo ante la tranquilidad que demostraba. El oso se puso a cuatro patas y avanzó hacia ellos. Lucio se echó al suelo y se hizo un ovillo. Druso lo imitó, temblando de pies a cabeza.
—Respira hondo y sosiégate. Los osos pueden sentir tu pánico, pero solo atacan si se ven en peligro.
El animal se aproximaba cabeceando de un lado a otro. Se colocó frente a ellos y los olió. Podían verle una a una las garras color marfil amarronado sobresaliendo del pelaje oscuro, moviéndose a un palmo de sus rostros. Con parsimonia, les dio la espalda y se alejó. Dejaron pasar un buen rato antes de moverse.
—¡Por Cástor y Pólux! —exclamó Druso—. ¿Cómo lo has hecho?
Lucio sonrió, se sacudió la tierra y las hojas de las rodillas y comenzó a caminar, sin responder.
—¿Y si nos lo volvemos a encontrar? —preguntó Druso mientras seguía a Lucio mirando en todas direcciones.
—No temas. Solo era una vieja amiga que ha venido a saludarme, el espíritu de una hechicera que una vez me salvó la vida.