11. UNA CARTA DESDE HISPANIA

Roma

24 de agosto

3 d. C.

Los invitados a la cena de tía Domicia pertenecían a una rama secundaria de la familia de los Cornelios Balbos, un ilustrísimo linaje de origen hispano. El objetivo del encuentro era introducir a Lucio y a Quinto en la alta sociedad, de cara a iniciar su cursus honorum a la vuelta del tribunado. Lucio se había comprometido consigo mismo a departir con todos, aunque le fue difícil encontrar temas comunes de conversación. En la cena derramó con torpeza una copa de vino mamertino sobre la túnica de seda india de Emilia, la esposa de Cornelio, y al probar el plato de moda en Roma, las ubres de cerda rellenas, le subieron arcadas difíciles de disimular.

Tumbado en el lecho, intentaba poner nombre al sentimiento que lo había embargado desde la llegada a casa de su tía. Fuera de lugar. Eso era, en efecto; él no pertenecía a aquel círculo refinado en el que Quinto se movía con naturalidad. Hasta su acento, tan diferente del de su primo, quien incluso podía hablar griego con remarcable desenvoltura, delataba su origen plebeyo.

La cena se animó un poco cuando las Cornelias dieron un repaso a todas las alcobas de Roma donde raramente dormían los cónyuges correspondientes. Hablaban utilizando un lenguaje artificioso, como hacen los adolescentes, una jerga solo descifrable para los de su clase. ¿Aquella era la Roma de Augusto, el defensor de la moral de los antepasados? Julia, la propia hija del emperador, vivía exiliada hacía años en la isla de Pandataria, pues su desvergüenza y los reiterados adulterios no ayudaban en nada al programa político de su padre. De hecho, lo más destacable de la noche sucedió cuando Cornelia Alba, una chica delgadísima y pizpireta que había conocido la viudez con veinte años, le deslizó un par de veces la mano por debajo de la túnica para palpar sus atributos.

Tras la cena se aburría tanto que hasta cabeceó varias veces, ante la mirada de desaprobación de su tía. Se imaginó viviendo en Roma, con los egregios Cornelios, los altivos Emilios y los insignes Julios como compañeros de viaje; según parecía, ese iba a ser su destino. ¡Por todos los dioses! No sería el primero ni el último chico de provincias en pasar por ello, se acabaría acostumbrando. Estar en Roma también le proporcionaba algunos momentos de dicha: el dibujo de las fastuosas edificaciones, los paseos en busca del recodo de un acueducto, la vista de las villas levantadas sobre las colinas o el ejercicio en la palestra junto a soldados veteranos que le enseñaban las argucias del combate cuerpo a cuerpo. Solo entonces lograba espantar la confusión imperante en su mente.

Respiró hondo y cerró los ojos, temiendo otra noche de insomnio. Más de una vez había estado tentado de salir de su habitación en busca de Melampo. No abandonaría la casa de su tía sin tener una charla con el secretario, él podría explicarle… Había tantas zonas oscuras en su familia, tantas preguntas sin respuesta, que quizá fuera esa la razón de no poder entender su vida presente con claridad. ¿Cómo iba a poner los cimientos de su futuro? Pero aquella noche no era la más adecuada para ello; sentía la cabeza embotada por el exceso de vino y comida.

Se levantó de la cama, hundió un vaso en el agua de una palangana, se enjuagó la boca y se lavó la cara para disipar el sopor del vino. Cuando se estaba desvistiendo, reparó en que había una carta en la mesilla. El correo habría llegado por la tarde y algún esclavo la habría dejado allí. La cogió y la abrió. Súbitamente, se le secó la garganta. Era de Garza.

Se sentó y empezó a leer:

Para Lucio Celio, hijo de Gayo:

 

Ya lo tenéis todo, nuestras tierras, nuestra casa, mi herencia… Muerto mi padre, todo es más fácil, ¿verdad? Dime, ¿su muerte formaba parte de vuestro plan? ¿Te mandó tu padre seducirme para después casarme con otro? Estaba claro que de Vibio no me iba a enamorar, por lo tanto te tocó a ti ese trabajo. Ahora lo veo tan claro… Maldigo el día en que te conocí.

No se me permite cabalgar ni salir sola de casa. Esta carta la envío a escondidas. Vivo en las sombras, como un espectro. Cuando se entere de mi situación, Untiken me ayudará a escapar de esta prisión.

Nuestra hija nació bien. Tenía la piel blanquísima y el pelo rojo. Yo no la pude ver, Gayo y Vibio ordenaron su abandono en el vertedero de la Puerta Romana. Pido a los dioses infernales que su espíritu te persiga y te atormente allá donde vayas.

Garza

Lucio cayó de rodillas. «Nuestra hija». Dos palabras que le golpearon el cerebro. «Nuestra hija». ¿Cómo era posible que Garza lo hubiera dejado partir sin decirle nada? Volvió a leer la carta, una vez, dos, tres, diez veces, buscando interpretaciones diferentes, significados ocultos. «Nuestra hija» seguía allí. No era una pesadilla. «En el vertedero». No podía ser, estaba delirando, posiblemente el vino de la cena le había afectado.

Apretó un puño contra su frente. ¿Cómo había podido su propio padre ordenar fríamente deshacerse de la niña? Habiendo nacido antes de tiempo, quizá sospechó que no era hija de Vibio. ¿O fue solo por ser pelirroja? Las lágrimas afluyeron a sus ojos con violencia, mas no las reprimió. Se arrastró a cuatro patas hasta el arcón, lo abrió y cogió el pellejo de vino que había llevado consigo en el barco. Echó un trago y lo escupió enseguida, se había avinagrado. Arrodillado ante la cama, la emprendió a golpes con el jergón. Se tapó los oídos para no escuchar su propia voz: «Garza jamás te perdonará. Eres un cobarde y un desgraciado por haberla dejado al lado de un marido sin escrúpulos, bajo la tutela de Gayo. Tú sabías que la odiaba desde niña».

Había sido padre de una hija, el fruto de una noche hermosa que de tan perfecta parecía soñada. La vida había brotado entre él y Garza como brotan los juncos en las riberas del río, una vida nueva, limpia, extinguida de una horrible manera.

Garza debía de estar viviendo un infierno. ¿Cómo había podido renunciar a ella tan mansamente? Le había prometido a Barkal que cuidaría de ella. Puede que Garza tuviera razón: era un cobarde. Su primer impulso fue agarrar sus cosas, embarcar en el primer navío y navegar hacia Hispania. ¿Y después qué? ¿Le diría a su padre que la niña era suya? ¿Que detestaba su futuro «prometedor»? ¿Que prefería ser campesino o carpintero en Barcino antes que caballero en Roma? No. No podía hacer nada. El mal ya estaba hecho. Él era el único hijo de su padre y le correspondía honrarlo y obedecerlo. Garza estaba en su casa, bajo el amparo de su padre, un notable de Barcino, y contaba con la protección de estar casada con un ciudadano romano. Además, Elbón y Tila cuidarían de ella.

Era esposa de Vibio, eso era ineludible, por más ira y dolor que le causara. Sin embargo, cuando pensaba en ella prefería imaginarla en brazos de Untiken, en algún poblado de los Montes Negros, antes que subyugada y en el lecho de Vibio. La amaba, y hasta después de leer la funesta carta no lo había sentido con tanta certeza. Era una emoción que se le presentaba a borbotones, tras haber intentado sofocarla durante meses para no sufrir. La amaba ya antes, la había amado siempre, pero un buen romano antepone el honor de su familia a todo. Incluso al amor.


A la mañana siguiente, fue a la cocina y se sirvió un plato de gachas frías de cebada. Salió al jardín y se sentó a la sombra de un arce, con los pies metidos en el agua del estanque. Entonces oyó un revuelo de voces en la casa y, al instante, apareció tía Domicia, resoplando por el calor.

—¡Lucio! ¡Saca los pies de ahí, muchacho! Quienquiera que te vea te creerá un gañán de provincias —gritó sin perder la sonrisa, mientras se limpiaba el canalillo sudoroso con un paño de lino.

—No iría muy desencaminado. A todas luces me faltan modales y refinamientos —dijo Lucio con sorna, sacando los pies del agua y sentándose de espaldas a la fuentecilla.

—Deberías haber venido a la ceremonia del mundus patet. —Domicia respiraba con dificultad—. Al menos te habrías solazado la vista con las doncellas casaderas de las familias más selectas…

Lucio la interrumpió:

—A las cuales no tengo acceso. Soy un vulgar plebeyo, un patán sin educación, querida tía. —Lucio ensombrecía su faz por momentos.

—No olvides que eres hijo de un caballero y nieto, por la familia de tu madre, de un senador romano. La dignidad ecuestre no es hereditaria, aunque a veces se hacen excepciones… Ay, hijo, déjame respirar, últimamente no puedo dar un paso sin ahogarme. —Una esclava se situó a su lado y la empezó a abanicar—. Conozco a las personas adecuadas, te vamos a conseguir un buen destino como tribuno.

Lucio no parecía demasiado interesado en la charla. Dejó a un lado el plato, casi sin haber probado bocado. La falta de sueño había robustecido su desesperación. Intentó disimular:

—¿Y cómo ha sido la ceremonia? Los de provincias sabemos poco de la vida capitalina —dijo en tono burlón.

—Por eso deberías haber ido. Toda Roma estaba allí, y es bueno que te dejes ver. Este año había una delegación de sacerdotisas de Ceres venidas de Sicilia, todas ellas matronas entradas en carnes, algo así como yo. —Siguió una carcajada profunda, muy propia de su tía, durante la cual parecía poder tragarse la tierra entera—. ¡Ha sido tan… poco afortunado! El flamen cerialis, un carcamal que casi no se tiene en pie, en medio de todas esas sicilianas con el culo en pompa simulando descorrer la lapis manalis, una losa tan pesada que, en realidad, la retiran unas mulas con cuerdas. Imagínate: el mundus está abierto, silencio sepulcral entre la multitud. —Domicia se acercó a Lucio, quien pudo percibir el olor acre del sudor mezclado con algún perfume, y le susurró con ademán teatral—: Durante el día de hoy no habrá frontera entre los vivos y los muertos.

—Eso ya lo sé, la cocina está desierta, los esclavos aún no han salido de sus cuartos.

—Ni saldrán hasta que el pozo se cierre. La mayoría son etruscos, le tienen pavor al mundus patet, creen que los lemures y las larvas los van a arrastrar hasta el agujero. Yo no tengo miedo, harían falta muchos espíritus para arrastrarme a mí. —Domicia volvió a reírse de esa forma contagiosa. Lucio adoraba aquella risa—. Además, las ofrendas que se echan a la fosa son exquisiteces, como las doncellas que lo hacen; hoy debe ser un día de fiesta para los pobres fiambres —acertó a pronunciar entre carcajadas seguidas de un ataque de tos.

—Pues voy a darme un paseíto por el foro a ver si me caigo en el agujero y ya no vuelvo a salir —replicó Lucio con una amargura poco disimulada.

Su mente seguía sin darle descanso: ahora le parecía sentir el olor de Garza, un segundo después la recordaba embarazada, bellísima como nunca; veía a la niña depositada en el suelo del atrio, sintiendo en su propia carne el frío del pavimento; el gesto de disgusto de Vibio, y Elbón, con la niña en brazos, camino del vertedero. No, no, Elbón no habría podido hacer algo así…, pero era un esclavo, debía obedecer. «¿Y yo, qué soy? También debo obedecer. No tengo otra posibilidad».

—Lucio, hijo, ¿qué tienes? Pareces un espectro, no te reconozco. Ha sido el correo, ¿verdad? Ayer llegó una carta para ti, y no era de tu madre, conozco su letra —le dijo su tía sentándose a su lado—. También llegó carta para mí, de Tila. ¡Alégrate! Parece que tu padre se va a convertir en el nuevo benefactor de Barcino y por fin se van a acabar las puertas de la muralla. ¡Esos pazguatos de los Pedanios! Sus aires de grandeza no han sido suficientes para acabar la obra. Se han quedado sin dinero. Los conocí en Tarraco, cuando era jovencita. —Volvió su cara hacia Lucio y le pellizcó una mejilla—. Lucio, cariño, ¿es por lo del bebé? Ha tenido que ser muy desagradable para la pobre Garza. Ese Vibio…

Lucio estaba lejos de allí. Su alma merodeaba por los vertederos, donde cientos de bebés se abandonaban cada año, bebés desconocidos, de gente desconocida. Pero aquella niña era hija suya. Suya y de Garza. Cerró los ojos, desolado. ¿Cómo habrían podido saber lo que se estaba fraguando alrededor de ellos? ¿Por qué razón Garza no le había dicho nada hasta entonces? No quería hablar demasiado. Temía que, si lo hacía, su tía acabaría sonsacándole más de la cuenta. Era muy hábil en eso.

—La dote de Garza debe de haber sido sustanciosa para que tu padre se haya atrevido con una obra de esas características. Después de haber sido duunviro quinquenal, es muy adecuado que se convierta en patrono.

Unos pajarillos se posaron en el borde del estanque para beber. El peristilo de tía Domicia era un refugio de frescura en una Roma abrasada por el calor. Aspidistras, hortensias y helechos prosperaban en enormes macetas, distribuidas entre estatuas rapiñadas por el abuelo en la Magna Grecia. En los arriates se combinaban los rosales con las matas de espliego y el arce de grueso y rugoso tronco ofrecía, en una de las esquinas, una balsámica sombra.

—Sin embargo, Gayo Celio tiene un corazón de pedernal. Vibio no habría podido rechazar a la criatura sin el consentimiento del paterfamilias. Traté pocas veces a tu padre, y fue suficiente. Vamos, chico, piensa ahora en ti, en tu nueva vida. Eres un oficial en ciernes, tienes que ser fuerte, forjar tu carrera y templar el carácter. Deja que sea su madre quien llore a ese bebé.

Domicia se pasó el paño de lino por la frente. Observó a Lucio: tenía los ojos enrojecidos, todavía llevaba la túnica de la noche anterior y parecía no haber dormido.

—No pienses más en ello —añadió—, no te corresponde a ti atormentarte. Seguramente Vibio sospechaba que esa niña no era suya, y por eso…

Domicia se llevó el pañuelo a la boca, como si quisiera enmudecerla. Se levantó de repente y se quedó mirando a su sobrino, la viva imagen de la desesperación. Dio media vuelta y se dirigió hacia el gran árbol. Se apoyó en él, fijos sus ojos en el chorro que salía de una cabeza de león empotrada en la pared. El agua caía en una pileta hecha de sillares de varios colores y tamaños, algunos de ellos inscritos con letras griegas.

Se escucharon las patas de Niso sobre los mosaicos. Lucio levantó la cabeza y observó una sombra humana escabulléndose hacia las cocinas. El perro avanzó pesadamente hacia él y se tumbó a sus pies buscando el frescor de la fuente. Tras unos instantes, Domicia se acercó a su sobrino y le palmeó la espalda diciendo:

—Ánimo, Lucio. Si el abuelo siguiera vivo estaría orgulloso de ti.

Desapareció un momento para volver enseguida con una anforilla alargada y dos copas de vidrio azulado.

—Sobrino, nos vendrá bien catar este vino de Corinto, le he echado pasas y miel. Toma, bebe. La vida acaba poniendo las cosas en su sitio. Ahora cada uno a su deber. Garza está casada con Vibio y tú harás carrera en Roma. Brindo porque, finalmente, el hijo de mi hermana está en el lugar que le corresponde.

Domicia escanció el vino y bebió un trago largo. Se relamió, se limpió las comisuras y dijo:

—No debería tomar más, ya vengo algo achispada y hace unos meses que el vino me sienta mal. Sobrino, no eres el muchachito que esperaba, ya eres un hombre hecho y derecho. Por cierto, ¿te he hablado de Publio Ostorio Escápula? Antes de ser prefecto de Egipto hicimos negocios juntos, y desde entonces me debe un favor. En Egipto estarías tranquilo: seis meses para cumplir el trámite del tribunado y te vuelves a Roma. Aquí yo te respaldaré económicamente y te presentaré en los círculos del emperador. Será fácil obtener un cargo administrativo para empezar.

—Tía, te agradezco tu ofrecimiento, pero Quinto es el más adecuado para ello. Yo…

—¿Tú? ¿Tú qué? ¡Levanta ese ánimo y déjate de remilgos!

Lucio se puso en pie.

—Discúlpame, necesito tomar el aire.

—Lo comprendo. Esa carta te ha trastornado demasiado. ¿Quieres que Quinto te acompañe? —le preguntó Domicia con voz meliflua.

—¿Para que me defienda del ataque de los lemures? No, gracias, me basto yo solo. Además —Lucio miró a su tía y sus ojos recobraron la luz por un instante—, llevo conmigo los cien amuletos de mi madre. Ahora se demostrará si son o no eficaces.